Por definición, en una democracia, todos los políticos, cuando llegan a lograr mandar, lo hacen “de prestado”. Se gobierna siempre por un tiempo limitado, con controles y contrapoderes pero, sobre todo, se depende para ello de renovar la confianza de la ciudadanía, que periódicamente manifiesta sus preferencias y, de algún modo, fuerza a reevaluar y adaptar planteamientos. Los gobernantes siempre han de estar pendientes de lograr que la mayor parte de la población, o al menos una fracción suficiente, esté alineada con sus valores e ideas sobre cómo ordenar la convivencia. O, lo que es cada vez más frecuente, han de virar en algunas de sus posiciones para acomodarlas a los humores sociales dominantes.
Lo verdaderamente interesante no es tanto el hecho de estar “de prestado” sino de cuáles son en cada momento y para cada gobierno las condiciones del trato, las razones por las que se ha obtenido crédito y cuánto queda previsiblemente del logrado. Es claro que, al menos en las sociedades actuales, ciertas opciones tienen más facilidades que otras y que hemos asumido como orden natural de las cosas que, por defecto, manden los ahora autodenominados “conservadores moderados” o “reformistas de centro”. Desde una perspectiva estructural (e incluso clásicamente marxista), además, podría entenderse como normal y casi inevitable que sociedades moderadamente ricas tiendan a preservar el orden actual de las cosas, al menos, mientras una parte suficiente de la población pueda disfrutar suficientemente de estas condiciones de vida. Tampoco es que las izquierdas afronten, además, un momento político e ideológico demasiado bueno en general en el mundo y no digamos ya en Europa, donde en cada vez más países la pugna izquierda-derecha empieza a virar hacia una contienda política entre derechas cada vez más extremas y amalgamas conservadoras reforzadas por un centro-izquierda timorato que trata de apuntalarlas ante el pavor que generan las alternativas (lo que viene a ser la coalición, ya minoritaria y muy inestable, que sustenta por ejemplo a Macron en Francia).
En estas condiciones, si gobernar ya supone de por sí estar de prestado, pareciera que a día de hoy todo gobierno de izquierdas lo esté aún más. Es el caso, en Europa, de los dos únicos que prácticamente subsisten, de momento: dos en la península ibérica, con el portugués quizá dando las últimas bocanadas, amén del peculiar caso alemán, pues aunque liderado por un cada vez más débil SPD ha ejercido una acción de gobierno entre más bien centrista y abiertamente conservadora, pero que además pinta a estar también en la unidad de cuidados intensivos demoscópica. De modo que en unos meses puede darse el caso de que el gobierno de Pedro Sánchez sea el único de toda la Unión Europea que pueda reivindicarse como abiertamente progresista.
Y aquí viene lo interesante, claro. Porque, ¿cómo es posible que un contexto así, aparentemente tan hostil, el PSOE español no sólo haya ido recuperando vigor sino que, caso de que se acabe la legislatura, pueda aspirar a haber gobernado prácticamente una década ininterrumpida desde 2018? ¿De dónde viene este crédito excepcional del que parece disponer? ¿Es por la estatura como político y estadista de su líder? ¿Porque España es diferente? ¿Por el buen tiempo y la mejor gastronomía del mundo? Recordemos que, adicionalmente, en el caso español esta década política ha estado, y sigue estando, condicionada por el conflicto territorial referido al “encaje” de Cataluña en España, que como es sabido explotó con particular virulencia con el intento del gobierno autonómico catalán de realizar un referéndum de autodeterminación en 2017 y la violenta represión del mismo, tanto para impedir su realización en sí como con el encarcelamiento de los responsables políticos democráticamente elegidos por el pueblo catalán, condenados a más de una década de años de prisión y a los que se privó de sus derechos políticos. Aparentemente, y casi todo el mundo lo analizó así en su momento, esta cuestión no ayudaba precisamente a las izquierdas españolas (que, compartiendo este análisis, viraron casi todas ellas, unas más explícitamente, otras por lo bajini, a alinearse con el Rey de España y los sectores más conservadores de la sociedad en la política de mano dura, convencidas de que allí es donde estaba también la gran mayoría del electorado español). Sin embargo, la coincidencia de este conflicto no parece haber perjudicado especialmente en términos electorales al PSOE a nivel nacional.
