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el callejero

Este peluquero es un artista

Foto: KIKE TABERNER
7/02/2021 - 

VALÈNCIA. Cuando le preguntan a Carmelo por su edad, se queda callado. Apenas un par de segundos, pero suficientes para ver que la indiscreción le incomoda. Después se pone de perfil y concede que tiene "cincuenta y pocos". Es pura coquetería. Como cuando empieza a posar para el fotógrafo y sale corriendo a por sus gafas. Gafas negras, claro. Porque Carmelo es un hombre enlutado. Todo lo que lleva es negro: jersey, pantalón, botas -¿o son zapatillas?- y hasta una bufanda enroscada.

Carmelo Abad es peluquero, pero no un barbero de navaja y tijera a la vieja usanza; Carmelo Abad es un creativo. Ya sea con el pelo de las señoras o con el fastuoso escaparate que renueva cada seis meses y que convierte esa esquina al lado de las Torres de Quart en un reclamo para los viandantes.

Estos días son los últimos de una escena dedicada a Pinocho. Los muñecos, que no ninots, ocupan los cerca de diez metros de escaparate y cada vez que te giras hay alguien haciéndoles fotos. Dentro, Carmelo cruza las piernas rodeado de espejos y postes que recrean los troncos de un árbol dentro de su peluquería de paredes blancas.

El oficio le cautivó desde niño. Porque Carmelo es de familia de peluqueros. Él, con 13 años, se pasaba los fines de semana lavándole la cabeza a los clientes. "Porque mi madre era peluquera, mi tía era peluquera, mi prima era peluquera, mi cuñada era peluquera... Todas allí, en Petrer". Porque él creció en este pueblo de Alicante donde tenía la percepción de que iba en sentido contrario.

Él es el tercero de cinco hermanos. Su madre acabó dejando la tijera para ocuparse de la prole y Carmelo, que adoraba estar entre secadores y botellas de champú, se pasaba el día al lado de su tía María. "Casi que me adoptó", bromea. Porque siempre tuvo claro que prefería el oficio de las chicas que el de su padre, que tenía una pequeña empresa de albañilería. Aunque su madre, Trinidad Calatayud, no renunció del todo. En casa tenía un tocador y recibía allí a las amigas para peinarlas.

Carmelo encontró en la peluquería un reducto donde vivir a su manera. "A mí me salvó. Tenías que trabajar y, entre ser peluquero o albañil, no había color. Yo siempre he sido muy creativo y llevando sacos de yeso no iba a crear mucho...".

Aquella tía del pueblo le transmitió la pasión por el oficio. Era una mujer también muy creativa e inquieta. "Era la mejor de aquella zona", presume su sobrino, quien, con solo 17 años, por presión de su padre, que exigía a sus hijos que se pusieran a trabajar, acabó abriendo su salón en Petrer.

Una carta a Llongueras 

A los 22 años, harto de estar en el pueblo, con el cuerpo pidiéndole volar, cogió y le escribió una carta a Lluís Llongueras. "Por favor, sácame de aquí", le puso. "Y me sacó". Su tía iba todos los años a Barcelona para asistir a las jornadas Llongueras, donde se reunían los mejores peluqueros de España y de fuera. "En una de sus charlas dijo, y no una sino varias veces, que mucha gente que tenía entusiasmo por la peluquería y no encontraba trabajo, le escribían y él les hacía un hueco. Yo me lo creí, lo hice y funcionó".

Así acabó en Barcelona trabajando algo menos de un año a su lado. Era 1992 y ese año Barcelona era la ciudad más efervescente del mundo. Carmelo desplegó sus alas, disfrutó de aquellos días frenéticos y se volvió.

Esta vez se quedó en València, en el salón que su amado Llongueras tenía en Micer Mascó, donde estuvo trabajando los siguientes once años de su vida. Luego cogió y dio el paso que llevaba esperando desde niño, abrir su propio salón en el centro de València. Primero, en 2006, inauguró en la calle Murillo y hace tres años y medio se mudó a su actual ubicación en Guillem de Castro. Tenía claro el barrio, el Carmen, donde siempre se encontró cómodo y donde siempre sintió que era su sitio.

