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el muro / OPINIÓN

Gana la paella

Los valencianos somos una sociedad musical pero no lo somos en todos los estadios de la música

1/11/2015 - 

Un anuncio publicitario de una conocida marca de arroz asegura que si hay algo que identifica sobre todo a la sociedad valenciana es la paella y la música, o mejor dicho, las sociedades musicales, que son parte de lo mismo. Suerte que la paella no haya estado sujeta a la Ley de Símbolos y que el anterior gobierno no fuera tan perspicaz para fijarnos el calibre del garrofó a utilizar o la cantidad de tomate, ajo y pimentón a mezclar, que si no habríamos abierto otra guerra en torno a nuestra identidad más recalcitrante.

A las dos sugerencias del spot cada uno de nosotros añadiría más de un centenar de elementos muebles e inmuebles y tradiciones inmateriales con los que también se identificaría la sociedad valenciana. Pero en ambos ejemplos, a buen seguro, nos reconocemos desde el punto de vista gastronómico y espiritual.

No en balde, por estas latitudes tenemos un catálogo de más de 500 sociedades musicales, con 40.000 músicos y 60.000 educandos de sus escuelas de música que mueven 200.000 socios, según datos de la propia Federación de Sociedades Musicales de la Comunitat Valenciana; una entidad, única e irrepetible y con un trabajo digno de agradecimiento.

Situado el axioma, vamos al grano. Somos una sociedad musical, pero no del todo en profundidad. No lo somos mayormente en todos los estadios de la música. Nos quedan elementos a sujetar.

Somos una sociedad musical, pero no del todo en profundidad: Nos quedan elementos a sujetar

El pasado domingo el auditorio de Rafelbunyol era escenario de un encuentro de los denominados autores de la nueva creación, esto es, músicos interesados en la contemporaneidad. Y no era un encuentro más en el que pasar la mañana dominical sino un espacio de debate y reflexión con un planteamiento a tener en cuenta. ¿Qué hay de lo nuestro? ¿Nos van a tener en cuenta?

“Va siendo tiempo de reclamar acciones”, sugería uno de los creadores participantes frente a la apatía que entienden envuelve a las administraciones autonómicas, locales y nacionales o la propia actualidad cultural de nuestra sociedad sumida en cierto encefalograma inducido al sueño, según se quejaban. Muchas esperanzas, pero de momento pocos resultados visibles. Lo dicen ellos, los primeros en ponerse al ataque de los muchos que pueden aparecer como sioux en cuanto uno se descuide. Y mira que tienen razón en bastantes de sus reivindicaciones.

La música contemporánea ha sido siempre la más apartada de cuantas músicas podamos imaginar: desde circuitos a redes, auditorios de nueva planta y políticas activas. De hecho, sobre su principal festival de referencia, Ensems, poco se sabe sobre su continuidad. La presencia en los principales auditorios valencianos apenas tiene significado. Por no decir, nada. Un gesto va a tener el Palau de les Arts que proyecta para esta temporada el estreno de Café Kafka, la ópera del joven compositor valenciano Francisco Coll discípulo de Thomas Adés y Manuel Galduf, entre otros, y encargo de la Royal Opera House, el Festival de Aldeburgh y la Opera North de Leeds.

En el encuentro se reunían músicos, compositores, estudiantes y activistas para reclamar nuevos tiempos y espacios de difusión. Es normal. Son décadas de escasa atención, migajas sobre el mantel y simples gestos puntuales. Su reivindicación es más que asumible ya que entienden que “la música de nueva creación casi no tiene repercusión social en la Comunitat Valenciana”; ayuda formal para salir de la caverna, que diría Platón. Ellos sugieren una temporada estable de creación, espacios de referencia, colaboración entre auditorios, potencia en la difusión o incentivos y convenios público/privados. Nada complicado. Todo consecuente. En resumen, sentido común en la gestión y buena formación de los gestores

La música contemporánea es la música de hoy, la de nuestro momento. Más compleja de atender o más difícil de observar. Pero es lo que nos corresponde y a la que hay que escuchar en mayor o menor medida. Pero sin olvidarla.