Hay quien señala como factor clave de esta evolución electoral aparentemente contraintuitiva y manifiestamente tan alejada de lo que pasa en los países de nuestro entorno a Pedro Sánchez, líder del PSOE cada vez más indiscutido. De chico de los recados de Susana Díaz, a quien ésta coloca como secretario general interino para que pierda las siguientes elecciones y le caliente la silla a la espera de que ella pueda abandonar su feudo andaluz en un contexto con mejores perspectivas electorales para convertirse en la primera presidenta del gobierno de España, al actual y mítico Perrosanxe, con naturaleza casi de superhéroe que siempre derrota a las derechas, el actual líder del PSOE se rebeló contra sus mentores, fue defenestrado como líder del partido y casi expulsado del mismo, recuperó el poder interno con una campaña pueblo a pueblo apelando a la pulsión anti-elites que también anida a día de hoy en los partidos políticos, perdió de nuevo las elecciones pero acabó de presidente con una rocambolesca moción de censura que le fuerzan a presentar desde otros partidos y en la que no creía ni él y, desde entonces, cambiando de discurso y de aliados, no ha hecho sino reforzar su control del partido por la vía de ganar (o no perder, que ya es suficiente), aunque sea in extremis, elección tras elección y de poder gobernar apoyado en socios a los que hasta hace dos días prometía meter en la cárcel.
Frente a quienes ven en todo este proceso una gran capacidad política y táctica de Sánchez, que lo coronaría como el gran político de este siglo en España, conviene, en mi opinión, recordar que a veces el caótico azar y la mera casualidad política explican mucho mejor estos cambios y el resultado final en cada momento que ninguna otra cosa. El actual presidente del gobierno tiene el gran mérito, si así se quiere valorar (es indudable que desde la perspectiva de la política como lucha para lograr el poder y retenerlo, por supuesto, lo es), de haberse adaptado como nadie, de manera rápida y, si no decidida, sí desacomplejada, a las nuevas realidades. Y de haberlo hecho antes que nadie. Pero poco más.
Porque el mérito, en realidad, no es suyo, sino de una suerte de ironía política del destino a la que nos ha llevado la obsesión con la unidad de la patria. Paradójicamente, la situación en Cataluña desde 2014, y especialmente desde 2017, ha llevado al centro del debate político español una cuestión, la distribución del poder territorial asociada a la misma idea de convivencia entre periferia y centro de España, que es prácticamente la única, el único debate político, que en la actualidad puede beneficiar a la izquierda española (o a las izquierdas españolas) frente a una alternativa conservadora que a la mayoría de los españoles periféricos les deja muy fríos. Además, tras el nacimiento y crecimiento primero de Cs y luego de VOX como alternativas debidamente españolistas sin complejos (la primera de ellas, con barniz europeísta y reformista, para dar excusas al macizo de la raza para poder votar una opción etnicista sin que lo pareciera demasiado; la segunda ya abiertamente desacomplejada y por ello más exitosa, una vez Cs había normalizado esos mismos mensajes en el espacio y debate públicos), esta alternativa asusta a mucha gente y, por ello, cohesiona a la izquierda y la sitúa como opción por defecto mucho más deseable… casi sin querer ni haber hecho nada al respecto.
