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DESDE MI ATALAYA  / OPINIÓN

Grillos, carnes sintéticas y otras delicatessen

Foto: JUANCHI LÓPEZ
8/01/2024 - 

Curiosamente, en los últimos años, junto con la narrativa medioambientalista aterradora del fin del mundo se está introduciendo la de la bondad y necesidad de producir y consumir nuevos alimentos, entendidos como tales aquellos que nunca antes habían formado parte sustancial de la dieta mayoritaria de la población mundial, tales como los insectos o la carne cultivada o la leche sintética.

Se nos vaticinó hace decenios, por lo menos desde que yo empecé a interesarme por estos temas en los años 80 del pasado siglo, que nuestro planeta Tierra no sería capaz de alimentar a tanta gente, y menos si seguíamos creciendo al rito previsto entonces. Sin embargo, afortunadamente, erraron las profecías y durante este período pasado se han producido muchos más alimentos de los que eran necesarios para alimentar a la población mundial en crecimiento.

Distinto es que el reparto de dichos alimentos no haya sido equilibrado en todas las regiones del planeta, ni que haya habido el interés necesario de solucionar las hambrunas endémicas en zonas como el cuerno de África o el Sahel, o la malnutrición infantil en otras muchas. Y ello a pesar de la abundante palabrería de gobiernos e instituciones que, insisto, no pusieron los medios suficientes para arreglarlo, cuando los había más que de sobra.

Ahora, aunque yo no percibo esa urgente necesidad de buscar alternativas alimentarias de la que hablan, se nos dice que la producción agroalimentaria tal y como la hemos conocido está agotada, sobre todo porque es insostenible su impacto negativo en el medio ambiente, y que si no inventamos nuevos alimentos, nuestro futuro como especie está acabado. Ni más ni menos, en línea con el estilo catastrofista e inoculador de miedo con el que nos machacan a diario.

Imagen de archivo. Foto: RICARDO RUBIO/EP

"no me parece bien que se avance a pasos agigantados hacia un discurso de la cancelación de los alimentos tradicionales"

Es decir, hay una imperiosa necesidad de buscar alternativas alimentarias inciertas, pero no se pone sobre la mesa el exitoso modelo de aplicar las nuevas tecnologías y desarrollos a la producción tradicional de alimentos, tal y como ya se hizo en la denominada revolución verde en el pasado siglo, cuando la introducción de fertilizantes, plaguicidas o la mecanización del campo, entre otras innovaciones, consiguió batir récords de producción. Y sí, también de contaminación. Pero, ojo, un impacto negativo del que ahora somos conscientes y, lo que es más importante, tenemos las herramientas tecnológicas y el conocimiento para minimizarlo, si no suprimirlo totalmente.

No hay que ser muy avezado para hacerse preguntas incómodas cuando uno constata que las narrativas del miedo que nos empujan a consumir estos nuevos alimentos, los storytelling al uso, son hegemónicas en los principales medios de comunicación, los del discurso oficialista, financiados sospechosamente por los mismos grandes fondos de inversión que están destinando ingentes cantidades de dinero a la investigación y desarrollo de estos nuevos alimentos. Blanco y en botella.

No seré yo el que esté en contra de seguir innovando, también, en estos nuevos desarrollos de carnes cultivadas en grandes birreactores a partir de diversos cultivos celulares. O de cría de larvas de mosca para la obtención de harinas ricas en proteínas. O de producción de sucedáneo de leche y huevo a partir de proteínas vegetales. O de las fermentaciones para la producción de proteínas a partir de aminoácidos obtenidos de subproductos. O, a un nivel menos disruptivo, de la introducción en el mercado de nuevos alimentos para vegetarianos, lo que se conoce con el anglicismo chic de alimentos plant based. Ni mucho menos. Pienso que son una opción muy interesante que viene a diversificar nuestras fuentes de alimentos, lo que siempre es interesante y da respuesta a aquellos que por razones ideológicas, religiosas o del tipo que sea demandan una mayor variedad de alimentos vegetarianos o veganos.

Lo que no me parece bien es que se avance a pasos agigantados hacia un discurso de la cancelación respecto de los alimentos tradicionales, o de sus medios de producción, valga la redundancia.

Imagen de archivo. Foto: RICARDO RUBIO/EP

Porque todavía está por demostrar que los procesos productivos de los nuevos alimentos provoquen un menor impacto medioambiental. Habrá que rastrear como indios sioux la huella de carbono de todo su ciclo productivo, tal y como se hace para denostar los alimentos tradicionales.

Porque todavía se desconoce los efectos sobre la salud de las personas a corto, medio o largo plazo. Me refiero, más allá de efectos toxicológicos mitigables o suprimibles como el de la quitina de los insectos, a las dudas más que razonables de que una leche artificial pueda equipararse a la compleja riqueza que atesoran las leches naturales producidas en las glándulas mamarias de nuestras vacas, cabras, ovejas o búfalas.

Porque más allá de los cantos de sirena y las promesas, tal y como sucedió en el pasado con los alimentos transgénicos, estoy convencido que los inversores en nuevos alimentos no buscan paliar problemas como el hambre o la malnutrición en el mundo, sino obtener los mayores rendimientos a sus multimillonarias inversiones.

"dejemos amorosamente que las élites degusten sus nuevas delicatessen mientras otros buscamos en mercados de abasto"

Porque al apostar los grandes inversores privados en la I+D+i de estos nuevos alimentos arrastrarán también a los fondos públicos en ese sentido, en el marco de la cooperación público-privada. Con el consiguiente menoscabo de la innovación necesaria en métodos de producción agraria convencionales más sostenibles y que busquen un uso más eficiente de los recursos agua, fertilizante y energía.

Porque, no nos engañemos, a la vista de experiencias pasadas, mucho me temo que el resultado serán alimentos defraudadores del sabor y de los placeres gastronómicos vinculados a la cocina tradicional.

Imagen de archivo. Foto: RICARDO RUBIO/EP

Porque prefiero lo genuino a los sucedáneos, aunque comprendo que a un número cada vez mayor de personas les resulte difícil distinguir lo uno de lo otro, porque nunca tuvieron la dicha de catar alimentos de verdad, en su sazón.

En fin, dejemos amorosamente que las élites multimillonarias y filantrópicas degusten sus nuevas delicatessen, esas por las que con tanto interés abogan y, nosotros, yo al menos, seguiré buscando en mercados de abasto, verdulerías, pescaderías o carnicerías de barrio los mejores, más frescos y auténticos productos; viandas ricas en sabores y tradiciones, producidas por los cada vez más escasos productores locales, y me aplicaré a cocinarlos como me enseñó mi abuela Luisa, lentamente, disfrutándolos primero en mi imaginación. O iré a degustarlos en alguno de los restaurantes que apuestan por los productos de temporada y que con generosidad nos hacen la vida un poco más placentera.

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