GRUPO PLAZA

en portada

Gustavo Gimeno: «Tengo la suerte de trabajar rodeado de músicos maravillosos»

Este valenciano de 45 años es el director de orquesta español con mayor proyección internacional y acaba de triunfar en el Teatro Real de Madrid dirigiendo El ángel de fuego, de Prokófiev

| 25/05/2022 | 15 min, 56 seg

VALÈNCIA.- Su carrera sobre el podio ha sido meteórica, desde que debutase in extremis al frente del Concertgebouw de Ámsterdam en 2014. Hoy combina las titularidades de la Filarmónica de Luxemburgo y la Sinfónica de Toronto, aunque colabora con las mejores orquestas del mundo, como la Filarmónica de Berlín y la Orquesta de Cleveland. Pero Gustavo Gimeno (València, 1976) proviene de una familia de músicos de banda. Un percusionista que decidió viajar a Países Bajos en los noventa. Un estudioso obsesivo que logró un puesto en la prestigiosa Orquesta del Concertgebouw en 2001. Pero también un músico con tesón y talento que se siguió formando, trabajó como asistente de Mariss Jansons y Claudio Abbado, y logró cambiar la baqueta por la batuta. Hoy está considerado uno de los directores de orquesta con mayor proyección internacional y dispone de una importante fonografía entre los sellos Pentatone y Harmonia Mundi. 

— ¿Por qué prefirió formarse fuera de España?

— Aquí teníamos ese complejo de inferioridad. Tras estudiar percusión en València, y haber pasado por la Joven Orquesta Nacional de España, tenía claro que quería irme fuera. Y no tan solo para evolucionar como músico, sino también como experiencia vital. Quería ver, comprender e incluso comparar. Y para saber cuál es la referencia tenías que irte fuera. 

¿Y por qué Ámsterdam?

— Tuve varios profesores que habían estudiado allí. Pero creo que fue más determinante la imagen que tenía en mi mente de lo que era Holanda. Me la imaginaba como una sociedad abierta y tranquila, un país que te acogía y donde era fácil integrarse. Me pareció que sería más fácil que en otros sitios. Y además yo veía que allí pasaban muchas cosas musicalmente y tenía la Orquesta del Concertgebouw como referente.

— ¿Por los discos?

— Sí. Mi hermano Rubén (que también es hoy director de orquesta) y yo jugábamos a dirigir con el LP de la Enciclopedia Salvat de los grandes compositores de la Primera sinfonía de Mahler, con Bernard Haitink al frente de la Orquesta del Concertgebouw. Pero recuerdo también a un profesor del conservatorio que se llamaba Carlos Gimeno. Un tipo culto y carismático que me dio clase siendo un niño. Y siempre me preguntaba: «¿Gustav?», yo respondía: «Mahler», y siempre me corregía: «No, Leonhardt». 

Efectivamente la ciudad holandesa atraía a muchos jóvenes para estudiar música antigua.

— Y música contemporánea. Además de la Orquesta del Concertgebouw, la ciudad disponía de un circuito de música contemporánea con el prestigioso Premio Internacional Gaudeamus. Allí podías escuchar conciertos de cámara y nuevas composiciones en locales muy particulares como en De Ysbreeker, un bar con una pequeñísima sala que tenía una importante temporada de música contemporánea. También disfruté en esos años noventa de la vida musical relacionada con la música antigua, pues en la ciudad, además de Leonhardt, estaba Frans Brüggen con la Orquesta del Siglo XVIII y Ton Koopman con la Orquesta Barroca de Ámsterdam.

Lea Plaza al completo en su dispositivo iOS o Android con nuestra app

— Y en 2001 ganó una plaza como percusionista en la Orquesta del Concertgebouw. ¿Cómo recuerda esos años de formación?

— En realidad, mi primera colaboración como percusionista con el Concertgebouw fue en junio de 1995, cuando todavía era estudiante. Mariss Jansons dirigía la Sinfonía núm. 7 Leningrado, de Shostakóvich. Aquella experiencia me impactó. Haciendo un símil futbolístico, fue como entrar en el vestuario del Bernabéu y que tus compañeros fueran Luka Modrić y Karim Benzema. 

¿Sabía quién era Jansons?

— Era un ídolo de mi infancia. Había por casa una cinta de vídeo donde dirigía La consagración de la primavera, de Stravinski, y su nombre se me había quedado grabado. Son de esas imágenes que uno tiene fijadas desde niño. Apenas había empezado con el solfeo, pero me impactó mucho su magnetismo sobre el podio. Debutar con el Concertgebouw y bajo su dirección me pareció increíble. En realidad, pienso que todo lo que me ha pasado después en la vida ha sido una especie de bonus. Y no porque no haya trabajado duro, sino porque no me esperaba nada más. Con aquella colaboración experimenté la élite de la música clásica.