En casi todo el resto de cualquier debate o cuestión políticamente discutida que pueda determinar el voto en una sociedad como la nuestra, desde la economía a la defensa de ciertos valores o la protección de un determinado modelo de sociedad, ya sea por incomparecencia, ya porque la dinámica es la que es, la ventaja es claramente de las derechas: aparecen como mejores gestores del modelo económico hoy dominante y que casi nadie disputa, son más fiables a la hora de garantizar una “inmigración controlada” (y lo que eso significa en la práctica en las vallas de Ceuta y Melilla) e incluso han logrado, tras asumir los postulados básicos del feminismo y de la integración de los colectivos LGTBIQ+, desplazar en el imaginario colectivo a quienes hasta hace años eran vanguardia de la reivindicación de estos derechos a una posición de supuesta radicalidad que, nos dicen, enfrentaría a colectivos y ciudadanos. En definitiva, si el debate versa sobre economía, o sobre la guerra de Ucrania, o va de inmigración, o sobre integración europea… en general parece claro que a día de hoy lo estarían ganando las derechas. Y que en ninguno de esos marcos las izquierdas tienen fácil ganar unas elecciones. Lo vemos, de hecho, en toda Europa. O, en clave valenciana, eso mismo es lo que explica la hegemonía estructural previsible de las derechas para la próxima década, ayudadas además por unos gobiernos previos de izquierdas que, llegando al poder un poco de casualidad, no hicieron sino reforzar los marcos conservadores.
La excepción de la que se aprovecha Pedro Sánchez, y que el actual presidente del gobierno se ha encontrado sin buscarla ni quererla pero que ha sabido al fin aprovechar y explotar sin complejos, tiene la gracia de que es prácticamente el único debate en que, a día de hoy, en España, la mayoría social no es tendencialmente proclive a las tesis más conservadoras. La carambola de que ésa sea la cuestión central sobre la que los españoles estemos votando en los últimos años, y el hecho además de que lo hagamos a la contra, en respuesta a las propuestas de un PP anclado a VOX y, sobre todo, de un partido, VOX, que encarna la reacción de los poderes del Estado (desde el Rey al Deep State) contra ciudadanos y políticos que no se acomodan a la manera “correcta” de ser españoles, ha provocado que se conforme una mayoría política alternativa muy plural y distinta en sus planteamientos sobre cualquier otra cuestión, también muy periférica, pero muy sólida. Ocurre, sin embargo, y conviene no perder de vista este elemento, que ello sólo es así por la incapacidad de las derechas, y especialmente del PP, de hacer que salgamos de ese marco a la hora de votar, de desactivarlo.
El actual gobierno de España no es pues que gobierne, como todos, de prestado. Es que lo hace, además, surfeando una ola que ni siquiera provocó ni quiso liderar, pero que se ha encontrado y que le ha permitido ya casi una década de mando en la escena política. Sánchez nunca creyó en esa ola, y tampoco la controla, además, pero ésta es tan de fondo, tan potente, que lo ha acabado arrastrando, contra su voluntad, a liderar ese grupo. De hecho, tras las elecciones de 2015 ya había una mayoría plurinacional-progresista, que nunca quisieron activar ni el PSOE de Sánchez ni el otro (en unos años en que por momentos eran el mismo y en otros estaban radicalmente enfrentados). En 2018, cuando los partidos de izquierdas presionan para que se presente la moción de censura, el PSOE la asume a regañadientes y sin confianza en que salga. Ni siquiera la negocian. Para perplejidad de todo el mundo, la moción se gana, no sólo por los votos del PNV, sino por la aportación clave de los diputados del partido de Puigdemont, sin los que no hubiera salido. La respuesta de Sánchez es formar un gobierno minoritario, con poco más de una cuarta parte de los escaños en el Congreso, sin pactar con quienes le han hecho presidente. Cuando en 2019 se producen elecciones, intenta una vez más un pacto con Cs, abjurando de sus socios y de la mayoría plurinacional-progresista que sigue ahí de nuevo, pacto que sólo fracasa por el enorme ego político de Albert Rivera y Cs, convencidos de que la presidencia del gobierno les correspondía a ellos. Sólo tras una repetición electoral que no deja otra opción, vuelve Pedro Sánchez a pedir los votos nacionalistas periféricos y de las izquierdas, que se los dan, comme d’habitude, a cambio de casi nada (aunque esta vez Podemos entra en el gobierno). Tras estos años, y siempre apoyado en estos socios (excepto en casos como la reforma laboral pactada con Cs, que sale delante de chiripa gracias al voto de unos tránsfugas y el error de un diputado del PP), las nuevas elecciones una vez más conforman esta mayoría y sólo ahora, con cinco años largos de recorrido a las espaldas, parece que se asume con normalidad que esta es la coalición de gobierno y mayoría efectiva que, a día de hoy, permite un gobierno de izquierdas en España. Al menos, algo es algo, todo el mundo tiene claro lo que hay. Ha costado, pero eso ya está.
