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tribuna libre / OPINIÓN

España, ¿invertebrada o quebrada?

Foto: JESÚS HELLÍN/EP

"La vida social española ofrece en nuestros días un extremado ejemplo de este atroz particularismo. Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos" (Ortega y Gasset, España invertebrada, 1921)

6/09/2023 - 

La Literatura siempre nos abre una puerta al conocimiento. En este caso, Alicia en el país de las maravillas nos plantea una cuestión de fondo: ¿qué camino tomar?

–Por favor, ¿podría indicarme el camino para salir de aquí? – preguntó Alicia.

–Eso depende en gran medida de adónde quieras ir– dijo el Gato.

–No me importa demasiado adónde ir– respondió Alicia.

–Entonces –replicó el Gato– nada importa el camino que tomes.

Como se puede advertir, Alicia se atreve a plantear una premisa que tal vez pudo resultar inverosímil para su época. Por desgracia, la predisposición de nuestra época para aceptarla es mucho mayor. Una generación cansada de su clase dirigente la ha asumido sin reservas. Es lógico que así sucede. El desánimo deviene cuando la ciudadanía advierte que, para una parte no pequeña de la clase política y sindical, los programas y las promesas –el camino a seguir– carecen de trascendencia. Importa solo un hecho: alcanzar el poder, instalarse en él y convivir con él. Es el amo al que ellos sirven. Nada que la Historia no nos haya enseñado.

No desconocemos que el hombre se cubre de tiempo y memoria. El tiempo vivido es un espejo en el que se refleja lo acontecido. Este nos permite descubrir los harapos con los que se revisten las falsedades. Por su parte, la memoria, que no es inamovible, ayuda a descubrir lo que fuimos y lo que no somos, lo que nos dijeron y lo que no hicieron, las lealtades que juraron y que luego traicionaron. Ambos enseñan que nada es infalible. Tampoco lo es la idea de España. Por paradójico que parezca, sigue constituyendo un grave problema que hay que resolver. Un lúgubre problema, dirán los separatistas. Esperanzador, apuntaran los hijos de este viejo y admirable país, en el que resuena, erróneamente, el eco del poeta: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Siempre hay un camino. Sin él no existe desplazamiento, pensamiento o idea que compartir. Todo viajero desea no desviarse de la senda que ha de recorrer. Si se extravía, corre el peligro de perderse por terrenos sinuosos y agrestes, por veredas que pueden hacer que el viaje sea tan baldío e infructuoso como sumamente arriesgado. Cualquier desvío puede ser aprovechado por ávidas alimañas, siempre al acecho del desguarnecido viandante. Una realidad que nos hace ver que de seres errantes, despojados de conocimiento y de principios, está forjada una clase dirigente que no es que viva en la minoría de edad kantiana, que también, sino en esa infinita soberbia que la hace culpable por falsaria y desleal.

No descarto que el lector pueda llegar a pensar que se acaban de escribir gruesas afirmaciones. Pudiera ser que los acentos sean severos. Pero más lacerantes son los hechos, y no digamos los que se avecinan. En efecto, los hechos y las declaraciones constituyen la mejor prueba de cargo de la que disponemos. Estos, no por previsibles, se suceden a velocidad de vértigo. Decimos bien: de vértigo. Un vertiginoso proceso de claudicación que merece una serena reflexión histórico-jurídica.

Por lo que respecta al ámbito jurídico, cabe recordar que Carl Schmitt, el gran teórico del NSDAP, no solo creía en la supeditación absoluta del individuo al Estado, sino en la idea de que el "Soberano es el que decide sobre el estado de emergencia" –¿Nos suena? –. Al igual que Hobbes, concibe que el Estado tiene la auctoritas suficiente para hacer lo que conviene a sus intereses o a los de la comunidad que representa. En el escenario español, la emergencia se llama formación de gobierno. Tres opciones: que gobierne el partido que ha obtenido una clara victoria electoral. Que se propicie un pacto a la alemana. Y la más probable: que Sánchez gobierne con los enemigos de España. Con partidos secesionistas, golpistas, con los "progresistas" de Bildu ("Otegui: un hombre de paz"), con el partido de Sabino Policarpo Arana, con el BNG y con los defensores de Chaves y Castro, véase Sumar/Podemos. Lo llaman "gobierno progresista". En ese futuro gobierno, quien reparte las cartas es un fugado de la Justicia, un político que proclamó la independencia de una parte de España, un "exiliado" que niega el uso del español en las aulas y recreos. A él acuden, con nocturnidad y alevosía, a mendigar su voto. ¿Cabe mayor ignominia?

