Ahora que se hunde sin remedio en las encuestas, el PSOE de Pedro Sánchez tiene motivos para celebrar una victoria en términos históricos
VALENCIA. Se ha dicho mucho que en las últimas horas del general Franco, el equipo médico y los responsables del Régimen decidieron prolongar su vida artificialmente -en otras versiones, simplemente retrasar el anuncio- para que la muerte del Glorioso Caudillo y Centinela de Occidente coincidiese con la muerte, otro 20-N de 39 años atrás, con la de José Antonio Primo de Rivera, apodado por el Régimen “El Ausente”; aquel fascista de primera hora con veleidades intelectuales cuya imagen mítica amenazaba el liderazgo de los golpistas en el campo de la derecha y al que las malas lenguas dicen que Franco no quiso rescatar de su muerte en la cárcel de Alacant. Su muerte -junto a las providenciales de Sanjurjo y Mola- daría vía libre a la reescritura de la Historia acorde a las necesidades de cada momento, fuese fascismo duro, cruzada nacional-católica o simple golpe de bisturí anticomunista.
Decía Marx -santón laico en lamentable estado de desuso- que la Historia tiende a repetirse, primero como drama y después como farsa. Si el drama fue el golpe de estado del 36 y la subsiguiente guerra civil, evocar la figura de José Antonio Primo de Rivera en 1975 por parte del Régimen de Franco era el tipo de farsa en la que Marx pensaba. Una caricatura de José Antonio, totalmente plano, con olvidos selectivos y construido a partir de la guardiana de las esencias familiares, su hermana Pilar, responsable de la Sección Femenina. El caso de la obsesión de la clase política española con la figura de Adolfo Suárez en la campaña que tiene lugar cuatro décadas después de su encumbramiento, presenta características muy similares a aquella otra reconstrucción interesada.
La muerte de Adolfo Suárez en marzo de 2014 vino a concluir un proceso de canonización civil que se había iniciado una década atrás. Los dirigentes sociales y políticos que quisieron acabar con él, hasta llegar al golpe de estado por activa o por pasiva -el Rey ahora emérito, dirigentes de la patronal, adversarios y hasta miembros de su propio gobierno (enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido, que diría Andreotti) no dudaron en alabar su grandeza y visión de estado, ya cuando el interesado no podía responder a tamañas muestras de cinismo.
Basta leer a Javier Cercas, Pilar Urbano y, fundamentalmente, a Gregorio Morán, para darse cuenta de qué poco se parece el Suárez político y en activo a la imagen edulcorada de la cultura del consenso; tanto como la naftalina de Victoria Prego y Cuéntame cómo Pasó a la violencia de los sucesos de Vitoria, los abogados de Atocha, de Miquel Grau y las bombas de la ultraderecha en casa de intelectuales. La postrera burla a la figura de Suárez por parte de sus asesinos políticos -los herederos directos de Fraga, de González, el mismo Rey- fue asociar su nombre a un aeropuerto ruinoso, símbolo de la España de la burbuja y del modelo español de aerolíneas de bandera. Pocos elementos encierran mejor el sentido real de la Transición.
Un año después, los cuatro partidos con opciones se declaran herederos de Adolfo Suárez y el espíritu consensual de la Transición en vistas a una legislatura en la que previsiblemente se habrá de negociar una reforma constitucional. Lo hace el PP, con Mariano Rajoy visitando Ávila, capital espiritual de la Meseta -disculpen el pleonasmo- en tanto que líder en santos célebres por metro cuadrado, en su primer acto de campaña electoral, con Adolfo Suárez Illana ejerciendo de médium tras fracasar en la política. El PSOE, inmerso en una ilusionante campaña basada en recordar el pasado a su votante mayor de 45 años -ya va el segundo pleonasmo por minuto- y orgulloso del Pacto de la Transición. Ciudadanos, cuyo líder se proclama Suárez redivivo a la vez que del González de los 80 y el Aznar de los 90 -cuadra el círculo habiendo militado en NNGG del PP y en la UGT simultáneamente.