Lo que no está, en cambio, es una correcta evaluación de lo que eso significa políticamente. Frente a la euforia generalizada de las izquierdas españolas, especialmente las que han pillado cargos en el nuevo gobierno, y de las izquierdas periféricas (en este caso uno ya ni siquiera puede entender por qué), y muy especialmente frente a la sensación de que Pedro Sánchez es casi ya, en su formato Perrosanxe, una suerte de líder providencial del progresismo español y europeo, convendría tener claro que si se ha logrado esta mayoría política y que se prolongue tanto tiempo es sólo porque , tal y como se ha expuesto, se ha convertido en central un elemento, el territorial, que es el único que perjudica a las derechas. Y, a partir de ahí, extraer las consecuencias.
La primera debería ser algo menos de euforia y más sentido de la realidad: esto es una carambola y por ello estructuralmente inestable. La segunda, que si en la agenda territorial es donde se gana no pasa nada por profundizar algo más en ella, con valentía y convicción, de una vez por todas. La tercera, que los votos que reporta la agenda territorial en España no se reparten igual entre territorios y que si bien permiten ganar las elecciones generales porque en ese recuento entran Cataluña y Euskadi, lo hacen a cambio de afianzar la hegemonía conservadora en buena parte del resto del país. Algo que deberían analizar seriamente las izquierdas (en el caso valenciano, tanto el PSPV como Compromís) para tratar de combinar esa agenda ganadora en clave española con un modelo de reparto del poder territorial que pueda suponer también réditos electorales en clave de izquierdas y plurinacional en el resto del país. Dicho en plata: o el País Valenciano pilla también algo, y algo tangible, de una vez, y ya me dirán Ustedes cómo se vende esto bien aquí. Y, en cuarto lugar y último, que esta mayoría de gobierno debería asumir con humildad e inteligencia política que en la mayor parte de cuestiones estructurales de la política “normal” de cualquier país europeo sus posiciones son a día de hoy minoritarias en España, por lo que no basta con aplicarlas contra esa mayoría social, sino que hay que construir una explicación política potente de sus bondades para el conjunto de la sociedad y no sólo para sus destinatarios.
Si no se hace todo eso, inevitablemente, tarde o temprano a la actual mayoría política se le agotará el crédito. En concreto, eso ocurrirá sin que quepa duda alguna el día que el PP y la derecha española no ultramontana abandonen el discurso abiertamente guerracivilista del macizo de la raza y negocien, como acabará pasando cualquier día de estos, con las derechas catalana y vasca como arreglar un problema de encaje político no a leches ni con jueces sino con diálogo y expresión democrática de los deseos de la población. No les ofrecerán referéndums de autodeterminación, aunque estratégicamente es lo que deberían hacer por muchos motivos, porque el fondo de su corazoncito reciamente español les hace ser incapaces de algo así (“antes roja que rota”, se decía en su momento; “antes perrosanxista que con riesgo de putorreferéndum” en castellano de nuestros días), pero algún punto de encuentro descubrirán. Al tiempo.