Tampoco entendíamos el punk siendo contemporáneos y más tarde se convirtió en movimiento y reacción social gracias a los medios, el sistema de rebeldía del momento y la inteligencia visionaria de Malcom McLaren.

Pero ¿tenemos sistema de proyección? Ese es el dilema. No tiene mucho sentido formar a estudiantes en composición en los conservatorios y disponer de músicos hoy en día con una formación inigualable para que nos lean a Mozart, Brahms o Mahler, aunque también esté muy bien. Pero no se puede dejar de lado a quienes creen en el futuro y quieren dar un salto unido a su tiempo. Que es lo que toca, aunque sea poco a poco, pero siendo.

El director suizo y titular de la Orquestra Sinfónica do Porto y en 2016 de la Basel Sinfonietta, Baldur Brönnimann, publicaba hace un tiempo un interesante decálogo sobre lo que él entendía debía de ser el futuro de la música. Su idea era amoldarla al cambio social y generacional que se venía, viene y vendrá produciendo.

Brönnimann proponía  acabar con el ritual litúrgico de los conciertos y el espíritu tradicional de los auditorios público

Entre sus sugerencias proponía la flexibilidad de programas, acabar con el ritual litúrgico de los conciertos y el espíritu tradicional de los auditorios públicos. En sus ideas animaba también a que el público se pueda sentir libre de aplaudir entre los movimientos o poder utilizar teléfonos móviles en silencio para enviar fotografías, tuitear el momento, permitir bebidas en las salas, más interacción de los artistas con el público e incluir en todos los programas una pieza contemporánea para habituar al espectador a descubrir lo que se produce en la actualidad. Ahí está la clave. Y además abriendo conciertos para evitar un posible rechazo público. Luego vendrá lo de me gusta o no me gusta, pero todo es cuestión de acostumbrar el oído.

¿Por qué todo esto? Entiende Brönnimann que las nuevas generaciones se han alejado de los auditorios por el dogma que implica entrar en ellos, la ortodoxia que se exige o el miedo a perder temor hacia nuestra realidad. Estamos en pleno cambio de modelo social y las nuevas generaciones se alejan de la música en estos espacios por su encorsetamiento, pero el mundo de la gestión cultural y especialmente el mundo de la música no pueden estar al margen de los cambios. Lo viejo, no vende. Hace tiempo que en Inglaterra, Alemania o Estados Unidos lo entendieron. Soy testigo.

Los músicos de hoy reclaman su espacio. Y es normal. Son el presente y el futuro y, al mismo tiempo, partícipes de nuestra sociedad. Sin exageraciones, vale, pero también sin exclusiones.

Concluyo. Cuando la Comunitat Valenciana terminó excluida de los grandes eventos de 1992, esto es Expo y Olimpiadas, la Generalitat presidida entonces por Joan Lerma y con Emili Soler como comisario, creó un proyecto denominado Música 92. Es cierto que existía en su espíritu de fondo cierta insinuación mediática y electoralista. Pero también sirvió para dotar a nuestra autonomía de una red de auditorios inigualable con el momento, además de otras acciones culturales en forma de ciclos, ayudas, temporadas de ópera, etc.

Con el cambio de Gobierno de lo que se trató fue que cada población, por pequeña que fuera, dispusiera por capricho político de un auditorio al nivel de la mejor ciudad europea media. Se trataba de competir con la población más cercana en lugar de establecer políticas de colaboración y programaciones sostenibles entre todos ellos. Sólo hay que darse hoy una vuelta por Torrevieja, Peñíscola, Altea, Castelló -qué lástima el actual estado de su auditorio- para darnos cuenta de lo que ahí se ha invertido para acabar siendo privatizados o devaluados.

Ahora ha llegado la época de las vacas flacas y muchos de ellos, por no decir casi todos, apenas tienen actividad o viven su particular calvario ahogados por las deudas municipales, sus elevados costes de mantenimiento debido a la megalomanía ciega de los protagonistas políticos del momento y la falta de diálogo interinstitucional. Y mientras tanto, los músicos sin estrenar ni apenas poder actuar. ¡Bien!

Así que, de momento gana la paella.



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Nos definen más los caprichos que las necesidades. En los detalles conocemos a las personas. Mi pulserita con la bandera nacional dice más de mí que todos mis discursos de contrabando.

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