VALÈNCIA. Paseando junto a la Plaza de Murcia de València, enfrente de la iglesia parroquial de la Virgen de la Fuensanta, el publicista y copropietario de la emisora 99.9 Pepe Barberá se ríe al recordar una anécdota de su infancia. “Acabábamos de llegar aquí, al barrio. Tenía siete años y hasta entonces habíamos vivido en una chabola en la calle Chile. Cuando llegó la riada del 57 tuvimos que dejarlo todo. Pasamos unas noches en unos vagones que había en la estación de la avenida Aragón y después en unos cuarteles en la calle Finlandia, donde nos metieron a siete u ocho familias. Se decidió construir estas casas”, explica señalando a las fincas que rodean a la iglesia, “para albergar a la gente afectada por la riada. Los había de la Malvarrosa, del Cabanyal, de Nazaret… Cuando llegué a mi casa recuerdo que cuando abrí el grifo descubrí que salía agua y me fui corriendo a mi madre. ‘Mamá, mamá, que entra agua en casa’, le dije preocupado. No sabía lo que era el agua corriente”.
Barberá forma parte de la primera oleada de habitantes del barrio de la Fuensanta, barrio que en puridad es, junto al Plan Sur, la huella más evidente de la gran riada. En la actualidad, según el padrón municipal de 2017, en él viven 3.518 habitantes. Son solo seis más que en 2016. Desde que en 1991 se contabilizaron 4.387 vecinos hasta ahora, el barrio no ha dejado de perder vecinos de manera inexorable, con muy leves repuntes. Con todo, la cifra real no se puede saber por qué, como otros muchos barrios de la ciudad, Fuensanta tiene bastantes inmuebles ocupados; especialmente los que pertenecen a la zona primigenia que están más próximos al polígono Vara de Quart. La Policía ha detectado la actuación de grupos que ocupan viviendas embargadas por los bancos para después alquilarlos a inmigrantes. No se puede saber cuánta gente hay en esa situación pero, dicen los vecinos, hay edificios donde sólo hay uno o dos propietarios y el resto están en condiciones irregulares.
Mientras pasea, Barberá se encuentra con un viejo amigo de la infancia, Ramón Garrote. “¿Qué haces por aquí?”, le pregunta. “Nada, que hemos vuelto a ver si compramos el barrio”, bromea Barberá. Se acerca hasta el número en el que se encuentra la que fue su casa familiar. Señala a la vivienda a Kike Taberner. “Ahí vivía yo”, sonríe. Tras ello, mira en derredor. “Era un barrio de gente muy humilde, pero muy trabajadora”, comenta. Recuerda anécdotas de los primeros años, como que fue aquí donde se produjo el caso de una familia de gitanos que subió su burro al apartamento, historia que ha ido viajando de generación en generación casi como leyenda urbana ubicándose en otros barrios. O los encontronazos, al más puro estilo The Wanderers, con grupos de adolescentes del vecino barrio de la Luz de Xirivella. “Los políticos tienen el barrio abandonado”, se lamenta. Enfrente, las columnas del porticado de la calle de La Habana, con sus losetas sin reponer desde hace décadas, con sus bajos cerrados hace años, atestiguan su impresión.
Para Barberá Fuensanta es un recuerdo idílico. Por muchos motivos. Allí tuvo su primera casa. Allí también se inició a la vida hasta que salió del barrio a mediados de los años setenta. Y vivió momentos tan espectaculares como aquel día de verano de 1962 que Franco se acercó a conocer el barrio dentro de un recorrido por la ciudad lleno de inauguraciones, que incluyó la del Hospital General, y que abarcó varios días. Fuensanta era una de las joyas de la solidaridad del régimen franquista, una iniciativa de las que tanto le gustaba publicitar al dictador. Para el régimen, Fuensanta era un motivo de orgullo. “En estos polígonos y en las zonas verdes que brotan a su alrededor, en la escuelas y en las iglesias, palpita el aliento de una ciudad renovada, clara y alegre, que mira con fe al futuro”, aseguraba el No-Do. No es solo que mirasen al futuro; es que por vez primera tenían uno. La riada del 57 había dejado al descubierto el chabolismo de la ciudad y obligó a los prebostes de la burguesía valenciana y a los del régimen a acabar con las bolsas de pobreza. Paradojas de la vida, la riada, a la postre, fue una bendición. “Gracias a ella muchas familias tuvimos la suerte de tener vivienda”, recalca Barberá.
