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El patio trasero de València es su estación de autobuses: de Goerlich al inframundo

Por qué el sueño urbano de dotarse de infraestructuras de primer nivel para canalizar el tráfico de buses -a principios del siglo pasado- ha acabado en una instalación olvidada

5/10/2024 - 

VALÈNCIA. El único consuelo para justificar el estado calamitoso y la mínima ambición respecto a la estación de autobuses de València es aplicar la máxima sobre ‘el mal de muchos’. Hay colección de estaciones de buses cuyo acceso condena a una especie de inframundo, pasaje a un mundo sórdido. 

En un tiempo de afán porque las puertas de entrada a una ciudad luzcan y expresen un proyecto de ciudad -especialmente si ese acceso es por avión-, los motivos para el estado de la estación de autobuses tiene que ver con su propio estatus social: una infraestructura considerada de segunda; con una visión clasista de los viajeros que acoge. La estación de buses no estaría para lucirse por el simple motivo de que no pertenece a ese catálogo de edificios o infraestructura de los que una ciudad suela sacar pecho. 

De tanto dejarla estar, ha pasado a ser un patio trasero de la ciudad. Por no tener ni tiene ni apellido: una de las pocas estaciones de València a la que no se le ha añadido el nombre, en modo homenaje, de alguna figura pública. Porque claro, a quién se le va a hacer esa faena… Si las fuerzas locales se lamentan de la mala imagen que da el estado abandonado del Nou Mestalla, ¿qué imagen aporta entonces la terminal de buses?

Con un 2,2 en Google, algunos de sus últimos comentarios pertenecen al género de lo truculento: “el estado de las instalaciones es lamentable y sucio, sentía que en cualquier momento se caía el techo encima”, “Si se pudiera puntuar con menos estrellas lo haría, que asquerosidad de terminal, una sala de espera pordiosera, paredes sucias, ventanales sucios, sin climatización, cucarachas por el suelo”.

Debe ser porque la estación de autobuses es ese lugar al que solo van ‘los demás’ por lo que jamás parece asunto central en la agenda propia. Tampoco ahora, cumpliéndose los primeros cien años de la eclosión del bus en las calles de València.

“El aumento constante de la población, el mejoramiento de las carreteras, el perfeccionamiento de los vehículos y la vida actual que obliga a trasladarse de unos puntos a otros, ha creado el automóvil de viajeros (autobus) y enlazado la capital con las poblaciones más o menos próximas, de ahí la importancia que tiene que los municipios atiendan, servicio que redunda en beneficio del público, pudiendo proporcionar un ingreso si de la organización que se dé resulta compensando a la comodidad que proporcione”.

Interior de la estación de autobuses de València (Foto: KIKE TABERNER)

Es uno de los fragmentos que, rescatado de la prensa de entonces, comparte el investigador Óscar Calvé en el inicio de su nuevo libro Estación de autobuses de Valencia. Proyectos soñados y arquitecturas vividas. Un encargo de la Cátedra Demetrio Ribes que, justo cuando estaba a punto de entregar, se topó con un último descubrimiento: imbuido en el archivo, encontró el proyecto que Goerlich tenía para una estación de autobuses en la calle Guillem de Castro. “Un proyecto fantástico, de muchos metros, en una ubicación inmejorable, frente al Colegio Cervantes, utilizando dos o tres de las manzanas actuales, desde calle Quart hasta calle Corona. Es el que más ilusión me hace aunque solo se cita”.

Es ya un clásico que Goerlich sirva de reverso de lo que que pudo ser y no fue, pero la comparación se eleva con el proyecto -éste sí conocido- del propio Goerlich en el Paseo Alameda, y que hoy luce tal que un edificio gigante de la Megalópolis de Coppola“Aunque por desgracia nunca pudo llevarse a la práctica”, recuerda Calvé, que ha elegido este proyecto de estación para la portada de su libro. Ese edificio de una apariencia futurista todavía hoy, debía acoger más de 22 líneas. Los pasajeros accederían por la actual Navarro Reverter, en una conexión que rodearía el cauce del Túria. “Por la estética, la ubicación, por la intermodalidad, hubiera sido perfecto”, según Calvé, aunque reconoce que valorarlo con los ojos de hoy es puro urbanismo ficción: nadie imaginaba entonces, en pleno 1939, que ese cauce acabaría siendo un jardín verde. El proyecto de Goerlich se topó con los militares: el Estado Mayor activó su derecho sobre los terrenos de la vieja Ciudadela y la idea de la gran estación en Alameda se difuminó definitivamente. 

Por encima de todo, el proyecto de estación tenía un atributo esencial: la ambición. Conectaba bien con el fervor inicial de la sociedad por dar lustre al servicio de bus, considerado una red neuronal básica para el funcionamiento de esa nueva ciudad en movimiento. 

El libro de Calvé repasa también las pretensiones previas en 1931 de los arquitectos Tejero, Sedano o De la Mora; el apeadero del edificio Santonja o el proyecto de Luis Basset Badía; hasta llegar a la época moderna y la estación definitiva. 

Esa deriva, desde la estación de autobuses en el centro de los proyectos urbanos hasta su arrinconamiento, no viene motivada porque sea un servicio que se haya dejado de usar, sino que desde su consideración estratégica ha pasado a quedar en un segundo plano en las políticas públicas. Repartidas las culpas entre administraciones, con proyectos recurrentes del Consell más dirigidos a cambios superficiales. “El debate se prolonga -considera Óscar Calvé- porque la instalación es muy mejorable, obsoleta (…) Con ese acceso repleto de escaleras para arriba y para abajo, tiene una accesibilidad de otro tiempo. El espacio además no se ha desarrollado urbanísticamente. Es un enclave delicado y su estado es muy flojo. No es un caso único, por desgracia es constante entre estaciones de autobuses”.

Para Calvé, de la batería de proyectos previos para dotar a València de una buena estación, se puede aprender que “la ubicación es relevante, que la conexión debe ser amable con la ciudad… La actual estación está en una tierra de nadie, no está lejos pero está algo desplazada”. Y al mismo tiempo que permita no atravesar el centro de la ciudad. Una solución perfecta, cree Calvé, “sería encajarla en la intermodal de Joaquín Sorolla”. Aunque otras voces ven la oportunidad en la posible construcción del parking bajo el Paseo de la Alameda, aprovechando la vía subterránea.

Cuando llegue ese debate, al menos habría que recordar estar a la altura de lo que la ciudad llegó a soñar para su terminal de buses. 

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