— Había cumplido su sueño.

— Y me sentí muy orgulloso. Pero quizá por ello nunca he vivido después con la presión de alcanzar una meta profesional específica. Por supuesto que siempre he aspirado a mejorar en cada nueva composición que he interpretado, cada concierto que he dirigido y cada partitura que he estudiado. Suelo mirar hacia delante con hambre y curiosidad, pero también con una sana tranquilidad. Y me alegra mucho ser así, pues me evito vivir con la presión, ansiedad o insatisfacción de tener que llegar a algún sitio concreto. 

Pero, a pesar de ello, su carrera no ha parado nunca de ascender.

— Sí, pero mis planes y objetivos concretos se terminaron aquel día de 1995. Y así sigo hasta hoy. En realidad, después de esa colaboración terminé mis estudios en Ámsterdam. Mi profesor me propuso quedarme en la ciudad un par de años, combinando algún bolo profesional con otros estudios. Hice de todo como freelance. Y justo cuando decidí regresar a España salieron plazas de percusión en el Concertgebouw. Me presenté sin estar muy convencido de que podría entrar. Pero me salió bien y mi vida dio un volantazo.


¿Y fue entonces cuando se empezó a interesar por la dirección orquestal?

— A mí la dirección orquestal me había interesado siempre. Una vez dentro de la Orquesta del Concertgebouw dispuse de horarios fijos que me permitieron estudiar dirección de orquesta. Aprendí los conceptos básicos, y colaboraba con varios conjuntos orquestales amateurs donde me curtí en la práctica. Por supuesto, también aprendí viendo trabajar en el Concertgebouw a algunos de los principales directores del mundo. 

— Como Mariss Jansons, quien después le nombró su asistente.

— Eso fue algo que tampoco me esperaba y que también cambió mi vida. Cada uno sigue su propio proceso, pero en mi caso tuve que desarrollar una confianza que no tenía. Y es que dirigir una orquesta al máximo nivel son palabras mayores. Implica muchas cosas y le puedo asegurar que al principio no sabía si sería capaz de hacerlo. Ahora me doy cuenta de lo gratificante que es. Pero recuerdo cuando Jansons me decía: «Gustavo, estoy muy contento contigo y creo que tienes que dedicarte a esto». Y después le veía ensayando con el Concertgebouw exactamente las cosas que le había indicado. Ahí recuerdo que algo dentro de mí empezó a decirme que quizá sí podría hacerlo.

— Y después fue asistente de Claudio Abbado.

— Con él llegó el cambio definitivo. Y me di cuenta de que ya no había marcha atrás. Me aportó la confianza que necesitaba. En uno de los primeros ensayos con él, me propuso que yo dirigiera la orquesta, mientras él escuchaba. En adelante, dirigí muchas veces en sus ensayos, pues confiaba en mí. Me abrió su mundo y a los pocos días ya estábamos hablando de proyectos.


— De hecho, Abbado llegó a cederle la batuta durante sus últimas actuaciones en España.

— Es verdad. Fue en la Sinfonía Concertante de Haydn, en marzo de 2013. Abbado fue siempre muy generoso conmigo y me trató como un colega. Pero desconozco la razón por la que llegó a cederme la batuta en una obra durante sus conciertos en España. No obstante, creo que ha sido el director que más me ha aportado. 

Quince días después de su fallecimiento, en febrero de 2014, llegó su oportunidad al frente del Concertgebouw y sustituyó in extremis a Mariss Jansons por enfermedad. ¿Cómo fue la experiencia?

— Fue muy emocionante al principio, pero también con muchos nervios por la responsabilidad. Eso sí, me entendí de maravilla con mis antiguos compañeros de la orquesta durante los ensayos, pues el programa era muy complicado. Y para mi sorpresa fue un éxito de crítica y público. Jansons pudo verlo filmado y en mi relación con él hubo un antes y un después de aquello. Cuando nos volvimos a encontrar me abrazó y me dijo que a partir de ahora sería su protegido.

¿Y le recomendó?

—Jansons no era de recomendar a jóvenes directores o lo hacía en contadas ocasiones. Pero me recomendó a Stephan Gehmacher, mi actual director ejecutivo en la Filarmónica de Luxemburgo, y también a otros responsables de orquestas. Por ejemplo, el antiguo director artístico de la Sinfónica de Pittsburgh, una orquesta que Jansons dirigió como titular a finales de los noventa, me contó hace poco que siempre le solía preguntar por jóvenes directores. Y Jansons siempre le hablaba de Andris Nelsons. Pero un día le llamó y le dijo: «Hay otro más». Se refería a mí y pronto recibí la invitación para dirigir en Pittsburgh. Me ayudó mucho comprobar que había grandes maestros como Jansons que tenían más confianza en mí que yo mismo. 

