Si uno de ustedes le dice a su jefe (si lo tiene) que va a trabajar cuando puede, seguramente sea despedido antes de terminar ese alegato sacado de El
derecho a la pereza de Paul Lafargue. Por eso me hace gracia esa osadía con la que Ximo Puig se desenvolvió la pasada semana al decir que él iba a las Cortes Valencianas cuando podía; no ha debido caer en la cuenta de que la asistencia a los plenos no es una decisión discrecional sino una obligación propia del sufragio pasivo al que fue sometido en las urnas. Además, porque sencilla y llanamente, es su labor. Si todos tuviésemos ese pensamiento e hiciéramos nuestro trabajo únicamente cuando pudiéramos las cifras de paro estarían en niveles estratosféricos. Creo que Puig está mentalmente jubilado, sigue cobrando sueldos pagados por todos los españoles pero en la práctica ya está cuidando de sus nietos (que no sé si los tiene).
La actitud del expresidente de la Generalitat pone de manifiesto un hecho que un servidor aborrece: los privilegios de la clase política sobre el resto de los mortales. Ningún trabajador del sector privado se podría permitir el lujo de tener las vacaciones pagadas in aeternum. Ximo Puig deja a Rebeca Torró al frente de la oposición porque a él le torra la actividad legislativa alejado de los bancos azules; su escaño permanece ocupado por el bolso de la diputada socialista como el de Soraya Saez de Santamaría calentó el sillón de Mariano Rajoy cuando se pre-jubiló antes de ser censurado en 2018.
El ex presidente de gobierno ahogó las penas en un restaurante y el ex president se esconde en los cuarteles de invierno del Senado; se habla de la reformulación de la Cámara Alta para que sea útil pero no se pone coto a que sus escaños representen el mausoleo de los barones caídos. Fosa común en la que caen los cadáveres de los políticos que no han sabido abandonar a tiempo; la capacidad de escoger el momento oportuno para retirarse, sea en la política, en el fútbol, en la guerra o en cualquiera de las artes, es lo que hace que una figura respetada no se convierta en un muñeco de trapo.
Ximo Puig debería irse, no sólo de las Cortes Valencianas sino también del Senado. Se ha acogido al estatuto de expresidente para cobrar una pensión, tener despacho propio y asesores, ya ha dado todo lo que tenía que dar en política y de hambre no se va a morir. El portazo que le ha dado Pedro Sánchez para que no entre en la Moncloa es una buena oportunidad para que él se vaya de la política activa y cierre la puerta al salir. Está quedando retratado como un dirigente más que se resiste a renunciar a los lujos de la pompa. En cualquier país decente no se permitiría que un cargo público se riera de los votantes de forma tan clamorosa.
Aunque para eso deberíamos empezar por hacer un análisis de nuestra sociedad, una atmósfera que se ha acostumbrado a la superioridad existencial de los que nos gobiernan; normalización de una casta social a la que se otorgan determinados privilegios de facto. Para empezar, ¿qué es eso de que un cargo público que deja de serlo tenga una pensión vitalicia? No creo que a Pablo Isla le otorgasen en Inditex un subsidio permanente por dejar de ser el CEO de la empresa. Cualquiera que deje su trabajo, por cualificado que sea, recibirá como mucho una indemnización y una palmada en la espalda. Nuestro Estado obeso se estila en proferir jugosos beneficios a los mandatarios salientes, tan suculentos que Carles Puigdemont quiere volver a España para cobrar su pensión de ex-president de la Generalitat.
Se critica a Pedro Sánchez por engañar a los votantes con el perdón a los independentistas, lo de Ximo Puig sí que es una estafa para todos los que confiaron en él en los pasados comicios. Ha pactado una amnistía que le libera de hacer su trabajo, defender los intereses de aquellos que respaldaron sus políticas; un acuerdo que le va a dar rédito económico sin dar un palo al agua.
Carlos Mazón espera a un oponente a la altura mientras el bolso de Rebeca Torró aprende a apretar los botones de votación.