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'La sangre de la tierra'

Greta Alfaro: "Lo rural es el extranjero dentro del propio país"

23/01/2024 - 

VALÈNCIA. Se llama Sara y es ingeniera agrónoma, aunque uno nunca lo adivinaría a primera vista. Ataviada con ropa deportiva, se nos presenta golpeando con fuerza un saco de boxeo. A cada golpe seco, su inerte oponente va cambiando su color blanquecino por un tono burdeos. Un líquido rojizo va desvelándose poco a poco hasta acabar chorreando por toda la plataforma sobre la que tan solo está Sara y el saco. A cada puñetazo, más rojo. Aunque nos separa una pantalla, el subconsciente nos lleva casi a saborear el gusto metálico de la sangre, nos tensamos con la violencia de cada uno de los golpes. Estamos alerta. Sin embargo, en el charco no hay sangre, aunque sí restos de su esfuerzo. Los que chorrea es vino. Relleno el saco de boxeo de hollejos, la materia sólida que queda después del prensado de las uvas, el charco que va dejando el combate huele a fruta. Tampoco es un ring el espacio que se nos presenta, sino que se trata de la antigua sede de la cooperativa vinícola de la localidad San Martín de Unx (Navarra), inaugurada hace algo más de un siglo. 

Es la artista Greta Alfaro (Pamplona, 1977) la responsable de que tanto Sara como la cooperativa hayan encontrado acomodo en València, una historia que revisita y sobre la que reflexiona en la exposición La sangre de la tierra, que ha inaugurado en la galería de arte contemporáneo Rosa Santos. El proyecto parte de una residencia artística que realizó en la mencionada localidad, dentro del programa Landarte impulsado por el gobierno de Navarra, tres meses en los que se sumergió en la realidad de un espacio que no le es del todo ajena. “No soy el estereotipo de artista urbana”, confiesa casi al principio de su conversación con Culturplaza. De familia de panaderos y labradores, Alfaro, como tantos otros, vio la necesidad de abandonar su pueblo -“escopeteada”, dice- cuando alcanzó la mayoría de edad. La Universitat Politècnica de València fue uno de sus nuevos marcos, a los que pronto se sumarían ciudades como Londres. Pero estos viajes tenían fecha de caducidad y, aunque su obra sigue viajando, ella prefiere operar ahora desde un lugar menos bullicioso.

“Yo soy de pueblo y, si bien es verdad que enseguida me mudé a la ciudad a estudiar, desde la pandemia he estado en un pueblo muy pequeño de La Rioja. Vengo de familia de agricultores, entonces no era un entorno que me fuera completamente nuevo, pero sí que tenía ganas de, después de la experiencia de los últimos años, indagar un poco más”, explica. Aunque trabajar con el contexto que la rodea no es algo nuevo para la artista, lo cierto es que esta experiencia tiene algo de paralelismo con ese proceso suyo personal. Cuando llegó a San Martín de Unx se encontró con un municipio que había sufrido recientemente un incendio devastador, lo que había potenciado ese espíritu ya latente de “comunidad y lucha” que acabó contagiando a Alfaro. Este marco es clave para entender la manera en la que se ha enfrentado a una residencia donde, explica, nunca quiso aterrizar como una “paracaidista”, sino formar parte de un proceso mucho más profundo basado en el diálogo entre ella y sus habitantes. “Me gusta trabajar siempre de manera específica para los sitios donde voy a exponer o donde voy a realizar el proyecto. No me gusta llegar y venir con mi propio mundo, mi propio bagaje, e imponerlo”. 

Esto pasa por dos cuestiones clave, huir de los clichés y dar voz al otro. “Lo rural no es esta idea del pueblerino, de Paco Martínez Soria. Tampoco es la idealización total, porque hay mucha gente que viene directamente de ciudad con una idea súper idealizada de los pueblos. Los pueblos pueden ser horribles, igual que las ciudades pueden ser horribles. Hay que sacarlos del estereotipo., pongamos los pies en la tierra. Hay un gran desconocimiento, lo rural es el extranjero dentro de tu propio país”, explica la artista. Huir de los estereotipos, tanto los construidos desde el desdén como los románticos, ha sido una posición consciente de Greta Alfaro, que mira al campo desde la reflexión histórica, pausada, enfocada en los procesos y en la creación de comunidad, pero también desde la urgencia del presente de un país que mantiene lo rural como la eterna cuenta pendiente.

Foto: MARGA FERRER.

Y es que proceso tiene que ver no solo con la de tender un puente entre la creación artística y otros entornos ajenos a ella, algo que es habitual en la obra de Alfaro, sino que además tiene un componente político que la misma artista pone sobre la mesa, un componente que pasa por reivindicar lo rural dando voz a unas comunidades que, explica, siguen siendo en cierta medida marginadas de la conversación global. “Parece que todas las decisiones que se toman desde el nivel institucional y político están hechas por gente que vive en ciudades. Se toman decisiones, tal vez con buena intención, pero muy ajenas a la realidad de los sitios rurales y muchas veces sin escuchar las voces de la gente de allí”, reflexiona la artista. “Yo creo que el avance de la ultraderecha tiene mucho que ver con ese descontento por la falta de diálogo, de gente que no se siente escuchada y que se deja atrapar muy fácil por discursos populistas. Debemos escuchar y darnos cuenta de que no estamos separados”.

Este trabajo de inmersión ha dado como resultado La sangre de la tierra, un proyecto expositivo que pone el foco en lo rural a partir del elemento de cohesión que es el vino, que no solo reúne entorno a la mesa, sino que aquí también une a través de una histórica cooperativa que sigue siendo el corazón del municipio. Si hace algunos años presentó en La Gallera un mítico proyecto en el usaba el vino bajo el prisma del espectáculo y la celebración, ahora lo mira desde otro punto de vista. Lo hace desde lo sagrado, sí, especialmente a través de unos collages en los que se remite de manera explícita a la religión católica o a la mitología clásica, donde el vino tiene una fuerte carga espiritual. También se deja querer por el folclore característico de la zona, por sus cánticos y festejos, que se traduce de manera explícita con las imágenes de una giganta que danza sobre el terreno quemado. Esta mirada convive con otra, quizá, más aterrizada: la del propio trabajo sobre la tierra, la del cultivo, la del esfuerzo, la de hacer comunidad. 

En este camino juega a confundir al visitante, a usar ese vino que es clave en la economía y organización social de San Martín de Unx como símbolo de esfuerzo y de comunidad, un zumo de uva que en ocasiones parece sangre fruto del esfuerzo de sus habitantes. El rastro rojizo de la uva en la maquinaría de la cooperativa se intercala con algunas imágenes en las que uno de los habitantes se hace un análisis de sangre, un juego que hace más difícil discernir entre una cosa y la otra. El conjunto de evocadoras fotografías, vídeo y collage suena en completa armonía en un proyecto que también pone el foco en la figura de la mujer en el entorno rural un espacio en el que históricamente han llevado la “doble peso” de gestionar la casa manteniendo el trabajo en el campo, un trabajo del que muchas veces no quedaba constancia más allá del relato oral. Por cierto, símbolo de ello y meses después del combate, el saco de boxeo sobre el que descargó su fuerza Sara ha viajado a València para todo aquel que quiera visitarlo. La fuerza del campo sigue latiendo. Incluso en la ciudad. 

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