Ya no hablo de la igualdad de hecho sino de la igualdad ante la ley. Quienes promueven un referéndum en Cataluña, apoyan la reforma federal de la Constitución o se muestran partidarios de la excepcionalidad fiscal del País Vasco y Navarra son enemigos de la igualdad, se vistan como se vistan
En España, entre otras falacias que no pueden admitir crítica, está la del mito de la igualdad. Todo el mundo asegura haberla visto pero nadie sabe dónde está. La mayoría la defiende y anima a trabajar por ella, pero no siempre fue así. En un país tan clasista como el nuestro, que nunca vivió una revolución burguesa, la defensa de la igualdad es reciente. Lo normal era que los gobiernos se esforzasen en mantener las diferencias entre los hombres y las mujeres, las clases sociales y los territorios. Ahora todo ha cambiado pero solo en las formas. Cualquier gañán de la política tiene siempre la palabra igualdad en los labios, incluso si pertenece al partido de los apellidos largos. En un país hecho unos zorros es aconsejable parecer sensible a la pobreza de tanta gente como consecuencia de la crisis.
Pero apelar a la igualdad todos los días se revela una práctica inútil si no se adoptan medidas para avanzar hacia ella. En esto, como en tantos otros asuntos de la política española, los discursos quedan lejos de las acciones. Esta contradicción entre lo que se dice y lo que se hace es más evidente en las denominadas fuerzas de la izquierda, las que, de acuerdo con cualquier manual de ciencia política, deberían estar más interesadas en corregir las desigualdades. Lo están en el terreno de las palabras y de los gestos pero no en la gestión allá donde gobiernan.
Según la comunidad en la que uno reside, paga más o menos impuestos, recibe más o menos ayudas sociales y abona o no el copago farmacéutico. En nombre del derecho a la diferencia se consagra la diferencia de derechos
La izquierda española se diferencia en esto de la francesa, la italiana o la portuguesa. Mientras que en los países vecinos los progresistas saben que el nacionalismo es siempre enemigo de la igualdad; aquí sucede lo contrario. Desde los años de la dictadura, cuando se alió con los nacionalistas periféricos para derribar al general Franco —inútil empeño como se vio—, la izquierda se ha sentido acomplejada a la hora de defender una cierta idea de España. Si no tienes clara cuál es tu idea de país, difícil será que promuevas la igualdad entre sus ciudadanos y territorios. A la hora de la verdad, esa izquierda acomplejada ha aceptado siempre las baratijas ideológicas de los nacionalistas, lo que le ha llevado a sacrificar la igualdad entre los españoles.
Ya no hablo de la igualdad de hecho sino de la igualdad ante la ley. Quienes promueven un referéndum de autodeterminación en Cataluña, apoyan la reforma de federal de la Constitución o se muestran partidarios de la excepcionalidad fiscal del País Vasco y Navarra son enemigos de la igualdad, se vistan como se vistan. En la práctica, todas esas decisiones políticas han conducido y conducirán a agravar la distancia entre los españoles, que ya pueden ser divididos en distintas categorías según la cantidad y la calidad de sus derechos. Lo comprobamos cada día. Según la comunidad en la que uno reside, paga más o menos impuestos, recibe más o menos ayudas sociales y abona o no el copago farmacéutico, por citar solo unos ejemplos. En nombre del derecho a la diferencia se consagra la diferencia de derechos. Así nos vamos pareciendo cada vez más al país medieval que fuimos —donde no había derechos sino privilegios— y alejándonos del moderno que aspirábamos a ser.
Un país medieval, ensimismado en desentrañar la identidad nacional del último pueblo, es incapaz de enfrentarse a los retos del siglo XXI. Hablamos, en suma, del futuro de la gente. Cuando, al cabo de un tiempo, me reencuentro con esos amigos cuarentones que son parados de larga duración, desesperados por no encontrar un trabajo debido a su edad, creo que algo habría que hacer en nombre de esa igualdad tan pregonada. Pensando en ellos pero sobre todo en sus hijos, el Estado debería ser beligerante en crear las condiciones para que la igualdad de oportunidades fuese efectiva. Si el dinero escasea debería destinarse a la educación y la sanidad públicas —nunca a las privadas— y a la construcción de infraestructuras. Luego, cada cual, según su talento, ganas de trabajar y suerte, llegará hasta donde quiera o pueda. Igualdad de partida pero no de llegada.
Soy un ingenuo, bien lo sé, porque me creo eso de la meritocracia. Defiendo el esfuerzo como motor de progreso individual en un país en el que, por desgracia, lo que funciona es el chalaneo y tener a algún pariente cercano para colocarse. Es posible que sea un idealista pero no renuncio a vivir en un país moderno como los de nuestro entorno, donde un vecino de Alaquàs pueda tener las mismas oportunidades de prosperar que uno de San Sebastián. Eso hoy no ocurre, desgraciadamente. Debemos agradecérselo a los defensores de la igualdad.