Dentro de unos días se celebran las elecciones probablemente más importantes del mundo: las presidenciales de Estados Unidos, junto con la renovación de todo el Congreso y un tercio del Senado. Aunque muchos de los diseñadores del sistema político estadounidense eran firmes creyentes en el excepcionalismo americano, seguramente pocos hubiesen pensado, durante los debates constitucionales de 1787 en Filadelfia, que casi dos siglos y medio más tarde sus apaños, chapuzas y pactos de andar por casa iban a tener en vilo a todo el planeta.
La Constitución de Estados Unidos, que en 1787 resultaba tan avanzada que parecía de ciencia ficción, ha ido quedándose poco a poco obsoleta. Como buenos abogados que eran, los notables iniciales hicieron un buen trabajo escondiendo el mayor contencioso, a saber: si la naciente unión era una confederación de estados, o un estado federal. Ese apaño aguantó 73 años, hasta que la Guerra de Secesión lo aclaró. Pero otros fósiles legales sí persisten, especialmente la composición del Senado y del Colegio Electoral, donde se están abriendo las fallas tectónicas.
Para el Senado, independientemente de su tamaño, cada estado elige a dos senadores, con lo que los 23 estados menos poblados suman 46 senadores, mientras que California, con la misma población -40 millones-, solo tiene dos. La actual mayoría republicana en el Senado solo representa al 44% de los votantes. Y el Colegio Electoral -vestigio de un tiempo en que las noticias viajaban en diligencia- ha centrado la política en la lucha encarnizada por los swing states, donde apenas vive un 20% de la población.
Esto es ley de vida y pasa en todas partes: los sistemas políticos se diseñan en unas circunstancias específicas y con un determinado equilibrio de fuerzas, y con el paso de los años las circunstancias y fuerzas cambian. Esto hace necesario actualizar también los sistemas políticos, bien mediante una reforma integral, bien mediante algún truco legal. Si la Constitución de los Estados Unidos, uno de los fetiches de los amantes del “rule of law”, sigue en vigor, es, primero, porque se limita a establecer unas “reglas del juego” muy básicas, y segundo, porque ha sufrido tantas enmiendas que ha crecido dos tercios sobre su extensión inicial. La de 2020 tiene poco que ver con la de 1787.
En estas elecciones, los dos candidatos con posibles tienen 74 y 77 años, y uno de los puntos calientes de la campaña iba a ser el nombramiento de un nuevo juez del Supremo tras la muerte de la juez Ruth Ginsburg. Punto que los republicanos han barrido mediante un nombramiento exprés, alterando el equilibrio político en el Supremo apenas siete días antes de las elecciones. Que dicho equilibrio haya dependido de la salud de una jueza de 87 años nominada en 1993 es cuanto menos preocupante. Y Ginsberg al menos fue nominada con 60 años, ahora la política republicana es nominarlos cuanto más jóvenes mejor (Amy Coney Barrett tiene 48 años) para que ocupen el cargo –vitalicio- el mayor tiempo posible. Hace tiempo, además, que las conexiones familiares pesan demasiado: la victoria de Donald Trump hace cuatro años fue la primera que logró el partido republicano desde 1928 sin un Nixon o un Bush en el ticket (un Bush, Jeb, fue brevemente el favorito de las primarias de 2016), y la victoria de Hillary Clinton hubiese significado un Bush o un Clinton de presidente, vicepresidente o secretario de estado desde 1980 hasta hoy. No solo el sistema parece fosilizado, también la clase política que lo acompaña.
