Cuando me deslomaba como psiquiatra de la sanidad pública, o sea, entre las filas de la “hermanita pobre de la sanidad”, se me ocurrió una instalación artística: empapelaría mi despacho (más pequeño que el de una esteticien) con los folios impresos de los Planes de Salud Mental. Forraría las paredes con su retórica inútil. Invitaría a las altas autoridades a verlo. Una paciente y yo íbamos a encadenarnos a un árbol. Nos reíamos con la fantasía.
Sin embargo, había más tragedia que comedia en esta escena imaginaria. Yo estaba como una cabra, me daba cuenta entonces, me devoraba el burnout de intentar hacer algo digno con mis quince minutos por paciente, y este tipo de fantasías eran red flags, señales que del esperpento que era yo misma y mi tarea en un sistema que nos pedía lo imposible.
Planes de Salud Mental. Estrategias. Líneas de Actuación. Autonómicas. Ministeriales. Había conocido tanta cosa en dos décadas que daba para forrar también los despachos de mis colegas de atención primaria. Todo brotaba cuando llevaba un tiempo caducado lo precedente, lo nunca desarrollado, y nadie se acordaba nunca de incluir un presupuesto que tradujera palabras tan hermosas como promoción, integración y combate contra el estigma en recursos humanos reales.
Asisto boquiabierta estos días a la irrupción de la salud mental en los programas electorales. Un diario anuncia que se “cuela” en todos ellos y la elección del verbo me deja un sabor agridulce, no deja que la salud mental se desprenda de su condición clandestina, ¿se ha colado para quedarse? Ante la confusión de propuestas y llegada por goteo de ayudas, me pregunto si la salud mental acabará siendo como el cambio climático: todos (casi todos) saben que es un problema grave, pocos defienden hasta el final un remedio genuino y valiente.
Es un hecho que la profusión de suicidios (11 personas al día en nuestro país) ha logrado quórum entre las fuerzas políticas a pesar de la polarización a la que nos tienen acostumbrados. La preocupación es la misma, las recetas no. La ley de salud mental que lanzó Podemos en octubre del 21 lleva congelada en la Comisión de Sanidad desde entonces en un ciclo infinito de enmiendas. El ministerio, por su parte, renovó la Estrategia (¡que llevaba caducada desde 2009!) y dio lugar a un teléfono de atención al suicidio (024) y a la creación de la especialidad de psiquiatra infantojuvenil. Asimismo, anunció 100 millones de euros hasta 2024 que, repartidos por comunidades autónomas, resultan en calderilla. Seguimos lejos de acercarnos a las ratios europeas que disfrutan de 18 psiquiatras por cien mil habitantes, 20 psicólogos clínicos y 23 enfermeras especialistas. Eso sólo se logra destinando un 5 % del presupuesto global sanitario a la salud mental: en nuestra Comunitat no llegamos al 3%.
Son cifras que sí están en el Plan Valenciano de Acción del Comisionado Rafael Tabarés, plan que se elaboró estos dos últimos años por medio de una consulta ciudadana modélica. Para su redacción fueron consultadas todas las fuerzas políticas y sólo el PP se resistió a acudir a las reiteradas invitaciones. Ahora escucho al mismo partido acusar a la izquierda de intentar “abanderar la salud mental con un discurso banal” y me intimida imaginar qué plan van a elaborar ellos o cuánto van a dejar en pie del que ya tiene Ximo Puig (que incluye un presupuesto, sí, elaborado al milímetro con la colaboración de expertos de la UPV). Si es cierto que el dinero escasea y el plan es un brindis al sol, quisiera escuchar a algún político valiente argumentándolo en el ágora pública.
Pero no. Sólo escucho que la izquierda se intenta apropiar de la salud mental, lo dice el presidente de Nuevas Generaciones PP y añade que acusar al capitalismo del problema es “banalizarlo, es irresponsable, es falso”. No sé a qué se dedica este joven Ignacio Dancausa, imagino que no tiene ninguna experiencia cercana con enfermos graves, que ignora que son el colectivo con la tasa más insoportable de desempleo (80 %). Que puede negar sin sonrojo que “trabajar mucho y ganar poco” duela en el alma porque no lo ha vivido nunca. Imagino que en su cabeza el loco es el loco, el de toda la vida, con un fallo genético y un cerebro averiado que lo estaría igual en una sociedad distinta, que sólo necesita una inyección o una pastilla y un ratito de charla bienintencionada con un tipo que viste bata. Es por algo que proponen a los usuarios de consulta privada un 30 % de deducción en sus pagos: han visto demasiadas pelis de Woody Allen, imaginan la salud mental como una cosa individual, de diván, y la salud mental como cuestión de salud pública ni les suena.
Pero hablar de salud mental es integrar dos mundos de sufrimiento: los enfermos de siempre (olvidados de siempre) con los enfermos de nuevo cuño, los enloquecidos, los expulsados del trabajo digno y la vivienda digna, los que han colonizado las agendas médicas desplazando a los primeros. Unos y otros precisan un esfuerzo de la sociedad y no bastará con que vayan al psicólogo privado quienes puedan costearlo. No deberían ser legión quienes salen de las farmacias con cajas y cajas de psicofármacos. Quienes se dopan o se alcoholizan o se matan porque no resisten una desigualdad asfixiante, el temor a que sus mayores enfermen y no puedan ni acompañarlos a urgencias, la opresión de una vida trabajo-casa-trabajo.
Si hablar de salud mental no es hablar de ellos, no sé de qué tenemos que hablar.
Leo el programa marco del PP. Me sobrecoge que tenga una sección de salud mental y que incluya “tratamiento precoz para mejorar la atención a los pacientes, en particular a mujeres, niños, adolescentes y profesionales sanitarios”. Agradezco que los sanitarios engrosemos las filas de los humanos vulnerables, pero no entiendo por qué en el primer verano de la pandemia Madrid ya despidió a todos los sanitarios de refuerzo que habían contratado. Por qué allí una enfermera temblona debía resolver una urgencia sola junto a una pantalla con un médico parlante (o, al menos, eso se pretendía). Eso ha pasado y el resto es Historia.
Aquí el personal de refuerzo se quedó, eran 6 mil (ya van 15 mil desde 2015). El resto también es Historia. Y el plan de salud mental ha arrancado ya con los más jóvenes: un plan de choque con 69 profesionales en 2022, 257 más para este año (y para atender también a adultos) y hasta cien más el año que viene si se completa todo. Y ya se dispone de cuarenta psicólogos clínicos y enfermeras especializadas (aunque escasean en bolsa) repartidos por cada zona básica de Atención Primaria. Esperemos que los usuarios ya salgan con una cita en vez de una receta cuando rompen a llorar delante de su médica de cabecera. Además, la figura del paciente experto ha sido incorporada en Valencia dentro de los equipos sanitarios y esto es una iniciativa pionera en el territorio nacional. La figura del TeAM (o técnico en acompañamiento y apoyo mutuo) recibió en noviembre del 21 un impulso económico desde Labora y ha sido un éxito que merece ser replicado en cada rincón. Facilita la doble tarea de que estas personas tengan un trabajo remunerado y los pacientes un impulso en su recuperación.
Si no se cuida esta figura, que ha demostrado su eficacia, y todo el esfuerzo hecho por convertirnos en un pueblo más inclusivo, nos tendremos que contentar otra vez con lo mismo de siempre: planes hueros, retórica altisonante y sanitarios que imaginan su consulta empapelada de reclamos y sueños. La salud mental es hoy por fin una idea que seduce a todos, pero no tengo claro que la defiendan (y la entiendan) más que unos cuantos.