Veo poco la televisión por falta de tiempo y sobre todo de paciencia. Me agrada, porque aprendo muchos de él, el programa Atrapam si pots de À Punt TV, conducido con elegancia por Eugeni Alemany. Me gusta por su vocación de servicio público con un formato popular sin pretensiones. Alemany construye una pedagogía de “país” con una habilidad sin precedentes. Su excelente valenciano, los temas de proximidad sobre nuestras comarcas y pueblos que hace surgir con la palabra y la gente simpática y natural que participa en su concurso son un modelo de televisión pública. Hay otro programa que frecuento, de la televisión privada, El Intermedio, del Gran Wyoming, por el que me entero de “la verdad” de lo que ocurre en esta nación de naciones que llamamos España. Pero estos días pasados El Intermedio me produjo una singular irritación, que no dudaría en calificar de desasosiego político. Me refiero al juego con el muñeco que representaba con repugnante realismo la momia de Francisco Franco, machaconamente repetido y carente de gracia, por más esfuerzos que hizo Dani Mateo por dar vida al invento.
Me he preguntado honestamente por el motivo de mi malestar. No se trata de repudio del mal gusto. No creo en tal cosa, enarbolada siempre por las mentalidades conservadoras y retrógradas. El mal gusto no existe, existen la torpeza y el uso equivocado de los medios. No soy una censora. No me importa que salgan a escena cadáveres, sobre todo sin son ficticios. Creo que todo vituperio al dictador es poco, aunque ya no pueda dañar salvo a la ignominiosa fundación que lleva su nombre, y que, por cierto, debería haber sido ilegalizada en los buenos tiempos del gobierno socialista. Los ciudadanos estamos hartos de subvencionar majaderías con nuestros impuestos. O de mantener a una familia que continúa parasitando alevosamente los bienes del pueblo, como el Pazo de Meirás y otros, que una democracia decente debería de haber resuelto hace mucho tiempo.
Lo que me molesta de los jueguecitos de unos y otros con la momia es que se nos intente distraer con estos espectáculos, falsamente transgresores, que crean un escándalo mediático vacío, de chiste malo, en provecho de las audiencias. Bastante maltratada está ya nuestra paciencia por los desmanes del rey emérito, la corrupción, la chulería de ciertos políticos y el fomento de quimeras perniciosas, como para reír ciertas gracias. Se echa de menos una indignación intelectual comprometida, justificada por tantas torpezas, y una llamada a la seriedad cuando se trata de problemas no por larvados menos virulentos, que acaban pasando factura y nos degradan día tras día.
No me importa nada el futuro de los restos del dictador —aunque sí su herencia, atada y bien atada—. Preferiría que hubieran sido enterrados en un cementerio público; y desde luego, lo de llevarlos a la catedral de la Almudena, en pleno siglo XXI me parece una broma de paletos, desde que la Ilustración determinó no meter más muertos en las ciudades por cuestiones de higiene pública —y política—. Aquí la Iglesia católica no debería tener voz ni voto, como en tantas otras cosas, ya que depende de un estado soberano, el Vaticano, del que cabe recibir en todo caso peticiones y convenios puntuales, no decisiones sobre otro estado, que además es aconfesional y debería ser laico.
El Valle de los Caídos sólo puede ser un monumento a la Memoria colectiva, con tumbas fascistas o sin ellas —desde mi punto de vista, con ellas—, un museo y un archivo de la historia contemporánea de España —incluidas la II República, la Guerra Civil y la Transición— con un plan de actividades pedagógicas y culturales gestionado por personas independientes de prestigio, y por una comisión capaz de convertir este mausoleo faraónico católico en una institución cultural democrática y laica. De memorial simbólico del fascismo español, el Valle de los Caídos debe pasar a recordatorio colectivo como el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima, el Museo del Nazismo de Munich, el complejo de Auschwitz, los delirios cesaristas de Mussolini y otros emblemas de oprobio que no deben ocultarse, sino salir a la luz como lo que han sido y son. Nuestros niños y jóvenes tienen que saber en qué país viven para que, si son capaces de ello, lo mejoren en su momento. Un pueblo sin recuerdo de su historia está condenado a repetirla o, como en nuestro caso, a chapotear en un cieno persistente que nos impide avanzar, sea quien sea el que prometa renovaciones y cambios.