Por supuesto, esto también ocurre aquí en España, donde en unas semanas nuestra Constitución cumplirá 42 años. La Constitución de 1978 es un producto neto de un tiempo y circunstancias pasados. Las costuras empiezan a notarse, y casi todos los partidos llevan en sus programas propuestas de reforma constitucional. Pero ninguna se materializa. Ni se materializará, por dos características especiales de nuestra Constitución. La primera, política, es que en aras de darle la mayor legitimidad posible (comprensible, dado que legalmente era una reforma del régimen franquista), se intentó lograr el apoyo de cuantos más grupos mejor. En la votación definitiva en el Congreso solo hubo seis votos en contra, cinco de los cuales eran diputados de Alianza Popular que se saltaron la disciplina de partido. Ninguna de las reformas propuestas, sea la República, sea la abolición de las autonomías, lograría una mayoría similar, cualquier reforma crearía “ganadores” y “perdedores” irreconciliables. El propio surgimiento de Podemos se podría trazar a la reforma exprés del artículo 135, que creó una enorme bolsa de electores de izquierdas desafectos al PSOE, a los que ni siquiera las llamadas al voto útil frente a Vox han logrado devolver al redil. Para los partidos establecidos, tocar la Constitución es jugar con fuego.
La segunda peculiaridad de la Constitución es de tipo legal, y nace de la relación de fuerzas existente en 1978, a saber: una dictadura –si bien dirigida por reformistas- con un control apabullante del estado y la sociedad, y unos partidos de oposición recién salidos de la marginalidad. Y aunque dichos reformistas no pudieron imponer su voluntad en la redacción de la Constitución (ya que así no se habría logrado ese consenso casi unánime), sí se reservaron un poder de veto para su reforma.
Una reforma de la Constitución exige al menos tres quintos del Senado, y eso solo para el procedimiento ordinario, que el agravado es peor aún. Y la forma de elegir nuestro Senado es similar a la de Estados Unidos: muy desigual. Castilla y León (2,5 millones de habitantes) elige 36 senadores de un total de 208, mientras que Cataluña (7,5 millones de habitantes) solo elige 16 (sin contar los de designación autonómica). Evidentemente, alguien pensaba que las esencias de la patria estaban mejor defendidas por Avila, Burgos o Segovia que por Barcelona, Madrid o Valencia. Los demás signatarios tragaron con imposiciones como estas por necesidad, y porque en el día a día tampoco afecta demasiado: el PP tuvo mayoría en el senado durante los ocho años de Zapatero y el primer año de Pedro Sánchez, sin que le sirviera de mucho. Pero sí afecta cuando toca reformar la Constitución: un 15-20% de los votantes, estratégicamente distribuidos en provincias poco pobladas (y con tendencia a votar en clave conservadora), pueden elegir una minoría de bloqueo para el Senado. Se suele decir que “el Senado no sirve para nada”, pero eso no es cierto: sirve como cerrojo a cualquier reforma constitucional que no les guste a ciertos sectores sociales. Y dado que en 42 años solo hemos tenido dos reformas (ambas, además, por imposición desde la Unión Europea), hay que decir que ha servido muy bien a sus propósitos. Por comparar: los estadounidenses han añadido 27 enmiendas en 233 años, y los alemanes, probablemente los campeones, han realizado 64 modificaciones del Grundgesetz en 71 años.
La realidad “socialmente aceptada” es que al presidente de Estados Unidos lo eligen los ciudadanos, pero la legalidad es que lo eligen los estados, Colegio Electoral mediante. Mientras ambos votan igual, no pasa nada. Pero dos de las últimas cinco elecciones presidenciales fueron ganadas por el candidato que perdió el voto popular. Y no por accidente, cabe decir, sino como resultado de campañas diseñadas ex profeso para lograr mayorías en el Colegio a despecho del voto popular. ¿Y si eso ocurriera una tercera vez? O más cerca de aquí: ¿qué pasaría si en España una coalición explícitamente republicana o anti-autonomista lograra mayoría absoluta en el Congreso, pero estuviera en minoría en el Senado?
Los desajustes entre la realidad social y la legalidad producen tensiones. Media política es hacerlas llevaderas y cruzar los dedos: cuando Rutherford B. Hayes ganó la presidencia en 1877 perdiendo el voto popular, se comprometió a aplicar parcialmente el programa rival y a no presentarse a la reelección. Gestos de humildad que han estado totalmente ausentes en la presidencia de Trump, que desde el primer día ha actuado como si hubiese ganado 80-20. Las tensiones políticas son como las tectónicas: siempre están ahí, aunque no se las vea. Hasta que estallan en violentos terremotos.