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ofendidita / OPINIÓN

Hacer ‘crac’

21/03/2021 - 

VALÈNCIA. Hace un tiempo, empecé a encadenar temporadas en las que la oscuridad me inundaba. Primero fueron días, luego semanas. Sentía un miedo ciego y total. Miedo a salir de casa, miedo a levantarme de la cama, miedo a tener una conversación, miedo a renovarme el DNI. Me convertí en una carcasa de pollo vacía y con unas ganas tremendas de poder apagar el interruptor. De poder apagar todos los interruptores, porque mantenerme encendida me resultaba insoportable. Obviamente, el diagnóstico fue que tenía una depresión del carajo y una ansiedad que daba para nutrir los arrozales de todo el Sudeste Asiático. Pero como soy una privilegiada, durante ese proceso complejo, duro y no precisamente fugaz, pude contar con todos los recursos que me hicieron falta. Me invade el vértigo solo de pensar cómo estaría hoy de no haber sido así. Tratamiento farmacológico cuando fue imprescindible y terapia continuada con la periodicidad que necesitaba en cada etapa, no con la que marca un sistema de salud pública que sigue considerando la salud mental el cajón de liquidaciones de Bershka. Y es que, como se abordó hace unos días en el Congreso, el sufrimiento psicológico sigue ahogado en estigmas y considerado un asunto frívolo, superficial, una excusa para vagos y blandengues. Una concepción que encaja de maravilla en los engranajes laborales en los que estamos insertos. Al fin y al cabo, solo eres un individuo válido mientras seas capaz de producir. ¿Que la vida te está sobrepasando? Pues ansiolíticos y a seguir tirando. Hasta que el cuerpo aguante, hasta que ya no puedas más. 

En mi caso, con el diagnóstico vino la culpa. Porque a ver, qué derecho tenía yo a sentirme así, si tampoco me había pasado nada tan grave. Con los problemas enormes que tiene otra gente. Menuda floja, menuda niñata inmadura, menuda birria de persona. Qué vergüenza que el gran éxito de tu día haya sido lavarte el pelo y comer algo más que un yogur. Porque hemos aprendido que debemos aguantarlo todo; que, si sentimos que algo falla en nuestro interior, la culpa es nuestra; que ser vulnerable es un fracaso; que hacer ‘crac’ y pedir ayuda es un signo de debilidad. Y que la debilidad debe ser penalizada. Claro, de repente estalla una pandemia mundial, la incertidumbre y la desazón se apodera de nuestras vidas y nos encontramos con el melonar de la salud mental esperando a ser recolectado. Vaya, vaya...

En un ecosistema en el que se premia la competitividad y la ambición, mostrar tus propias fragilidades, tus grietas y tus costuras no es precisamente una receta para el éxito. No nos engañemos, es mucho más fácil explicar que tienes gastroenteritis a contar que tu cabeza no te deja, literalmente, moverte. Que no puedes respirar. Que el cuerpo no te responde, que no te sale la voz, que hacer una llamada telefónica es una pesadilla. Que no te sientes capaz de vivir. Que el infierno eres tú y son los otros. 

Como tengo el poder de leer la mente, sé que muchas estaréis diciendo ahora que hay problemas que no pasan por la asistencia psicológica individual, sino que son fruto de un sistema que actúa como una trituradora de carne humana. Que los problemas colectivos requieren respuestas colectivas. Ya lo sé, ya lo sé. Si yo lo quiero todo: la psicóloga y el sindicato; el pan y las rosas; a Faulkner y a la Carrà. Pero ya hablaremos de eso en futuros episodios, lo prometo. 

En mi caso, pude contar en mis círculos más cercanos lo que me estaba pasando sin ser juzgada. Es más, sintiéndome tremendamente querida. No todo el mundo encuentra esa respuesta. Bueno, algún comentario del tipo “no tienes motivos para estar tan triste, tienes que intentar dejar de estar tan triste” sí que me llevé, pero fue una minúscula excepción. Por cierto, si alguien os dice que el mejor antidepresivo es un buen paseo por el bosque y que querer es poder, tenéis mi permiso para ir a vuestro McDonald’s más cercano, robar 896 sobrecitos de kétchup, colaros en su casa de noche e ir esparciéndole el contenido de cada paquetito por la cara mientras duerme. Si se queja, le comentáis que la risa también es el mejor antidepresivo y que a ti eso te ha parecido muy divertido. 

El caso es que, cuanto más abiertamente contaba lo que me estaba ocurriendo, lo que me había ocurrido, más gente compartía conmigo vivencias muy similares que hasta el momento habían mantenido en silencio. Y ya lo dijo Audre Lorde, el silencio no nos protege. Una panda de desequilibrados compartiendo nuestros desequilibrios. ¡Yuju! Supongo que así se van rompiendo los tabúes, hablando, verbalizando, dando la turra con aquello que nos está carcomiendo. Normalizando que en ocasiones la vida te quiebra. Y que nombrarlo es comenzar a sanar. Algo parecido ha sucedido esta semana en Twitter: después de que el diputado del PP, Carmelo Romero le espetara a Íñigo Errejón "¡Vete al médico!" tras una intervención sobre suicidio y salud mental, muchos usuarios se han lanzado a publicar sus experiencias al respecto. Lo personal es político, ¿y qué hay más personal que las marejadas que se desatan en tu propia cabeza?

Iñigo Errejón. Foto: Instagram

Total, que la depresión se fue marchitando poquito a poco. En cuanto a la ansiedad, pues ya se ha quedado como artista invitada en mi vida. Tiene alma de vedette y, como todas las divas, es algo histriónica, pero intento no darle mucho protagonismo. Convertirla en actriz secundaria a base de ayuda psicológica no es precisamente barato y, de nuevo, no todo el mundo tiene la oportunidad de costeárselo. Ya somos viejas conocidas y sé cómo recibirla cuando toca al timbre y aparece en forma de nudos en la boca del estómago y una sensación de alerta hacia no se sabe muy bien qué. Como una de esas vecinas pesadas de las sitcoms estadounidenses que siempre se presentan a husmear en los momentos más inoportunos con la excusa de traer una tarta de manzana (lamentablemente, la ansiedad no traer nunca tarta, solo angustia existencial). Ni la precariedad sistémica ni la pandemia mundial ayudan mucho en esto de hacerte colega de tu ansiedad, pero estamos trabajando en ello. 

Para el dolor de espalda voy al fisio, para el dolor de la mente voy a terapia. Los dos servicios están abandonados por parte de la sanidad pública. Los dos me hacen la vida mucho más feliz. Y los dos son, ahora mismo, un lujo solo accesible a aquellos que se lo pueden pagar. Expulsar la oscuridad que nos crece en las entrañas todavía es un privilegio.

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