VALÈNCIA. Es miércoles, pasadas las diez de la mañana. Al fondo del Liberty cuatro jubilados juegan al dominó mientras en la televisión, a juzgar por las cartelas sobreimpresas, los tertulianos de Antena 3 debaten sobre el referéndum catalán. No se oyen sus palabras porque la televisión está silenciada. En la barra, Ana y Roxana, maquilladas, vestidas con ropas prietas, piden una comanda al dueño del bar, Alfredo. Teniendo en cuenta que según su testimonio él ha dado clases en Estados Unidos, el nombre del bar no es producto del azar aunque suene extemporáneo. El Liberty, el Libertad, está en Viana, en el corazón del barrio chino, en Velluters.
En Viana se puede comprobar los magros efectos de la ordenanza contra la prostitución que aprobó en julio de 2013 el Ayuntamiento de València. Los vecinos de las calles adyacentes llevan décadas protestando y ahora, cuatro años después de esa norma, han redoblado sus críticas. Piden que se apliquen las sanciones incluidas en ella con más rigor. Hay carteles en los balcones desde este mes de agosto. ‘Hartos de prostitución, drogas y gritos; solución ya’, reza uno de ellos. Son las mismas premisas que lanzaban hace 21 años, cuando salieron a manifestarse a medianoche para protestar por la degradación del barrio. O hace cinco, cuando colgaron carteles por todo Velluters. Hay más robos, más inseguridad. A una de las representantes vecinales, Trini Piquer, le entraron recientemente en su casa.
“Esto es como en los años 70, 75”, dice Piquer. “La droga lo ha rodeado todo, con la gente pinchándose en todos lados. Se ha convertido ya en un problema sanitario, con casos de hepatitis y toda clase de enfermedades contagiosas. En la calle Viana ya no valen medias tintas; habría que ser expeditivos y cerrar todos los locales. No tengo nada contra las chicas, pero hay dueños de locales que las explotan primero de jóvenes y las utilizan después, cuando son mayores, para salir a vender las papelinas. Lo sabe la Policía y sabe quienes son los que venden la droga”.
La Policía actúa pero los resultados no se ven. “Detienen a la gente y a los pocos días los ves en la calle”, dice Alfredo. En octubre del año pasado, sin ir más lejos, la Policía Nacional realizó una operación en la que detuvo a una banda organizada. La líder y cabecilla de la misma era una mujer de 76 años. Los policías realizaron dos registros domiciliarios donde intervinieron 300 dosis de cocaína y heroína, 60 gramos de cocaína y unos 22.000 euros. Meses después, se sigue vendiendo la misma cantidad de droga.
Viana es todo un compendio de historias. Hace unos años, unos drogadictos que estaban en un inmueble descubrieron que uno de sus amigos había muerto de sobredosis. En medio de la noche lo bajaron a la vía pública y lo sentaron en una silla. Dice Alfredo que cuando llegaron los habituales de la zona (prostitutas, clientes, proxenetas...) no se dieron cuenta de que estaba muerto hasta pasadas unas horas. Llamaron a la Policía. “Se montó la de Dios”, ríe al recordarlo; “aquello era surrealista”. “Al final no pasó nada”, concluye, haciendo mención a que no se detuvo a nadie. En su ‘no pasó nada’ obvia la muerte del joven. Es como parte del paisaje. Como en una guerra.
La calle se llama Viana desde 1873 pero no por la localidad navarra sino por el príncipe Carlos, rey de Navarra entre 1441 y 1461, y príncipe, eso sí, de Viana. Antes se llamó Pou Pintat por un pozo localizado dentro de una casa en el número 7. A quinientos metros de la Plaza del Ayuntamiento es el reverso a la postal, el que no saldrá nunca en un vídeo promocional. Hay varias cosas que la hacen diferente a cualquier otra calle. Si desaparecieran las prostitutas y los drogadictos, llamaría la atención por sus ausencias: no hay niños, ni comercios, ni árboles. Si a algo recuerda es a La calle sin sol, del clásico de Rafael Gil de 1948, porque Viana parece atrapada en el tiempo, encajonada como un trozo olvidado de la historia. “Esto es el barrio chino desde hace 90 años”, recuerda Alfredo. Y esa idea es como una maldición: barrio chino fue, barrio chino morirá.
La calle tiene dos segmentos. Uno, el que está flanqueado por Torn de l’Hospital y Balmes, el más próximo al Mercado Central, está copado por las prostitutas, sus clientes, y ocasionales drogadictos que se arraciman por allí. Hay edificios en los que se vende droga al menudeo en todas las viviendas. En el otro tramo, que va de Torn de l’Hospital a Recaredo no hay prostitutas. Es la zona nueva. Nadie se detiene allí. Torn de l’Hospital es como un muro: hasta aquí llega el lumpen. En esta calle esquina con Viana se encuentra un apartahotel que lleva un año y medio en funcionamiento. Justo al doblar. Su elegante fachada contrasta con el abandono que le circunda. ¿Alguna experiencia desagradable en este tiempo? “No; algún ruido y follón alguna noche, pero por el día ningún problema”, comenta la recepcionista, Lara; y añade: “Nosotros decimos que son ellas las primeras que no quieren líos”.