Hasta aquí, nada de ésto habría de parecer sorprendente. Al fin y al cabo se trata de tres partidos que se disputan la representación de la esencia del stablishment patrio y por tanto defienden el acta de nacimiento del sistema -o régimen- del 78. Lo curioso, y que explica mucho de la pervivencia del mito es que hasta la fuerza política que nació supuestamente del 15-M -y que en realidad le debe tanto o más al movimiento antiglobalización- ha sustituido el proceso constituyente y la política antagonista de acabar con “la casta” por un nuevo pacto de la Transición y una reforma constitucional sobre puntos concretos, que fuera de los referéndum y la cuestión territorial, son más bien poca cosa.
Quizá la respuesta está en el otro gran consenso -este sólo de los adversarios a Rajoy- es reivindicar el espíritu de la victoria del PSOE en 1982. “¿Cuándo fue la última vez que votaste con ilusión?” preguntaba Podemos en mayo de 2014 en referencia al espíritu de aquella mayoría absoluta histórica. El mismo PSOE sigue dándole vueltas a su pasado remoto ante la incapacidad de ofrecer nada concreto, inmerso en una importante crisis de credibilidad. El centralismo ciudadano también se arroga el espíritu de cambio. El problema es que a diferencia de Suárez, González está vivito y coleando, y lejos de ser un jarrón chino, sigue jugando a los negocios y a la política exterior con notables excesos de locuacidad.
Aunque a la política española le guste buscar en el espejo al gallardo presidente Suárez que resiste sentado como presidente ante la entrada de los golpistas en el Congreso, tiende a encontrar al González escondido en el suelo hasta que pase la tormenta mientras había estado coqueteando y amagando con aceptar el puesto de vicepresidente primero en la “Solución Armada”. El mismo nuevo rico que, una vez presidente, usa el Azor, el yate de Franco, para tomarse unas vacaciones, imitando las andanzas de Juan Carlos I en el Fortuna, esgrimiendo que el Patrimonio del Estado está para ser utilizado.
Proclamó Alfonso Guerra que cuando dejaran el poder “a España no la va a reconocer ni la madre que la parió”. Y lo cierto es que lo consiguieron, aunque se tomasen su tiempo. A su equipo educativo plagado de pilaristas le debemos la genialidad de los conciertos educativos, la instalación en el imaginario de la clase media de que el ciudadano cuenta con el derecho de que el Estado le pague sus preferencias en términos políticos, religiosos, de ascenso y segregación social frente a la clase trabajadora de la que él mismo proviene. Ni Podemos y sus aliados se atreven a cuestionar la vigencia de éste modelo, más allá de detalles cosméticos como la segregación por sexos y una cierta moratoria de nuevos conciertos mientras existan centros públicos. Nada de eliminación.
Les debemos la integración en la OTAN, tan contestada entonces y ahora reivindicada por la izquierda a la que el referéndum noqueó como motor de modernización de las fuerzas armadas, con un general alabado por la CIA como proamericano en los cables de Wikileaks como candidato estrella. También en la UE -entonces CEE-, luego Maastricht, la Unión Monetaria, y ya en un segundo round zapateril, la Constitución Europea / Tratado de Lisboa, éste ya último sin referéndum para evitar los sustos que dan sociedades con un debate público civilizado como Irlanda, los Países Bajos o Francia. El PSOE dejó un país desindustrializado, merced a los criterios de la entrada en la UE, destinando el grueso de los fondos a grandes planes de inversión e infraestructuras -autovías, aeropuertos y trenes de alta velocidad- que habían de hacer de España la envidia del mundo.
