José Luis Moreno parece, de entrada, un hombre arisco, pero luego se ablanda. Es curioso que el cliente llega a Casa Rosita, un templo del alquiler del disfraz y el traje de ceremonia en València, saluda y siempre, como si fuera algo estudiado, estratégico, no escucha una respuesta hasta pasados cinco o seis segundos. Y durante esos cinco o seis segundos, la persona que ha entrado en ese comercio duda de si ha hecho lo correcto, de si no será mejor salir por la puerta y buscar el frac o la ropa de payaso en otra parte. Pero justo en ese momento, José Luis levanta la cabeza, devuelve el saludo y abre de par en par un lugar donde almacena una oferta inconmensurable.
La tienda engaña. Aunque el espacio reservado para la atención al cliente es relativamente amplio, uno, viendo aquel atelier, no se puede imaginar que allí detrás, en la trastienda, pueda haber cientos y cientos de trajes de todo tipo. Porque José Luis nos conduce por una puerta y llegamos a un almacén gigantesco, una especie de laberinto donde cada habitación acaba estrechándose al final para dar paso a otra más. Y esta a otra más. Y llega un momento en el que no sabes si estás a veinte, treinta o cien metros de la entrada. Como si hubieras descendido por una mina y no tuvieras referencia de la profundidad a la que te encuentras.
El comerciante, de 57 años, ha tardado varias semanas en encontrar un hueco. Las últimas bodas, Halloween y un par de puentes le impedían encontrarlo. Así que, al fin, en un día horrendo, bajo una lluvia torrencial, llegamos a Casa Rosita, sacudimos los paraguas, entramos y saludamos. "Hola, buenos días". Pasan cinco segundos, seis, quizá siete, y José Luis no dice ni pío. Sigue con la mirada fija en una agenda que tiene abierta sobre la mesa. Como si fuéramos invisibles. Pero al final levanta la cabeza, cierra de golpe el libro y responde al saludo con cordialidad.
La tienda lleva en la calle Pintor Benedito desde 1979, casi un cuarto de siglo. Durante años fueron vecinos de Rita Barberá, que vivía justo encima, en el primer piso. Pero su origen está algo más lejos, en el centro de València, en la calle Don Juan de Austria, muy cerca de donde se encuentra el Bar Mundo. Allí, en el cogollo de la ciudad, su madre, doña Rosa, que había aprendido lo que es llevar un comercio en una lechería, terminó abriendo Casa Rosita a mediados de los años 50.
En ese comercio, al lado del convento de las monjas de Santa Catalina, se ganaba la vida junto a su madrastra. Luego se les unió su marido, Pablo Moreno, un militar de Aviación que recaló hace décadas en Manises, que vivía en Ruzafa y que, por azar, un día se cruzó por la calle con Rosita, que era fallera de Cuba-Dénia. Se casaron y el hombre empezó a echar una mano por las tardes. "Pero la precursora fue mi madre, que ya había estado en negocios de esta índole y que trabajó desde que era una niña. Ellos empezaron con este negocio y yo me incorporé más tarde. Antes hice tres años de carrera, pero vi aquí una oportunidad de trabajo y acabé heredando el negocio".
Pero antes del José Luis Moreno empresario, pasó por Casa Rosita el José Luis Moreno niño. Un chiquillo que jugaba por la tienda, que se colgaba de los cancanes, que cogía una chistera y se la calaba, que se disfrazaba de cualquier cosa. "Tengo muchos recuerdos de niño en la tienda. Alguien dijo que la patria del hombre es la niñez, y es cierto. Luego vino la época de discutir cada día con mi madre por los diseños. Porque yo venía de un mundo diferente, más analítico, de estudiar Ciencias Económicas, y acabé cogiendo un lápiz, porque tenía facilidad, y acabé diseñando, creando, imaginando, que es algo muy complicado. El mundo del artisteo es muy difícil".
