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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Hacerse mayor

Todos los días morimos un poco. El tiempo nos pasa sus facturas (las pérdidas, las enfermedades, las traiciones y alguna decepción) que nos resistimos a pagar. Admiro a la gente que sabe envejecer con elegancia. Intento aprender de ellos, de su saber estar en el declinar de la vida

27/05/2019 - 

Iba a escribir sobre los payasos contratados para amenizar las sesiones del Congreso de los Diputados, con especial atención al melifluo Junqueras, preso de las risas del pueblo español, pero el encuentro inesperado con un viejo amigo me hizo desistir de la intención. Tiempo habrá para hacerlo en esta legislatura en la que sólo cabe esperar grandes males y ningún remedio para este país que se desangra por la cobardía, la maldad y la ineptitud de sus élites.

Hacía muchos años, tal vez diez, que no veía a mi amigo, al que conocí en la Facultad de Periodismo. Me topé con él saliendo del bar Pascualín, en Ruzafa, donde acostumbro a comer algunos días de la semana.

Los dos nos quedamos sorprendidos, sin saber qué decir. Nos saludamos, nos dimos un tímido abrazo y hablamos de lo habitual en estos casos, cuando dos personas no se han tratado desde hace mucho: de la familia, del trabajo (descubrí que a él también lo despidieron por la crisis), de amigos y muertos comunes… Estuvimos conversando media hora en la confluencia de la calle Cuba con Centelles. Yo no tenía prisa porque había acabado mi jornada laboral y él tampoco porque libraba. Confirmamos nuestros números de teléfono y quedamos en llamarnos para tomar un café.

Lo vi avejentado y gordo. Nunca había reparado en su papada de pavo real. Llevaba  gafas. Su pelo había encanecido. Al marcharse, caminaba sin la prestancia de antaño, con la soberbia corporal que sólo distingue a los jóvenes herederos de una buena genética. Arrastraba un aire de decadencia que me enterneció. Justo es reconocer que yo tampoco estoy para tirar cohetes, pero creo conservarme mejor. Mi decadencia ha adoptado un ritmo más pausado y elegante.

Volver a la obra de Marcel Proust

El encuentro fortuito con mi amigo (cuyo nombre me reservo para no comprometerlo) me ha traído a la memoria al narrador de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En el último de sus siete libros, El tiempo recobrado, el protagonista se reencuentra, al cabo de muchos años, con algunos conocidos, a quienes el tiempo los ha hecho irreconocibles; él los ve absurdos y viejos.

Si tienes más de cuarenta años, entenderás lo que acabo de escribir.

Nos hacemos mayores.

Podemos ilusionarnos con detener el tiempo yendo al gimnasio, pasando por el cirujano plástico, escuchando a Bad Bunny o vistiéndonos con ropa juvenil de Zara. Incluso poniéndonos cremitas antes de dormir, como es mi caso, pero el espejo no engaña. Es una batalla perdida echarle un pulso a las hojas del calendario, que siempre acaban ganando, hasta que llega la última y definitiva.

Lo más grave de hacerse mayor (o viejo, hablemos sin eufemismos) no es la decadencia física y mental, sino la sensación de que este mundo ya no es el nuestro

Pero lo más grave de hacerse mayor (o viejo, hablemos sin eufemismos) no es la decadencia física y mental, sino la sensación de que este mundo ya no es el nuestro y ha dejado de pertenecernos. No manejamos sus códigos. Recordad de donde venimos. Nacimos con el dictador y ahora nos intentan camelar con el hermoso cuento de la democracia. Éramos analógicos, nos alimentábamos de papel y tinta, y nos forzaron a convivir con pantallas. Nos prometieron trabajos y relaciones para toda la vida y nosotros, ingenuos, nos lo creímos. Nos inculcaron valores como la lealtad, la honradez y el esfuerzo que han acabado en las vitrinas de museos vacíos.

La difícil tarea de sobrevivir en 2019

Casi nada de lo que nuestros padres nos enseñaron nos sirve para sobrevivir en 2019. No caeré en la vulgaridad de decir que nos hemos reinventado. Abandonada cualquier esperanza, simplemente nos agarramos a un clavo ardiendo (una pareja, la ternura de tu hijo, la amada literatura, el alcohol imprescindible) para no ser mordidos por el perro de la desesperación.  

Se trata, en definitiva, de hacernos mayores con elegancia y sin refunfuñar demasiado, como algunos cascarrabias que hemos conocido. Para alcanzar tan deseable objetivo ayudaría tener buena salud y disponer de un razonable patrimonio en un banco, a ser posible de los que no te cierran la caja a las once de la mañana. ¡Ana Patricia, amor, recapacita!

Con salud, algo de dinero y una compañía deseada se sortearán las pequeñas tragedias de la vida que nos sea regalada. En absoluto nos importarán los vaivenes de este mundo traidor, del que no esperamos nada nuevo ni bueno. Seamos egoístas y pensemos solo en nosotros. Seamos solidarios con una causa, la nuestra. Soltemos lastre de personas y cosas. Y tomemos distancia con todo lo que nos daña y hace perder el tiempo. Porque el tiempo es, precisamente, lo que nos empieza a faltar.   

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