También abrió una academia y estuvo enseñando a los jóvenes que querían aprender el oficio. A los cuatro años llegó a un desencuentro con sus socios y se independizó para abrir su salón. En ese momento se convirtió también en embajador de Matrix, una línea de productos de peluquería de L'Oreal que le ha permitido viajar por el mundo. Y hasta fue el peluquero de Madonna cuando la reina del pop vino a cantar a Cheste.

Carmelo explica que tiene un ansia por crear que no siempre consigue colmar con mechas y flequillos. Y eso fue lo que le empujó a sacar los productos que exponía en sus tres escaparates para llenarlos con unas escenas que ingeniaba y elaboraba él mismo. Y así, en vez de invertir en una campaña de marketing, lo que hizo fue dedicarle tiempo, cuando cerraba el salón, a desarrollar algo especial que llamara la atención de la gente. Esta segunda opción le quitaba tiempo pero le entretenía. Y así, en sus ratos libres, fue haciendo los muñecos que atraen a tanto paseante.

Su primera creación fue una Navidad "un poco particular". Cogió un maniquí y montó una escena onírica con bolas blancas que cruzaban por todo el escaparate. "Vi el resultado, que a la gente le llamaba mucho la atención, y continué. En aquella época hacía tres al año, pero me calmé porque era mucho trabajo. Aquí no hay nada comprado: lo hago todo yo".

Caperucita, Alicia, Pinocho...

Carmelo está muy orgulloso de su obra. Se nota que es algo que le llena y se siente halagado cada vez que alguien pasa por delante, se detiene, saca el móvil y comienza a hacer fotos de su escena. Ahora está rematando su siguiente obra, que colocará en marzo. Nadie le ha enseñado. Siempre le ha gustado dibujar y ha tenido habilidad e ingenio para crear. "Yo soy peluquero creativo. Hay otros que les va muy bien, pero yo soy de los creativos. Gracias a Dios tenemos YouTube. Y cuando dudo, 'youtubeo'. Y así va saliendo todo. También pregunto a los carpinteros, a un hermano que es mecánico, no paro de pensar... A las siete de la tarde, cuando cierro, y los fines de semana me dedico al escaparatismo".

Una chica está haciéndole fotos con el móvil a Gepetto. Carmelo lo ve y sonríe. Aunque está más pendiente de salir bien en las fotos. Que no se vea un michelín o que salga mal sentado.

Últimamente le ha dado por los cuentos. Y sus escenas, ya sea esta de Pinocho, o las que hizo de Caperucita Roja o sobre Alicia en el País de las Maravillas, se inspiran en la versión de Disney, que es lo que le marcó en su infancia. Pero ya se ha cansado. El que pondrá en marzo será el último. No quiere romper el misterio y se niega a desvelar cuál será la temática del próximo.

Carmelo y sus cuatro empleadas ya se han acostumbrado a que la gente abra la puerta espontáneamente y pregunte por el escaparate. "Mucha gente entra solo por el escaparate. El efecto que se buscaba era ese. Porque mi idea es que los clientes piensen que si se hacen cosas bonitas en el escaparate, dentro también se harán cosas bonitas".

Son seis meses de trabajo. Hay mucho detalle en los muñecos y Carmelo se esmera en no defraudar a un público que ya espera sus creaciones cada medio año.

Eso sí, el peluquero quiere dejar clara la diferencia entre un artista fallero y él. Siente un respeto enorme por estos, pero cree que él hace otra cosa. Y pone un ejemplo para que se entienda: "Si yo hiciera esto en Asturias, nadie me preguntaría si esto es una falla o si los muñecos son ninots. No me parece mal, pero no tiene nada que ver. Yo estoy contando el cuento como el clásico de Disney. La historia es que aquí el mundo fallero tiene mucho peso, y es normal, pero no es lo mismo. No hago ninots".

Carmelo Abad ya tiene "cincuenta y pocos" y se ha hecho un nombre. Ahora es él quien está bien posicionado y asegura que no dudaría si algún joven le escribiera un día y le pidiera que le sacara de su pueblo. "Claro que le daría una oportunidad. ¡Faltaría más!".

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