Se llama Josuf y es de Nigeria. Me lo dice con su boca almohadillada y redonda, sus rasgos son toscos y tallados como los de una divinidad africana. Vende paraguas e impermeables. Es sábado, es Florencia y frente al food truck de la Tripperia Pollini los turistas nos hemos apretado como un rebaño, no le hacemos ni caso. Una lluvia tímida y tenaz nos quiere boicotear el día y todos esperamos malencarados menos Josuf, que celebra el chaparrón con su danza ritual. Su cuerpo obedece a un motor invisible que no se para ni con la lluvia, más bien al contrario: está feliz de arañar unos euros, todo el mundo mira la salsa que llevará su panini pero yo no despego los ojos de su forma magnética de moverse. Italia está llena de Josufs que brotan a la primera lluvia y venden paraguas chinos que se empapan como el cartón. En Roma eran pakistaníes, aquí negros cimbreantes como juncos, comban su espalda y ofrecen sus artículos con voz de trueno. Josuf, a mayor gloria de nuestros oídos, canta de maravilla y parece blindado contra la desdicha.
No es mi primera Florencia pero resuena mejor que ninguna. Resuena distinto porque yo soy distinta. La ciudad más bonita del mundo es como un libro que se relee y abre puertas distintas cada vez que uno se asoma. Superada la fascinación por el David de Miguel Angel, la decadencia velada de los palacios, la armonía de su arquitectura y el ansia por beberme de un trago todas las obras de los Uffizi, la Florencia que me estaba esperando esta vez era la periférica, la que me dice no te lo agotes todo de un trago, ten fe, puedes volver y nada de esto se habrá ido cuando regreses. Cómete un lampredotto en el portal de una iglesia y mira bien lo que te rodea, aprende de una vez a mirar y a masticar.
Educar la mirada quizá sea esto, dar con el instante o la persona que te ayude a detener el tiempo. Dar con Josuf, con la belleza en cualquiera de sus formas. Preguntarse qué es lo hermoso y cómo expresarlo, ¿por qué la belleza, por qué el arte? “La belleza es verdad y la verdad es belleza ⸺escribió Keats⸺ y eso es todo lo que necesitas saber en la Tierra”. Hablaba del arte, posiblemente de este arte, el del Quattrocento, el de las formas ideales, el de la vida que late en el David monumental de Miguel Angel, el artista dios, el que supo liberar al rey judío de un bloque de mármol de cinco toneladas y conferirle tensión, anticipación, inteligencia. Hay algo de cura y de limpieza cuando uno se topa con algo así, cuando un cuadro, una escultura o un patio de columnas transmite sensaciones que no se sabían adentro. Hay un tratamiento de belleza en esta ciudad pero no de los que prometen manicura, masaje o limpieza de cutis. Uno se siente más cerca de la hermosura que está también en las ideas, las que mejoran al mundo y a las personas, uno da gracias por pertenecer a la estirpe de seres en este universo que tienen conciencia, que se piensan y expresan, que producen cosas dignas de atesorar (las más bonitas, sin duda, las que sedujeron aquí a los primeros coleccionistas y están liberadas de la tiranía de la utilidad).
Algo de aquella efervescencia de los Medici y de los talentos que congregaron a su alrededor vive aún entre estas piedras, por las calles adyacentes a Santa Maria del Fiori, entre los muros que dejan ver siempre la cúpula de Brunelleschi, imagen asequible desde cada esquina. Es una estampa recurrente, persecutoria, un padre acogedor y severo, un lugar de pertenencia. Aquellos hombres del primer humanismo se habían girado hacia la naturaleza y hacia dentro de sí, ellos también eran naturaleza y eran dios, podían retarlo sin salir de sí mismos. Me pregunto a dónde nos ha llevado ese narcisismo cuyo primer brote se dio aquí hace seiscientos años. Sacudo la idea. Josuf no ha dejado de cantar y bailar y la rebelión consiste, escribía Pizarnik, en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.
