Resulta difícil, muy difícil, proyectar una mirada equilibrada sobre acontecimientos tan crueles como los que se suceden diariamente en la Franja de Gaza. Los sentimientos y las emociones pugnan por imponerse a la razón. Sin embargo, resulta imprescindible alojarse en una posición que clame por la paz, aislada de la galerna de odios, rencores e indecencias políticas que recorre ese territorio que sigue siendo suelo santo para las tres grandes religiones que entroncan con Abraham y el Pentateuco.
Se precisa acotar y combatir diplomáticamente la acumulación de circunstancias dramáticas que impiden estabilizar la zona y alejarla, así, de guerras crueles, vengativas e interesadas. La Franja constituye el primer desafío para edificar una paz duradera sobre la base de dos Estados soberanos. Una paz que necesariamente asuma la transformación económica de Gaza para que su territorio y su pueblo aspiren a vivirla sin pobreza. Una pobreza hasta ahora consentida, cuando no alentada. Más de dos millones de personas, con un 60% en o bajo el umbral de la pobreza y con un 50% de paro, constituyen un caldo de cultivo único para quienes trabajan con la sumisión, consiguiendo la adhesión civil a cambio de un mínimo de comida, sanidad y techo. Un territorio con un alto porcentaje de jóvenes, en su mayor parte sin empleo, que ofrece la gran y oscura oportunidad de transformar la desesperanza juvenil en feroz identificación con la violencia y el odio
La miopía que ha predominado en el ámbito económico señala responsabilidades que incluyen a la Autoridad Nacional Palestina y a Hamás: a la primera por su reiterado grado de corrupción y de favoritismo, ya presente en la época de Yasir Arafat; a la segunda, por la negación de Israel en sus planteamientos básicos y la concomitante centralidad otorgada a la guerra frente al bienestar del pueblo palestino. Una responsabilidad asimismo presente en los gobiernos israelíes, tras la oxidación de los acuerdos de Oslo y su desprecio hacia el nivel de vida de los gazatíes: mejor una población anclada en la pobreza que otra capaz de alcanzar, a largo plazo, un ritmo de desarrollo facilitador del Estado Palestino; tal parece haber sido la consigna desde que el parlamento israelí se desplazara hacia sionistas y ultraortodoxos y desaparecieran de su gobierno las voces pacificadoras.
Gaza es, asimismo, una parcela territorial que a algunos les conviene que continúe como está: siendo testimonio del maltrato del pueblo palestino para los países y grupos que le niegan a Israel cualquier futuro y ocupando el foco del gobierno de este mismo país cuando ha precisado de un enemigo débil con el que disimular sus errores o mostrarse contundente ante sus partidos más extremistas. En definitiva, una Franja cuya manipulación se encuentra a mano para alcanzar objetivos políticos internos como los que se reiteran en el expansionismo de las colonias israelíes implantadas en Cisjordania y que se resumen en uno: reducir la presencia de la población palestina en el suelo que el gobierno de Israel parece considerar de su exclusiva soberanía por motivos históricos, religiosos o estratégicos ajenos al derecho internacional.
Y, junto a los anteriores, se encuentran poderosos intereses geopolíticos y económicos. Los que, en el pasado, han influido sobre la recomposición de fuerzas en Oriente Próximo y Medio con Palestina como detonante o como amplificador. Los que han militarizado los países de la zona, elevando las ventas de la industria de guerra y los que influyen sobre el control del petróleo. Y, llegados a la inflamación de la Gaza actual, es reconocible su atractivo para Irán y las milicias que operan desde la propia Franja o desde países cercanos. La reciente operación de Hamas no se ha producido en el vacío internacional: ha servido para humillar a Israel ante la opinión mundial y desatar la furia de su venganza; pero también ha resultado oportuna para frenar el despliegue de los acuerdos impulsados para articular la relación amistosa y colaborativa de Israel con los Emiratos Árabes, Marruecos y Arabia Saudí, entre otros estados.
El tratado que estaba próximo a cerrarse y representaba el premio grande era, precisamente, el que implicaba a los saudíes: la normalización y extensión de las relaciones mutuas suponía la simbiosis entre uno de los países tecnológicamente más potentes del mundo y el país más rico de la zona. Con los saudíes deseando diversificar su economía y los israelíes aportando su capacidad tecnológica, el resultado esperado no era otro que el de la generación de un potente núcleo de crecimiento basado en las ideas y proyectos más avanzados. Un panorama nada agradable para Irán, siempre alerta, también por razones de competencia religiosa, al desempeño económico, defensivo y estratégico del país sunita.
El golpe de Hamás ha contribuido poderosamente a que este horizonte de cooperación se encuentre, como mínimo, paralizado. Arabia Saudí no puede permitirse estrechar la mano de un Israel que, ahora, ataca sin respiro a los palestinos, hermanos de religión y cultura: un objetivo conseguido tras la reacción de fuego e ira israelíes que Hamas no ignoraba que se produciría aunque quiera modularlo con la toma de rehenes y combatirlo con una guerra de desgaste, calle por calle. Este es el doble drama de Gaza: ser rehén de las milicias de esta y otras organizaciones por encargo de terceros, aún a costa de la masacre civil que se está produciendo ante nuestros ojos; y, de otra parte, permanecer rodeada de un Israel que ha moldeado Gaza como un espacio asediado, estrangulado y convulso: un nuevo tipo de gueto al que en estos momentos se le regatea, hasta el límite de la crueldad, lo más elemental: agua, medicinas, alimentos y energía. Y, por si no fuera bastante, con la actual guerra se atisba la introducción de un nuevo giro de tuerca: la acumulación de la población de la Franja en su zona sur y la creación de una presión crecientemente insoportable sobre el país vecino, -Egipto-, induciendo la expatriación de parte de la población de la Franja a la península del Sinaí en algún momento: una forma endiablada de ampliar el espacio territorial de Israel, reduciendo la presencia palestina en Gaza, de acuerdo a la lógica soberana arriba expresada.
Israel tiene pleno derecho de llorar a sus muertos, proteger a su población y recuperar a los rehenes; pero también le persigue la obligación de recordar el pasado del pueblo judío. El espanto del Holocausto todavía reverbera en las pupilas de quienes nos hemos acercado, con compasión y solidaridad, al recuerdo de quienes sufrieron sus consecuencias. El horror que ahora se percibe en Gaza no debería ser una imitación, aunque fuera a escala y sin ánimo expreso, de aquel gigantesco episodio genocida. La paz es posible, tiene que ser posible, pero Estados Unidos no puede repetir el reciente ridículo de Biden ni los países occidentales identificarse con reacciones de bajos vuelos que únicamente sirven para que un presunto delincuente, como Netanyahu, se venga arriba en sus propósitos de venganza y erosión del poder judicial israelí. Y nosotros, como europeos, merecemos que nuestro sentido de la historia vaya más allá de las lamentaciones hipócritas y de buenos deseos huérfanos de decisiones intensamente pacificadoras y defensoras de la coexistencia de dos Estados: Israel y Palestina.