Parajes pintados de ocres y rojos, cascadas de aguas cristalinas y un pueblo congelado en el tiempo son los atractivos de este paraje cántabro
VALÈNCIA.- Cuando las hojas de los árboles dejan su verde vivo y comienzan a decolorarse en tonos ocres, naranjas y rojizos, es momento de mirar hacia el norte y sumergirse en la magia de la naturaleza. En este momento del año, casi fugaz, los espíritus del bosque revolotean contentos y en el silencio de la noche parece escucharse su risa. Una magia y una estampa que se pueden sentir en muchos rincones de nuestro territorio, pero que yo intento descubrir en el Parque Natural Saja-Besaya (Cantabria) y, de paso, visito el pueblo de Bárcena Mayor.
El camino hasta aquí es largo, casi ocho horas en coche, pero ese cansancio desaparece cuando dejo atrás la vegetación mediterránea y me adentro por carreteras serpenteantes jalonadas de robles y hayas en las que de vez en cuando hay saltos de agua. Bajo la ventanilla del coche y ese olor a tierra mojada me reconforta; tanto, que decido apearme y disfrutar unos minutos de esa paz. Unos kilómetros más conduciendo y llego al lugar en el que me hospedaré: Los Tojos. Está anocheciendo pero doy una vuelta por los alrededores para estirar las piernas. Mañana ya me pondré las botas de montaña para hacer alguna ruta.
Y así lo hago porque el Parque Natural Saja-Besaya, con una superficie de 24.500 hectáreas, cuenta con innumerables rutas senderistas que atraviesan este territorio, caracterizado por marcados pliegues montañosos cubiertos, en buena parte, por frondosos bosques de haya y roble. Son varias las rutas que hago en mis días por la zona, pero yo recomiendo la ruta de la Arbencia, de unos veinte kilómetros. Para ello, me dirijo hasta Bárcena Mayor y aparco el coche en el aparcamiento que hay a la entrada del pueblo (cuesta dos euros todo el día). Hay muy pocos coches, lo que significa que disfutaré del paraje prácticamente sola.
La ruta discurre por una senda ancha y cómoda, bajo la sombra de robles, hayas, arces y fresnos que, exultantes, muestran sus colores ocres y rojos. Apenas me cruzo con un par de personas, lo que me lleva a sumirme en esa paz y a recrearme en ese silencio. De vez en cuando me alejo de la senda para hundirme en ese manto de hojas y abro bien los ojos para intentar ver a las criaturas del bosque. No tengo suerte y solo me encuentro con árboles en forma de jabalí y casitas para los gnomos —la imaginación nunca hay que perderla—. También veo un tejo de más de veinte metros.
El camino prosigue pero en un punto hay que desviarse para bajar al río. Lo averiguo porque escucho unas risas y veo que hay unos jóvenes intentando cruzar al otro lado de la orilla. sin mojarse. Uno de ellos lo da por perdido y se quita las botas de montaña para cruzar descalzo. Una pareja es algo más avispada y se ha dado cuenta de que hay unos palos para cruzar —a la vuelta hay que dejarlos de nuevo para que otros puedan usarlos—. Cogen el último palo, así que me toca apañármelas para no meter el pie en el agua. Lo consigo sin mucho glamur por mi parte. Ya en el otro lado, pierdo el camino y me encuentro caminando monte a través y, no sé cómo, llego a un punto en el que veo el pozo de la Arbencia desde lo alto. Para bajar hasta él solo digo una cosa: sigo ilesa pero con rasguños. Y bueno, ya he aprendido que hay que mirar bien las rutas antes de salir.
El lugar es mágico, una especie de hondonada en medio del bosque con un pequeño salto de agua con forma de cola de caballo en primer plano, y la cascada del río Hormigas al fondo, todo ello rodeado de hayas y árboles de ribera. Casi al lado, las aguas del río Fuentes se precipitan al pozo de la Arbencia, y unos metros más adelante se juntan con las aguas del río Hormigas para formar el Argoza. Después de hacer millones de fotos y ver que el sol ya se está poniendo, hago el camino de regreso (la ruta es lineal).
Los últimos kilómetros los hago bajo la luz de la luna, escuchando a todos los animales que salen de sus escondites al caer la noche. Me siento una intrusa así que evito poner la luz del frontal y, así, no interferir en su hábitat. Finalmente llego a Bárcena Mayor en noche cerrada. El olor de los guisos perfuma las empedradas calles, iluminadas por la luz tenue de las farolas, que deja ver el humo que sale de las chimeneas. Es el olor a hogar y a tiempos pasados. Doy una vuelta en busca de algún refugio donde comer algo, pero no tengo suerte. Da igual porque mañana regresaré para conocer mejor uno de los pueblos más bonitos de España.
Bárcena Mayor es el único pueblo que está dentro del parque natural y es uno de los pueblos medievales mejor conservados de Cantabria —desde 1979 es Conjunto Histórico-Artístico—. Todo un reclamo que hace que cada año vengan hasta aquí miles de visitantes. Me siento afortunada porque apenas hay turistas y me da la sensación de que recojo la esencia del pueblo, hoy casi deshabitado. Pero no siempre fue así porque a mediados del siglo XVIII había unas doscientas casas, abundante ganadería y una importante actividad de artesanía de la madera. Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando la localidad sufrió el habitual proceso de despoblación y, hoy, no llega a la centena de habitantes.
Caminar por sus calles es como dar un salto al pasado. Paso a paso voy desmenuzando su casco urbano en el que todo parece haberse colocado para pintar un gran lienzo y cada fachada recuerda cómo se construía antaño: balconadas de madera abiertas a la solana y decoradas con hortensias, geranios y panochas; soportales en los que ventilar la leña, secar los productos del campo o refugiarse del sol en las tardes de verano, y esos grandes aleros del tejado, tan característicos del norte de España. Solo un aspecto me recuerda que estoy en el siglo XXI: todas las casas tienen antenas de televisión y parabólicas.
Bárcena Mayor es muy pequeño pero tiene un encanto único. Tanto, que no me importa pasear dos veces por la misma calle, ver el lavadero e imaginarme cómo no hace tanto las mujeres lavaban allí la ropa y era el lugar de reunión. Un peregrinaje que me lleva hasta la coqueta iglesia de Santa María y por callejuelas en las que veo a artesanos trabajando el mimbre o la madera para hacer todo tipo de objetos. Antiguamente, los habitantes elaboraban aperos de labranza y los vendían a cambio de harina. Hoy sus vecinos siguen viviendo de la estacionalidad del campo y de la apicultura, gracias a los montes que rodean la zona y que proporcionan tomillo y romero a las abejas.
Al bajar hasta la orilla del río, el puente de piedra lleva hasta el otro lado, a la ermita del Carmen. Yo me quedo en esa orilla en uno de los restaurantes que hay allí para comer un buen cocido montañés, el plato más famoso de Cantabria. Y vale, también hago hueco para la quesada, que me vuelve loca. Además, el sol ha dado paso a unas nubes que empiezan a descargar agua y un plato caliente alimenta el estómago y el alma.
Mañana me adentraré de nuevo en el Parque Natural Saja-Besaya para seguir explorando el lugar y ver si los espíritus del bosque deciden aparecer. Y si no salen, buscaré suerte el próximo otoño.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 86 (diciembre 2021) de la revista Plaza