«DIRIGIR UNA ORQUESTA AL MÁXIMO NIVEL SON PALABRAS MAYORES. IMPLICA MUCHAS COSAS Y LE PUEDO ASEGURAR QUE NO SABÍA SI SERÍA CAPAZ DE HACERLO»

¿Le cuesta creer cómo ha llegado hasta aquí?

— Obviamente ahora tengo más confianza, pues veo que tenía más capacidad de la que yo pensaba en un principio. Pero le confieso que a veces miro mi biografía en el programa de mano, en esos minutos previos a la salida al escenario, y la leo como si no estuviera hablando de mí.

Creo que ha tenido la oportunidad de trabajar con los más grandes solistas del momento.

— Sí, tengo la suerte de trabajar rodeado de músicos maravillosos. Y me impresiona repasar el listado de solistas con los que he colaborado: pianistas como Krystian Zimerman, Daniel Barenboim, Radu Lupu, Yuja Wang, Beatrice Rana, cantantes como Bryn Terfel o Anja Harteros, violinistas como Isabelle Faust, Patricia Kopatchinskaja, Frank Peter Zimmermann, Leonidas Kavakos, Renaud Capuçon, violonchelistas como Jean-Guihen Queyras, Gautier Capuçon, y muchísimos más. Obviamente es muy especial hacer música con artistas que además son amigos, como es el caso del pianista Javier Perianes. Hace pocos meses trabajamos juntos en San Francisco y compartimos paseos, comidas y cenas, por supuesto el escenario e incluso algún partido de fútbol por televisión.

— ¿Cómo es la relación de un director de orquesta con un solista?

— A ese nivel es una suerte, pues son solistas que admiro y de los que aprendo. Y considero un error cuando un director impone ideas propias a un solista. Me siento muy afortunado de haber hecho el Concierto para violín de Beethoven con Isabelle Faust, Vilde Frang, Frank Peter Zimmermann, Leonidas Kavakos y Christian Tezlaff. No comparto exactamente todas las decisiones de cada uno de ellos, pero me pongo al servicio de sus ideas. Y de todos he aprendido algo acerca de la obra. Esto es lo que yo me llevo de experiencia.

¿Algún solista le ha fascinado en especial?

Por ejemplo, el barítono Bryn Terfel es uno de los músicos que más he admirado por varias razones. No solo le seguía desde adolescente, sino que trabajé con él dentro de una orquesta, cuando cantó Scarpia de Tosca de Puccini en Ámsterdam con el Concertgebouw, y también he trabajado como director con él en Luxemburgo un par de veces. Me impresiona su capacidad para combinar el respeto hacia lo escrito en la partitura con su propia interpretación, que luego eleva con carisma personal y capacidad creativa en el momento de la actuación.

«Creo que todavía no he conocido a ningún compositor como el valenciano Francisco Coll. 

Me refiero a alguien tan brillante y en fase de crecimiento»

¿Y alguna orquesta?

— Me fascina la Orquesta de Cleveland. Fue el conjunto con el que debuté en Norteamérica y la formación estadounidense que más veces he dirigido. Tiene un sonido maravilloso y una actitud tan profesional como humilde. Tuve un flechazo similar la primera vez que dirigí a la Sinfónica de Toronto, un conjunto superprofesional, que toca de maravilla en una primera lectura, y además es un lugar fantástico para trabajar. Obviamente dirigir a la Orquesta del Concertgebouw ha sido siempre una gran experiencia y debutar al frente de la Filarmónica de Berlín, algo inolvidable.

¿Qué compositores contemporáneos le han impactado?

— Creo que todavía no he conocido a ningún compositor como el valenciano Francisco Coll. Me refiero a alguien tan brillante y en fase de crecimiento, pero también con quien me haya sentido tan unido a nivel artístico. Nuestro disco para Pentatone con la Filarmónica de Luxemburgo es una buena muestra de ello. Ahora desde mi titularidad en Toronto voy a conocer infinidad de nuevos compositores canadienses gracias a los programas NextGen Composers y Celebration Preludes. Y, por supuesto, voy a dirigir obras de muchos otros compositores actuales como Magnus Lindberg, Lera Auerbach, Sofia Gubaidulina, Hans Abrahamsen, Unsuk Chin, etc. o voy a estrenar obras de Daníel Bjarnason y Francisco Coll, entre muchos otros.

— Su disco con obras de Francisco Coll ha sido el noveno y último en el sello Pentatone, pero acaba de comenzar un vínculo con Harmonia Mundi.