Fruto de esta disyuntiva electoral, la confrontación de bloques se hace irreversible (¡qué lejana nos queda la Transición). Con ella se propicia la llamada dialéctica amigo-enemigo, término acuñado por Carl Schmitt. Sin saberlo, Sánchez la ha llevado al extremo. Pactará todo, incluida la amnistía, lo que constituiría un claro fraude de ley. Defenderá a los independentistas y excluirá a los constitucionalistas (su única pesadilla). Ante la gravedad de la situación, nos preguntamos: ¿será capaz de cambiar de parecer? Nunca. Porque quien muda de palabra como de principios no puede comprender que la ignominia nunca es justificable, máxime cuando la convivencia y la Nación están en juego. Está en peligro la solidaridad entre las comunidades, la igualdad entre los ciudadanos, el acatamiento de las normas, el respeto a las sentencias, a la Constitución y a la voluntad mayoritaria de los españoles, incluida la de los dirigentes históricos de su partido, o lo que queda de él. Pero Sánchez preferirá siempre el poder al interés general, lo que le lleva, de nuevo, a emparentarse con Schmitt, quien acusaba a Kelsen de refugiarse en el formalismo de la ley. Nos referimos a la famosa polémica sobre el guardián de la Constitución de Weimar. Hoy el guardián no va a ser el Gobierno, tampoco un oscurecido Parlamento, y mucho menos el "imparcial" Tribunal Constitucional, quien retorcerá la Constitución hasta desnaturalizarla. ¿Quién entonces? Queda un último baluarte: la sociedad civil. En ella deposito mi esperanza.

Si entramos en el ámbito histórico, créanme que no es fácil discernir entre los límites de la realidad y la ficción. Así de difícil nos lo han puesto los nacionalistas independentistas. Estos viven en una ensoñación romántica, tan absurda como caduca. Cuando advertimos el cúmulo desproporcionado de mentiras históricas, solo cabe decir: ¡BASTA! Basta de recreaciones históricas ficticias. Basta de humillaciones innecesarias. Basta de arrogarse el papel de faro de Occidente. Basta de pretensiones grandilocuentes, propias de una megalomanía wagneriana. Basta de fustigar la mentira y la manipulación a través de sus bien subvencionadas redes mediáticas. Ese BASTA implica reprocharles sus falsedades: ¿Cuándo existieron los països catalans? ¿Cuándo la corona catalanoaragonesa? ¿Cuándo Euskal Herría? ¿Cuándo una Galicia independiente? Pienso, sin arrogancia alguna, que media vida dedicada a investigar el Derecho foral medieval me permite tener algún juicio sobre la materia. Solo un apunte: cuando el Reino de Valencia tenía un Ordenamiento jurídico completo y una Literatura propia, lo que hoy conocemos como Cataluña era un conjunto de condados, la mayoría con fueros propios. El Derecho también marca el límite y la fuerza de un país. Que ahora nos vengan los Urkullu de turno a hablarnos de una reinterpretación creativa de la constitución para que todas las nacionalidades históricas tengan cabida resulta, cuando menos, sonrojante. Le pregunto: ¿Tiene León menos fuste jurídico e histórico que Vizcaya? No me conteste. Sé bien que la forma de manipular la Historia es tan vieja como nuestra civilización, y en el dudoso arte de la deconstrucción de la Historia no hay quien les gane. Por cierto, vaya por delante que la historia de las vascongadas, incluida Navarra, está más unida a Castilla que Jordi Pujol al "3 per cent". Por esta razón, dejemos la Historia a los historiadores. Permitamos que los debates que tenían Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz continúen. Pero no hagamos de la Historia nuestra trinchera.

No cabe duda alguna: en el ámbito de la política, la verdad se ha convertido en una parte no menguante de la mentira. En ella, el mago del espectáculo, el sofista por autonomía, se ha adueñado del espectáculo circense de la vida patria. Los infinitos papeles que interpreta han elevado la simulación y la metamorfosis hasta cotas insospechadas. Lo sorpréndete es que le ha salido bien. Muy bien. ¿Pero a costa de qué y de quiénes?

"He tenido un sueño". En él, una voz me ha recordado las palabras pronunciadas por un presidente que se jactaba de su omnímodo poder: "Todo lo que nos ha pasado no es el final. Es el comienzo porque la grandeza está en superar las adversidades". Las pronunció Nixon poco antes de dejar la presidencia de los EEUU, y no por motivos de salud. Distintos países. Distintos presidentes. Pero quién sabe si el desenlace de ambos presidentes será el mismo. Sic transit gloria mundi. Así de efímera es la gloria del mundo, máxime cuando esta no es merecida.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia

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