El barrio, qué se construyó al abrigo del trazado de la avenida del Cid, fue impulsado por el ingeniero de caminos valenciano Vicente Mortes, entonces director general de Vivienda. Afín al Opus Dei y de pasado falangista, Mortes, que llegó a ser ministro de Vivienda, destacó por su acción social y cultural y fue el impulsor de la ciudad satélite de Tres Cantos o del Teatro-Museo Dalí en Figueres, a raíz del cual tuvo una gran amistad con el pintor catalán. Fallecido en 1991, la Diputación de València le retiró la distinción de hijo predilecto hace dos años. El diseño fue proyectado por los arquitectos Mauro Lleó Serret, Carlos E. Soria, José Ramón Pons Ibáñez, José Antonio Pastor Pastor y Camilo Grau Soler. En total, 880 viviendas, la mayoría de las que se construyeron tras la riada; 690 viviendas de tipo social, 90 viviendas de tercera categoría para familias numerosas y 100 viviendas de tercera categoría, además de una casa abadía y una iglesia racionalista, “uno de los mejores ejemplos de este estilo en la ciudad”, según la profesora de Historia del Arte la Universitat de València, Ester Alba, vecina del barrio hasta 2005.
El barrio se inauguró oficialmente el 26 de abril de 1959, el año que viene hará 60 años. Para bautizar las calles se tomó como referencia a los benefactores. Entre ellos se hallaba la soprano valenciana Lucrecia Bori, o los príncipes de Mónaco, Rainiero III y Grace Kelly, que tienen dedicada una pequeña callejuela, la colonia valenciana en México (compuesta de exiliados políticos), la de La Habana, e incluso un rey saudí que es el que da nombre a la calle Rey Saud. Pero el callejero fue ocupado principalmente por referencias a Murcia porque fue esta provincia, su capital, sus ciudades, la que más se volcó con la ayuda a València. La plaza central, la de la iglesia, y calles como la dedicada al escultor murciano barroco Francisco Salzillo, dan fe del aprecio que aún se tiene a la vecina comunidad autónoma en esta barriada. El mismo nombre del barrio es en homenaje a la patrona principal de la ciudad de Murcia. Se puede decir que Fuensanta fue un regalo de los murcianos a los valencianos. Las calles serán humildes, pero fueron bautizadas con amor.
El barrio siguió creciendo y fue a partir de los años setenta que se sumaron nuevos vecinos en las manzanas aledañas. Ese fue el caso de los padres de Ester Alba. Su madre era enfermera y su padre profesor. “Esto era como un pueblo”, recuerda la profesora universitaria. “Nos conocíamos todos e incluso había gente que sabía quién eras tú sin que los hubieses tratado; yo misma era la hija del profesor”. En verano era costumbre salir a la fresca y los nuevos se unieron a los primeros. Así, por ejemplo, su familia, su hermano concretamente, conoció al padre de Pepe Barberá. “Entrenaba a fútbol a los chavales… y a las chicas también, que era muy moderno para aquel tiempo”, relata Alba. “El entrenador Barberá es toda una institución en el barrio”, añade. Impulsor del primer equipo de fútbol de la Fuensanta y posteriormente de más, también entrenó al que con el tiempo sería marido de Ester Alba. “Mi suegra vivía de pequeña en la Malvarrosa y fueron de los damnificados por riada. Sus padres fueron de los primeros en llegar”, recuerda. Los primeros y los segundos se mezclaron. Así nace un barrio.
