VALÈNCIA. Cierran las fronteras, así que estaremos un poco más aislados. El día ha amanecido del color de nuestro estado de ánimo: negro como la boca de un lobo.
La finca sigue en silencio. A veces pienso que los vecinos están muertos, que yo estoy también muerto, que es una pesadilla de la que despertaremos antes o después. Pero oigo abrir la puerta del vecino de la puerta de enfrente. Debe de volver de la compra o del trabajo, si aún no lo han despedido. Las grandes empresas empiezan a soltar lastre. Eso dicen en la tele.
Ha vuelto el invierno. Parece que no habrá primavera ni verano. Las penas se sobrellevan mejor si sale el sol. Eso creo. Ha llovido algo, gotas de tristeza ajustada a las circunstancias insólitas que vivimos.
Esta mañana he vuelto a echarme a la calle. Begoña me dice que soy un inconsciente, pero necesito que me dé el aire y comprar el periódico y algo de comida, aunque en estos momentos tengo alimentos para una semana.
Cada vez se ve más gente con mascarillas y guantes. A este paso nos haremos enfermeros. Evito las aceras estrechas. Veo algunos perros paseando a sus dueños. Por fin llego al supermercado. Para acceder hay que guardar una cola de cincuenta metros. Esa hilera de carritos vacíos me enternece. Desisto de entrar. Compro el periódico. Parece que el quiosco vende más diarios con esta crisis. Me alegro porque soy periodista.
Desde hace cinco minutos, las campanas de la iglesia repican en la plaza del pueblo. Es la hora del Ángelus. ¿Por quién doblan esas campanas? ¿Por nosotros, que metimos a Dios en el cajón de nuestros antepasados?
En el segundo supermercado que visito la situación es todavía peor, con una cola que da la vuelta al aparcamiento. Entonces recuerdo que he pasado por delante de una tienda de ultramarinos y no había nadie. Hacía siglos que no compraba en un lugar así, y lo hago. Nos debemos a acostumbrar a hacer cosas que teníamos olvidadas. Compro más leche y agua. El trato de la dependienta me tranquiliza: es cercano y solícito. La afabilidad del pequeño comercio.
Las colas de gente en las puertas de los supermercados, las estanterías vacías, la tensión entre clientes, todo me recuerda a las cartillas de racionamiento. Sé que de momento son situaciones diferentes, pero aprecio semejanzas. Las colas, el miedo, la militarización de la vida cotidiana, la supresión de libertades individuales y el confinamiento de toda la población, igual que el que padecieron mis abuelos cuando la aviación fascista italiana los bombardeaba en 1938.
Tal vez estemos asistiendo a la guerra que nos correspondía por ley histórica. Cada generación ha vivido la suya. En realidad, desde hace ochenta años vivimos una anomalía porque hemos tenido la suerte de no enfrentarnos a un conflicto de dimensiones dramáticas y desgarradoras.
Nuestros abuelos tuvieron su guerra; nuestros padres un sucedáneo, la posguerra, y nosotros, si otro doctor Fleming no lo remedia, seremos los protagonistas de la última, la guerra del coronavirus. ¿La III Guerra Mundial? Quién lo sabe en estos momentos. Lo importante es salir vivos para poder contarlo.