Albert paga los diez euros de nuestros lampredotto y busca el abrigo de unos escalones a la puerta de una iglesia. Le sigo en silencio. Se ha tirado el vino encima de los pantalones pero el mal humor no prende, la lluvia tampoco, y Josuf sigue anunciando su mercancía con un estribillo hipnótico. Se me borran todas las estampas de la belleza platónica y espío al nigeriano mientras disfruto mi bocadillo de tripa (la tripa encuentra a la tripa, reza el reclamo). Descubro que una actitud también guarda belleza, que la irradia, buscar la dignidad o apuntalar la esperanza es algo que pocas personas enseñan y merece que nos quedemos mirando. Un balcón humilde salpicado de geranios o una pareja de ancianos que caminan de la mano puede ser tan “pintoresco” como una Madonna de Botticelli. El canto del nigeriano es circular, un arrullo poderoso que detiene el instante, ralentiza a los peatones, los hace bucle, no entiendo la letra pero intuyo que en sus palabras hay una vuelta a la fe, una fe pagana que me hacía mucha falta.
Reparo en lo que nos ha costado llegar a esta plaza y redondeo el momento. Lo he soñado desde antes de la pandemia. Para que algo sea bello hay que desearlo mucho, también, y yo lo he hecho con tenacidad. Cada mañana y cada tarde que dejaba el río y embocaba nuestro museo Pio V se me antojaba una estampa florentina: hay seis cipreses apuntando al cielo frente a la fachada renacentista y yo desoía el rugido del tráfico para transportarme aquí, para saberme ya en la Toscana dentro de mi propio barrio. Repaso cada gesto que lo ha hecho real, que nos ha desincrustado de las obligaciones, el primer requiebro en la agenda, las primeras búsquedas en la red, un pase para el Duomo, un directo hasta Pisa, el tren, el hotel, la habitación sin vistas, y me remonto a la madrugada en la que nos deslizamos por fin en un taxi camino del aeropuerto como dos polizones; pienso en la pequeña revolución del esclavo y me vienen a la cabeza los del último Miguel Angel, el cargado de dolor y decepciones, el que había sido dios y había vuelto a la tierra y comprobaba que la lucha no terminaba nunca. Para los últimos esclavos de su serie, los que se exhiben aquí, el maestro ya no está pendiente de pulir la piedra ni de enseñar sus correas; quizá fuera él mismo retratado como el primer hombre consciente de su implacable autoexplotación. El legado que hemos visto en la Galleria dell´Accademia los enseña atrapados en la piedra, cuerpos potentes que han ganado pequeñas o grandes victorias en la vida, pero se ven igualmente superados por ella. El non finito, su lucha inacabada, estéril y a la vez llena de sentido, la falta de pulimento es secundaria detrás de la lucha y el vigor de esos miembros en torsión; la vida misma, la tiranía que ejercen sobre nosotros las cosas que creímos haber elegido, la coraza de piedra, el mármol que nos retiene.
Termino mi lampredotto y ya busco mi monedero para acercarme a Josuf. No necesito un paraguas, necesito premiarle. Incluirle aquí, en esta plaza, en este paisaje donde merecemos estar todos. Quiero ser un poco él, cantar la vida y el privilegio de haber llegado aquí, de ser un esclavo y rebelarse con lo que uno tiene a mano, sin perder vigor, sin dejar de ser hermoso por ser humano. Quiero haber pasado más calamidades que un héroe bíblico y tener su actitud, llenar una plaza de Florencia con mi canto a pesar de estar en la cuneta, de ser un paria, de cantar la letanía de los invisibles. Your name? Yosuf. Your country? Nigeria. Nice country Nigeria. Vuelve a su esquina y retoma su estribillo machacón pero ahora suena de forma más luminosa, o me lo parece. Seré yo, será el influjo de esta ciudad a la que acudimos para hablarle a la belleza y al pasado, para recrear el instante en que el hombre se miró a sí mismo y decidió que valía la pena.