De Fuensanta se decía y dice que es peligroso, pero ni Barberá primero ni Alba después tuvieron nunca conciencia de esa aparente peligrosidad porque no la percibían. El barrio sólo era hostil a los que no eran vecinos. Así era. Así se sigue sintiendo. Para los vecinos de Fuensanta el peligro estaba fuera, en los alrededores, especialmente para Alba, quien recuerda con pavor el trance que suponía pasar por las desaparecidas pasarelas de la Avenida del Cid. “Siempre te aparecía el típico exhibicionista con gabardina”, cuenta con desagrado. Todo el entorno del Hospital General le daba miedo. Esas eran situaciones que no le sucedían en su barrio, un mundo cerrado en sí mismo, orgulloso, donde se protegía y respetaba a su gente. Con los años Barberá vivió un episodio que hoy recuerda con una sonrisa. Le ocurrió cuando trabajaba en el Valencia Club de Fútbol. Habían organizado un partido de veteranos en la cárcel. Cuando llegaron varios de los reclusos le reconocieron y le saludaron con alharacas y afecto. Los jugadores del Valencia no sabían qué pensar y Barberá ríe al recordar sus caras. Más serio, asiente: “He tenido suerte”.
Una generación después, Alba recuerda como algunos adolescentes problemáticos la animaban a seguir estudiando con peculiares maneras: “Tú tienes que salir, tienes que estudiar, que eres lista. Como te vea fumar un porro te las vas a cargar”, le decían. El caso de Alba no es una rara avis. De los colegios de Fuensanta han salido varias profesoras universitarias. Igualmente, Barberá recuerda que también es del barrio José Francisco Molina, director deportivo de la selección española y campeón de Liga y Copa con el Atlético de Madrid, y de Copa también con el Deportivo de La Coruña. En Fuensanta latía auténtica cultura del esfuerzo. Alba cree que a ella contribuyeron los vínculos que establecían los colegios de la zona (El Claret, Jesús María, Santa María…); la puesta en marcha del Instituto, que considera fundamental; y la influencia de vecinos como el padre de Barberá (“los chicos estaban todo el día jugando al fútbol”) y de profesoras como Carmen Lis, delegada del Iber de Cristina Mayo, eterno campeón de balonmano femenino.
Pese a esa familiaridad entre sus habitantes, Fuensanta fue languideciendo hasta prácticamente desaparecer de la agenda política. Parafraseando a García Márquez, los vecinos no tenían quien les escribiera, nadie les mandaría cartas. Fuensanta llevaba años sin presencia institucional como barrio hasta que hace un par de años dos vecinos, Ángel Fernández y Virgilio Juárez, decidieron reactivar la asociación. Se conocieron en el kiosco que regentaba el segundo y se pusieron manos a la obra. Entre ambos hay 40 años de diferencia. Fernández está jubilado y tiene 69 años; Juárez, 29. No sólo les diferencia la edad; Fernández es de Ciudadanos y Juárez de Compromís. Pero ni la edad ni las diferencias políticas suponen problema alguno en su relación porque ambos se entienden, ambos quieren lo mismo, lo mejor para el barrio, y ambos están preocupados por el olvido en el que está sumido Fuensanta, con solares en pésimo estado como el del final de la calle Escultor Salzillo. El barrio, su gente, eso es lo importante.
Si de por sí el barrio era modesto, los gobiernos de Rita Barberá contribuyeron más a ello; prácticamente le condenaron. Ahí está cierre del Centro Municipal de Servicios Sociales que se trasladó a Patraix al inicio de la década. Como ejemplo de la dejadez de los gobiernos del PP Juárez recuerda lo sucedido con el pabellón. Tras adjudicar en 2002 la demolición por aluminosis del histórico Pabellón de San Fernando donde jugaba el Iber, se concedió la construcción del nuevo pabellón a Llanera, una constructora que entró en quiebra. El nuevo pabellón no pudo abrir hasta 2015, ya con la llegada del Govern de la Nau, porque el anterior gobierno municipal, explica Juárez, se negaba a abonar 7.000 euros que faltaban. Ahora el pabellón de Fuensanta se ha convertido en el de referencia para los deportistas de bádminton de València y comienza a dar vida a la zona. El olvido ha comenzado a mitigarse pero de manera muy tímida. La inercia de 24 años de indiferencia es demasiado fuerte. En noviembre del año pasado, sin ir más lejos, se vivieron episodios insólitos como cuando se apagaba la luz de las calles todos los viernes por la noche y no se volvía a encender hasta el lunes.