— Sí, acaba de salir en Harmonia Mundi el Stabat mater de Rossini. Y estamos editando el siguiente lanzamiento dedicado a Stravinsky, que combina los ballets de El pájaro de fuego y Apollo, que grabamos en pandemia. Después seguirán más proyectos centrados en Henri Dutilleux y Karol Szymanowski.

— No quiero terminar sin preguntarle por su relación con España y con Valencia.

—Colaboro con instituciones a las que me siento muy próximo como el Teatro Real de Madrid, donde acabo de dirigir una producción de El ángel de fuego de Prokófiev; el Liceo de Barcelona, donde dirigí en 2020 una producción de Aida de Verdi, y el Palau de les Arts de València, donde suelo estar presente cada año en la programación sinfónica de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. De hecho, la próxima temporada volveré a València para dirigir un programa sinfónico centrado en Brahms, pero también dirigiré una producción de ópera. Al mismo tiempo, he realizado varias giras por España con la Filarmónica de Luxemburgo con Ibermúsica, la última a comienzos de este año, y he actuado en varias ediciones de la Quincena de San Sebastián y del Festival Internacional de Santander, como el pasado verano. Me encantaría poder colaborar con más orquestas y festivales españoles, pero la capacidad de mi agenda es limitada con dos titularidades, en Luxemburgo y Toronto.

Cuando el ‘hobby’ se fusiona con la profesión 

 —¿Cómo era de joven Gustavo Gimeno?

— Un estudioso obsesivo. Mis padres siempre me lo decían y hasta mi primera novia me lo recordó cuando nos reencontramos. Era inflexible ante algo que tuviera que hacer.

— ¿Qué le queda de aquel estudioso obsesivo?

— Creo que lo sigo siendo, aunque compensado por otras capas. Por ejemplo, antes de nuestra entrevista tenía previsto dedicar una hora al estudio de una nueva composición de Hans Abrahamsen que debo dirigir en Toronto. Y si no lo hubiera hecho, ahora no estaría tranquilo.

—¿Tiene hobbies?

— Por supuesto. Siempre he sido un fanático del jazz, aunque nunca lo he practicado como músico. Veía Jazz entre amigos, el programa de Juan Claudio Cifuentes, y hasta me lo grababa. También iba a conciertos y compraba discos. Siendo un crío vi en València a Wynton Marsalis, a Chick Corea y a Miles Davis, pero además leí sus biografías y conocía sus grabaciones. El jazz me sigue gustando mucho, aunque no me atraen otros estilos. Entiendo la magnitud de los Beatles o los Rolling Stones, pero no siento una afinidad natural con su música. 

— ¿Y la literatura?

—También he funcionado por obsesiones. Cuando descubrí a Hermann Hesse o a Jorge Luis Borges me leí todo lo que habían escrito. Y me pasó después algo parecido con Enrique Vila-Matas. 

— ¿Le interesan las artes plásticas?

— Sin duda. Durante el confinamiento combiné el estudio de la partitura de El ángel de fuego de Prokófiev, en cuyo cuarto acto aparecen Fausto y Mefistófeles, con la lectura de una preciosa edición de Galaxia Gutenberg del Fausto de Goethe ilustrado por Miquel Barceló. Y durante las semanas en las que estuve en Barcelona dirigiendo Aida, a comienzos de 2020, desarrollé una gran pasión por artistas catalanes como Antoni Tàpies y Riera i Aragó.

— ¿Y el deporte?

— Claro. Sigo con pasión el fútbol, el baloncesto y el tenis. Pero me doy cuenta de que la música es mi verdadera obsesión y mi proyecto de vida. No creo que haya mejor dedicación para mí que la dirección orquestal, pues fusiona el hobby con la profesión. Y en ella tiene sentido ser un estudioso obsesivo.

— ¿Cree que le influye de alguna forma el contexto cultural en su trabajo en Luxemburgo y Toronto?

— Creo que sí. Luxemburgo es un crisol centroeuropeo, mucho más próximo a Ámsterdam, donde vivo, pero muy diferente de Toronto. Por ejemplo, la ciudad canadiense tiene una arquitectura muy interesante, que combina edificios modernos altísimos con otros muy antiguos y una comunidad multicultural. Por ello mis conciertos allí suelen combinar obras nuevas muy diversas con el repertorio convencional. Este mayo dirigiré estrenos de tres jóvenes compositoras canadienses, Julia Mermelstein, Zosha Di Castri y Afarin Mansouri, y de un compositor, Samy Moussa, junto a El pájaro de fuego de Stravinsky y el Concierto Emperador, de Beethoven.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 91 (mayo 2022) de la revista Plaza

next