El modelo de crecimiento basado en dopar al sector de la construcción e incrementar de paso el precio de los activos inmobiliarios -y la capacidad de endeudamiento de las familias, en un escenario de salarios endeudados- fue la apuesta estratégica ensayada en el ciclo 1985-1992 y que habría de servir de ensayo general para la gran burbuja 1995-2007. Un país basado en el sector servicios, particularmente el turismo de bajo coste y en la atracción de capitales del norte de Europa canalizados al sector inmobiliario, subordinado a las necesidades del norte. La mayor aportación de España al diseño de la zona euro fue proponer, en boca de Solbes, el nombre de “sestercio" para la nueva divisa. Hoy, a diferencia de Portugal o Grecia, e incluso de Italia, Francia o la misma Alemania, no hay ningún partido de ámbito estatal en España que propugne o siquiera plantee debatir la salida o ruptura de la eurozona -ni la auditoría de la deuda externa. Un éxito sonado: el programa “extremo” de Podemos plantea incumplir el “Pacto de Estabilidad”, el objetivo político de Gerhard Schröder en 2002.
La cultura de la subvención y el premio del PSOE construyó una cultura basada en el consenso como valor independiente del contenido, la sacralización de la estabilidad y una pretensión de universalidad y proyección al mundo -en particular, Europa y Latinoamérica- como forma de evitar debates más cercanos sobre el pasado y el presente. La loa acrítica a las iniciativas gubernamentales en materia de infraestructuras y grandes eventos adquirió tonos cortesanos sonrojantes. Del supuesto éxito sin sombras de la España de las Olimpiadas y la Expo de 1992 al avión lleno de periodistas a cargo de la candidatura Madrid 2016 o la ausencia de voces críticas en los grandes medios al AVE y la burbuja inmobiliaria en tiempos de boom económico, forman parte del mismo hilo. No en vano España, con el PSOE y Solana conmemoró por todo lo alto en 1988-89 el segundo centenario de la muerte de Carlos III con encendidas loas a la monarquía ilustrada, mientras la vecina Francia y Europa Occidental se preparaban para el segundo centenario de la Revolución Francesa en el verano de 1989.
Ahora que que se hunde sin remedio en las encuestas, el PSOE de Pedro Sánchez tiene motivos para celebrar una victoria en términos históricos. La España de “Bajar los impuestos es de izquierdas” de Zapatero y más aún la de “es el país donde puede uno hacerse rico más rápidamente” de Solchaga han ganado a cualquier otro modelo. Para los millones de ciudadanos no católicos practicantes ni nostálgicos del franquismo no existe ninguna alternativa de gobierno funcional que no pase por las coordenadas establecidas por el PSOE de Felipe González, y desde estas coordenadas heredadas, consensos tácitos, se negociará una eventual reforma constitucional.
Su modelo económico inmobiliario-financiero -incluido el derecho al AVE en cada capital de provincia- parece el único posible, aunque sea remozado con toques de innovación o eficiencia energética. Su modelo educativo de subvención a la patronal privada, seguirá en pie, incólume. El apoyo a la eurozona y la UE a cualquier precio no será cuestionado. La legislación de excepción y trituradora de derechos fundamentales que inaugurara con la Ley Corcuera o “De patada en la puerta” y continuara con el apoyo a Códigos Penales cada vez más restrictivos y sucesivos Pactos Antiterroristas sigue fuera del debate público. “El estado más descentralizado del mundo” con una férrea centralización de los ingresos y un galimatías incomprensible en financiación seguirá siendo la tónica.
El PSOE -o Felipe González- será seguro el ganador moral de unas elecciones en las que, cautivos y desarmados los otros, su modelo ha completado todos sus objetivos. La lástima para ellos es que, como le pasase a los falangistas de primera hora 1936, la Historia haya tenido el sabor amargo de no dejar espacio para sus artífices. Cuando en esta campaña oigan el nombre de Suárez, piensen en José Antonio. Al menos a Adolfo le quedará el aeropuerto: a la T4 le queda poco para empezar a ser considerada patrimonio kitsch; a Felipe y a sus herederos es posible que no les quede ni eso.