El matiz es ése, siempre, se consulte a quien se consulte. La calle es sórdida por el día pero por la noche… por la noche es cuando se producen los peores incidentes. “A mediados de este mes”, relata Pepa Hernández, jubilada vecina de la zona, “unos chicos le dieron una paliza a una prostituta para llevarse su dinero. Llamamos a la Policía, vino y se la llevaron en ambulancia”. Y añade: “Este verano ha sido muy duro. A partir de las dos de la madrugada, en un edificio abandonado, se sentaban tres o cuatro todas las noches, riéndose a carcajadas y montando escándalo. En cuanto llega la noche vienen las chicas que son drogadictas y los que venden droga, que van en bicicleta, y la situación se pone desagradable. Oyes gritos. Oyes peleas. Además este agosto venían muchos extranjeros, turistas, a buscar chicas. Por el día no hay problema, pero lo que es por la noche es terrible”. Un análisis que comparte Alfredo en el Liberty. “Yo cierro todos los días a las siete de la tarde. Esto por la noche se pone que no se puede estar”, dice.
Los jubilados del dominó terminan su partida en el Liberty y se van. No dicen nada a ninguna de las chicas. Sólo tres bares dan servicio a las chicas y sus clientes. Estos a veces coinciden junto a la barra. Rara vez hablan más de un puñado de frases. Muy ocasionalmente alguna de ellas hace amago de intentar llamar la atención a un transeúnte. Normalmente las chicas esperan y se pasean hasta que llegan los clientes, que acuden directos y pactan los precios en la calle. Las fincas tienen las puertas abiertas todo el día para que las chicas puedan subir a las habitaciones que alquilan para cada servicio; son los llamados hostales. Según la normativa municipal los clientes deben ser multados, pero sólo si son reincidentes; primero reciben una notificación. En los seis primeros meses del año se han levantado 12 actas contra clientes.
Entra en el Liberty una tercera chica, Aneta, poco más de 25 años, rumana, que viene de una de esas fincas. Llega acompañada de un jubilado que frisa los setenta años y porta una gorra roja. Ana y Roxana salen a la puerta mientras Aneta pide dos consumiciones: un tercio de cerveza y un Aquarius. Alfredo le sirve el Aquarius con pajita, como a ella le gusta. Aneta dice: “Me invita el señor”; y sale. El hombre de la gorra roja muestra cierta sorpresa, “le invito yo” murmura con desagrado, abona las consumiciones y se bebe su tercio en pocos tragos. Se va sin decir nada. Aneta, que estaba en la puerta, entra en el bar cuando él se ha ido y se sienta delante de la máquina tragaperras a jugar.
En el Ayuntamiento de València son conscientes de la situación límite de la calle. Así lo comenta la concejal de Políticas Inclusivas, Isa Lozano. Porque Viana no es sólo una calle: es una metáfora de un problema social. “Allí se encuentran situaciones de mucha desprotección”, comenta Lozano. “Sabemos dónde están los focos e intentamos que los programas de empleo den trabajo y soluciones adecuadas, pero es muy difícil. Ellas no suelen decir que se dedican a la prostitución porque es un estigma. Es un tema para nosotros prioritario, pero llegamos donde podemos llegar”, añade.
“Podrían hacer muchas cosas con esas chicas”, asegura por su parte Piquer. “Yo no tengo nada contra ellas, contra las chicas, y estoy convencida de que podrían hacer muchos servicios en temas de dependencia. Ellas tienen una habilidad especial para esas cosas. Debería trabajarse con ellas para darles una oportunidad”, añade.
A las puertas del Liberty, enfrente, junto a un contenedor, dos chicas, una negra vestida con chaqueta de leopardo y la otra blanca, morena, con blusa negra y vaqueros, bailan al ritmo de una canción de reggaetón que suena en el móvil de la primera. “Que los vecinos nos dejen en paz”, se queja Ana mientras come una rosquilleta. Roxana, a su lado, en silencio, asiente. “Somos personas y sólo queremos trabajar”, prosigue Ana. “Yo fui a una empresa de trabajo temporal y me ofrecieron un salario de 3 euros y medio la hora. ¿Crees que puedo vivir de eso? No hay trabajo en España y yo no estoy aquí porque quiero, estoy aquí porque necesito dinero”.
Al final de Viana hay un solar abandonado, convertido en el basurero de la zona, lleno principalmente de botellas vacías de cerveza Steinburg. Sobre una de las tapias alguien ha puesto una bandeja de comida para gatos. Son la mejor ayuda contra las ratas que, como dice un vecino, “campan a sus anchas”. “Son enormes”, describe Pepa Hernández. Con todo, no se ven muchos gatos por el vecindario. “Lo que hay son perros”, puntualiza Hernández. A pesar del aspecto depauperado, explica que todos los días los servicios municipales baldean las calles y “todas las noches a la una” pasa el camión de la basura. Limpiar se limpia pero no basta.
Frente a la tapia, un joven, vestido con pantalón militar y pelo rasurado al uno, duerme ebrio tumbado en el suelo, con una botella abierta de cerveza a su lado. A apenas unos metros, sobre una pared se puede leer una pintada escrita con rotulador. “El problema no es este sitio”, reza; “el problema es que aquí hay mucho canaya (sic) y es por eso que el destino de este barrio es estinguirse (sic) como le pasó a los mayas”.
Dentro del Liberty, Aneta sigue jugando a la máquina mientras un parroquiano recién llegado habla en voz alta mirando a la televisión. “Viva la República”, dice de pronto. “No. Mejor. ¡Vixca la República Catalana Lliure!”, vocea. Y añade: “Habría que hacer una encuesta a todos los españoles sobre el rey, a ver qué pensábamos”. Aneta no le escucha. Sigue jugando. Le pide más dinero a Alfredo, quien le comenta: “Me estoy empezando a preocupar”. Aneta le tranquiliza con un gesto. “Aneta, ¿pero aún crees en la suerte?”. Sin dejar de mirar a la máquina, Aneta asevera tajante: “Yo siempre tengo suerte en todo”.