La sede de la asociación de vecinos se encuentra en un bajo solitario. El mobiliario de oficina es modesto. Hay ocho sillas y cada una es un modelo diferente. La más barata y pequeña es la única que es propiedad municipal. Las otras son donaciones de particulares al anterior presidente de la asociación de vecinos, el ya fallecido Antonio López. “Estamos como apartados”, constata Juárez. Las cosas han cambiado, sí, y el Ayuntamiento comienza a realizar actividades en el barrio, pero son muchos años de desinterés. Sin ser un barrio problemático, dicen ambos, han vivido ya algún episodio incómodo. “Nada más abrir”, relata Fernández, “vinieron unos y nos dijeron que tuviéramos cuidado con lo que le decíamos al Ayuntamiento”. Con todo, se están reactivando el tejido social, y Juárez cita el caso de Psicólogos sin Fronteras, que opera en el barrio. Pero hay señales, huellas de esa desidia institucional que aún no se han borrado. Por ejemplo Alba señala los pequeños jardines entre bloques de vivienda, absolutamente pelados, sin mobiliario urbano. “Me contaban que cuando se inauguró el barrio era donde la gente pasaba la tarde, donde quedaban”. Ahora sólo hay árboles y un suelo desnudo, áspero.
Visto desde fuera, Fuensanta ha sido siempre los límites de la ciudad. “Había algo de frontera”, rememora Ester Alba. Una sensación de vivir en la auténtica periferia agravada por las escasas comunicaciones con el centro (hasta la llegada del metro sólo daba servicio el 70 de la EMT), a la que se unía la sensación de encajonamiento entre grandes vías como la del Cid, Tres Cruces y Tres Forques. Una sensación además agravada por el hecho de que el vecino barrio de la Luz, adscrito a Xirivella, se construyó a espaldas de Fuensanta. Pero esta relación mutó con la llegada del cercano centro comercial. “Le seguimos llamando Pryca”, sonríe Alba. Así lo percibe por ejemplo la filósofa y escritora Rosa María Rodríguez Magda, vecina a tan solo dos calles de Fuensanta. Su despacho da a Ceramista Ros. En el número 11 vivía Vicent Andrés Estellés, explica. Para ella su visión de Fuensanta comenzó a cambiar con la instalación de la sede de la UNED, a la que se unió el centro comercial. Los cines, la gran superficie y los locales de restauración hicieron que la frontera cayera “Normalizó la relación con el entorno”, asegura desde su casa. “Aquella zona era bastante dura. En mi familia preferíamos seguir yendo al centro para ver cine, por ejemplo, pero nos venía muy cómodo”, constata. No era un sitio para pasear, no había nada que ver, pero comenzó a existir. La UNED, el pabellón, espacio de paso al centro comercial... Fuensanta existía.
Con el centro comercial llegó también la muerte del comercio local. La tienda de ultramarinos de Luis, recuerda Alba, cerró al poco tiempo por la jubilación de su propietario. Ya no quedaba ni rastro de la vaquería a la que iba comprar leche fresca por las mañanas cuando era niña. El paro, problema sempiterno en la zona, y la droga, que hizo estragos (“tengo amigos que ya no están”, relata Alba) habían sido los primeros golpes al barrio, los más duros, pero éste resistió. Después la reciente crisis lo volvió a hacer. “Aquí se nota el paro”, apunta Juárez. Por si fuera poco, el centro comercial ha entrado en caída libre. Pero a pesar de todo eso, el barrio ha resistido a la degradación. “Es un barrio aún joven, hay muchas familias con niños”, comenta Alba. Sin presiones externas de intereses inmobiliarios, Fuensanta quiere salir del pozo y vuelve a pedir su espacio, con el recuerdo idílico de aquellos felices sesenta cuando fue la tierra prometida para centenares de familias valencianas que no tenían nada y allí encontraron una vida. Una recuperación que no es tan extraña; a fin de cuentas sus fundadores fueron aquellos a los que la riada no pudo vencer. Y eso marca.