Volvemos a socializar estos días aprovechando que somos la región más limpia de Europa. Hace dos meses estábamos en el infierno y ahora se abre una rendija en el paraíso. Un paseo por la playa asienta en nosotros la sencillez de la vida, como un aliento tenue nos cala, nos abre, nos sacude humedades de invierno. Disfrutamos del césped, la terraza o los amigos con una mezcla de cautela e incontinencia. ¿Y si el final de la pandemia no viniera del noticiero ni de Salud Pública sino de la llana costumbre?
Lo más valioso que deja la pandemia es el redescubrimiento. La emoción que trae el asombro por lo viejo y por lo nuevo, esa insólita mezcla de lo ominoso. Lo familiar puede anunciarse extraño, lo íntimo será descubierto de nuevo. Volvemos a ser sociales pero no sin una sacudida.
Los cumpleaños se han acumulado y hay que celebrarlos de golpe, ¿de verdad queremos volver a ver a todo nuestro círculo de afecto? En el Mercado Colón, mis amigas de siempre se engalanan y juntan excitadas como colegialas que se pelan la clase. Nos saludamos díscolas y nos codeamos entre piropos y copas de vino, ¿cómo hacemos con las mesas de cuatro? ¿Dónde te has pillado ese abrigo oversize? ¿Cuándo te escalonaste el pelo? El primer almuerzo de sábado es un regalo pero el que suma tres ya parece más bien una marca en el check list. La mitad de la tertulia se la lleva el dichoso virus y empiezo a comprobar que algunas ausencias eran punzantes y otras indoloras-incoloras-insípidas, ¿de verdad queremos volver a ver a toda nuestra gente? ¿Con qué ritmo? ¿Qué intención?
Estos son los días en que sabremos quién se queda dentro y quién fuera. Quién nos ha tachado de su lista sin pestañear. Leo en el New York Times que las amistades pueden organizarse como la pirámide alimentaria: sólo en la cúspide están los que te nutren de veras. Me gusta comprobar que llevo décadas prescindiendo de los que forman la base, aunque me hace sentir vieja. Los años, la familia y mi afán de retiro obraron la decantación, pero aún aspiro a afinar algo más. He paladeado mi libertad, el alivio de no tener que asistir a todo. El año ha hecho su criba natural, hubo personas periféricas que ganaron el centro y viceversa. Compañeras de trabajo que se hicieron mis amigas o amigas expatriadas que retomaron el barrio, montones de mamás del colegio que perdí de vista y la vuelta feliz de mi club de lectura: la foto de grupo no se ha quedado quieta.
Lo irrenunciable es que somos animales de manada y quizá sea hora de verse más allá de los recuadros de la pantalla, ¿cuántas personas caben antes de que sus píxeles se congelen, sus caras se descoyunten y el audio se acople? “Hasta que todo esto termine…” se ha vuelto una frase manoseada, blanda, que pierde turgencia por los bordes. Lo esencial –los amigos, la familia, el tacto de la primavera-, nos recuerda que sólo se trataba de llegar vivos a este momento, nos convierte de nuevo en militantes del entusiasmo y el primer extrañamiento se borra enseguida.
En la terraza de mi madre, frente al café ya frío por la tertulia, descubro que la paz que me inyecta el paisaje es el perímetro azul que lo cierra, las montañas de Cullera y su continuación en la línea del mar. Apuro mi taza y mi madre ya está ofreciéndome solícita una nueva. No quiere que me vaya todavía. La miro y me sé afortunada de tenerla, cumplir un año sin funerales es un regalo y ella todavía no está vacunada pero se mueve como una anguila, he tenido que emplearme a fondo con su mascarilla, con su hartazgo y con sus ganas de volver al despacho de la facultad. Escucho también su lista de quejas, su agotamiento, su manida forma de sobrellevar la desdicha, que es su legado. Las montañas cierran su letanía, parecen escucharla, exhalarla, emitirla de memoria. Cuando yo era niña, todo lo que pudiera terminar lo hacía allí, en ese final del mundo, un bastidor de roca que recogía el tope de la mirada y no conocía aeropuertos. Hay violencias sutiles que laten entre nosotros, hay una lista de manías, de egoísmos trillados. Hay leyendas familiares mil veces dichas. Mis ojos se escapan a Cullera y doy cuenta de que crecer fue eso, desmadejar el fondo del escenario, derribarlo juguetonamente, como terrones de arena sobre la orilla. Ampliarlo para soñar luego el repliegue, la vuelta. En ese movimiento pendular se destila nuestro paso por la raíz y el nudo de la nostalgia que nos habita.
Familia. Memoria. Infancia. La charla de mi madre se despliega como un arrullo. Tu padre que, tu hermano que, tu tía que. La quiero mucho a mi madre, sin lugar a dudas, me ha enseñado mucho, me asoma por las orejas. Es el centro abierto 24 horas. Pero ha caído la tarde sin que lo advirtiera y siento como el lugar me expulsa lejos de ella. Le sonrío indulgente y pronto sé que hay otro lugar para mí lejos de este crepúsculo, la misma fuerza centrípeta que me hizo venir ahora ya es centrífuga. Hemos añorado tanto este encuentro que se ha hecho duro y frágil como un vidrio, se ha hecho añicos. El ansia contiene siempre su contradicción, su deseo de fuga.
Somos seres cíclicos, medito de vuelta a la ciudad, inatenta a los campos de arroz que resbalan en el retrovisor y se dejan engullir por la penumbra. Parecemos bipolares, siempre atrapados entre el anhelo de amor y de soledad. Apego y desapego. Añoranza y hartazgo. Confusión y claridad meridiana. Locura y cordura. Nuestros antepasados fijaban el mundo a su alrededor para no sucumbir al vértigo, lo poblaban de normas inquebrantables, calendarios sagrados, armazones rígidos, ¿cómo haremos nosotros en este mundo polarizado, escurridizo, preñado de reacciones y asaltos imprevistos?
Una paciente que atendí en una guardia cuando era residente, en una madrugada de boxes desangelados, me confesaba que sí, que ella era crónica, “pero sólo un poco”. Supongo que la clave estará en dejarse enloquecer, pero sólo un poco.