VALÈNCIA. Vivo en un entorno natural, y para mí hay dos momentos que son como los ejes del año. Uno es este, cuando se aplica el horario de invierno. Los días serán cada vez más cortos a partir de hoy. Se hará de noche cada vez más pronto y todo lo que me rodea desaparecerá antes de mi vista. El otro llegará cuando ese horario se revierta y los días sean cada vez más largos. En ese intervalo, en el que pueden ocurrir tantas cosas, me acordaré especialmente del famoso estribillo de George Harrison, here comes the sun. Y también de la canción de The Doors, ‘Waiting For The Sun’, que aunque originalmente tenía un sentido utópico, a mí me viene muy bien para estos meses.
En el sitio donde vivo apenas hay luz artificial. Esto es un parque natural y quienes vivimos aquí hemos de ceñirnos a las leyes del parque. No lo digo con malhumor ni resignación, al contrario, lo cuento plenamente convencido de que es así como debe ser. Los habitantes de las urbanizaciones de la playa de El Saler somos una especie invasora, invitados que se quedaron a una fiesta a la que nadie nos llamó. Lo tengo asumido, por eso pienso que he de darle algo a cambio a este lugar, porque lo que me ofrece es impagable. Una forma de hacerlo es respetar y amar el entorno y otra, más personal, es escribiendo sobre él. Me gusta la sensación de ser un extraño en un lugar al que originalmente no pertenezco. Amar a ese sitio le da sentido a mi vida. Una de mis grandes satisfacciones es vivir integrado en él, camuflarme con el paisaje y ser invisible para el resto de seres humanos que pululan por aquí o por cualquier otro lugar. Desvanecerme completamente.
Vivir en El Saler durante los meses de invierno es como vivir en un disco de This Mortal Coil o pasear por una de las obras ambientales de Eno. Es la cara B del Low de Bowie y también es el Arromanticism de Moses Sumney entero. Es el Desertshore de Nico y el Grace de Jeff Buckley, sonando cada uno de ellos la hora del día, cuáles sean los colores del cielo, o de cómo se agite el oleaje. Con la llegada del cambio de horario, todas estas estampas también se transforman. Quedan hibernadas a la espera de que llegue la primavera y las agujas del reloj vuelvan a girar forzadas por una mano. No me gusta pasear por las mañanas,. Detesto el sol del mediodía y solamente lo tolero si al final de la caminata está la posibilidad de meterse en el mar. Así que durante estos meses, para pensar en mis cosas, sólo me queda la opción de caminar por la tarde, que es casi como caminar de noche, porque a la seis empieza a extenderse el crepúsculo. No tengo nada en contra de la oscuridad, pero me inspira mucho más el día, el observar, mirar, contemplar, e ir transformando lo que veo en el interior de mi cabeza.
A partir de hoy, el paisaje desaparecerá de mi vista mucho más pronto de lo que yo quisiera. Me quedaré a oscuras, a merced de la luz artificial de mi casa, escuchando música, que es el otro gran estimulo para mi imaginación. La única manera que tengo para sobrellevar estos meses es contemplarlos como el camino de regreso a hacia la luz. Dicho así queda como de patraña, suena a experiencia new age. El concepto de luz como sinónimo de bondad me espanta y además me parece inmensamente hortera. Cuando hablo de luz hablo únicamente y exclusivamente de la luz del día. De las horas de sol en su plenitud, con amaneceres tempranos y tardes largas. Para mí, la luz es eso. Y es en eso en lo que estoy pensando desde hoy mismo.
Es cierto que la negrura de las tardes invernales también tiene sus aspectos positivos. Desde mi perspectiva germánica y estajanovista, y teniendo siempre en cuenta que hablo desde un lugar húmedo y frío en invierno, estos meses son ideales para leer con mayor intensidad. Los aprovecho como el tiempo óptimo para recargar las baterías con calma. Leer y tomar notas. Pensar y tomar notas. Lo opuesto a lo que ocurre en la primavera y el verano, en los que el entorno, aunque proporciona una poderosa inspiración, distrae mucho más. Hace unos meses, hablando con Víctor Gomollón, editor de mis libros de ficción, le decía eso. Que pronto llegarían los meses de tardes huérfanas de sol y los fogonazos de inspiración que suelen sobrevenirme cuando paseo por la playa o entre los pinos, cesarían. Pero como me dijo Elliott Murphy en una entrevista, lo esencial cuando escribo no es estar feliz o deprimido, sino estar preparado para recibir esas ráfagas de inspiración.
Este camino de regreso hacia la luz que comienza en el mismo instante en el que me veo privado de ella, me parece una buena metáfora para otras cosas. En estos tiempos de agobio y de incesante incertidumbre, en gran parte propiciada por los políticos, tiendo cada vez más al escepticismo que provoca la saturación. No me culpéis a mí, es que tantas campaña electorales seguidas acaban por perjudicar la salud del alma. Y a veces la realidad es tan espantosa que dan ganas de olvidarla para siempre. No se puede, y tampoco se debe. Por encima de todo, tengo asumido que hay una vida, la mía, que tengo el derecho y la obligación de vivir. Buscar el disfrute y la esperanza en aquellas cosas que para mí valen la pena. No permitir que la presión exterior lo arruine todo porque yo, como cualquier de vosotros, sigo aquí y aquí es donde quiero estar, haya oscuridad o luz. Nadie va a privarme de ese derecho. Porque este incluye la capacidad para soñar con que, a pesar de toda esta catástrofe que somos y que generamos, la vida es muy valiosa. No es que no me importe si el mundo se queda a oscuras o no. Lo que me importa es no dejar nunca de disfrutar la luz que me ofrecen los días de invierno, aunque sea breve, así como su oscuridad. Y por supuesto, no dejar en ningún momento de caminar hacia la luz. Porque, como dijo Jim Morrison en ‘Waiting For The Sun’, esta es la vida más extraña que he conocido.