José Luis dice que es un orgullo regentar un negocio que lleva el nombre de su madre. El heredero rodea el terreno pantanoso que es sumergirse en el recuerdo de sus progenitores, que ya no están, pero se nota que esa herida aún está tierna. "Mis padres murieron hace cinco años y medio y seis años. Yo ya regentaba el negocio, aunque mi madre estuvo aquí conmigo hasta el último momento. Al principio, en su época, antes de la democracia, no era tan habitual ver a una mujer trabajando, llevando un negocio. Pero ella fue una mujer que trabajó desde niña, que formó un tándem muy interesante con mi padre y entre los dos generaron esto".
De repente, chirría la puerta e irrumpe una chica. Luce una amplia sonrisa, como si afuera, en vez de caer un aguacero, brillara un sol radiante. José Luis tarda cinco segundos en saludarla, pero nada más hacerlo, se levanta y empieza a dar órdenes a sus empleadas para que saquen el encargo de su clienta, que viene a recoger disfraces para una actuación teatral de una comisión fallera. Después de dar las órdenes, se gira hacia la joven y, muy serio, le advierte: "El 5 de diciembre me lo tenéis que devolver". Luego ve salir los cinco trajes y al comprobar que dos de ellos no van envueltos en plástico, se pone hecho un energúmeno: "¡Haced el favor de sacar esto como toca, que está toda la calle llena de agua! ¡Parece que seamos nuevos, joder!".
Lo que está haciendo José Luis, en realidad, es defender el prestigio de la casa. "Aquí siempre nos hemos dedicados a la confección y alquiler de todo tipo de prendas para eventos. Hacemos todo lo relacionado con las fiestas y las celebraciones. Nosotros hacemos cosas distintas y de calidad. Por eso ponemos en la puerta eso de 'Exclusivos'. Hemos ido a nuestro rollo y no nos hemos fijado en los demás. Aunque está claro que siempre miras de reojo. Originalmente, en Don Juan de Austria, se dedicaban a otras cosas, prendas que la gente no se podía permitir: mantones de Manila, trajes de fallera, capas españolas... Todo esto ha ido evolucionando con el tiempo y la demanda del cliente".
Mientras él cuenta su historia, suena de manera ininterrumpida el intenso tráfico de la calle. Los coches que vienen desde la entrada de Madrid, por la avenida del Cid, hacia el centro, crean una especie de molesto zumbido que, con los años, José Luis parece ya ni percibir. Pero no para de sonar y es molesto. El empresario está a lo suyo, así que vuelve a atusarse el pelo mientras el fotógrafo le enfoca, y continúa hablando de que ellos han logrado fidelizar a una gran clientela. Porque quién no ha pasado alguna vez en su vida por Casa Rosita. Ya sea porque un amigo te hace la faena de nombrarte testigo de su boda de alto copete o porque otro cumple cuarenta años y ha decidido organizar una apasionante fiesta de disfraces. El caso es que, antes o después, alguna vez en la vida te va a tocar cruzar el umbral de Casa Rosita, saludar, esperar cinco o seis segundos, y pedir un chaqué o un vestido de bucanero.
Cuarenta y tres años después de que su madre mudara el negocio a la calle Pintor Benedito, José Luis gobierna la tienda con la incertidumbre de qué ocurrirá cuando él, un trabajador de 57 años, se jubile. Sus hijos, mellizos, tienen caracteres bien distintos. Rubén y Jacobo, veinteañeros, parecen haber tomado un rumbo que no pasa por Casa Rosita. Uno está haciendo un doble grado de Turismo, y el otro se ha metido en una ingeniería. Así que no pinta bien la sucesión. José Luis no se quiere obsesionar. "En la vida nunca sabes. Yo iba para un sitio y acabé trabajando aquí, así que es posible que pase lo mismo con mis hijos. El tiempo dirá. El ingeniero no creo que siga con esto, pero al otro le gusta la interacción con la gente. Quizá se parezca más a mí en el carácter".
José Luis insiste en que no se angustia y, aunque en realidad sí se angustia, tiene claro que no consigues nada intentando marcarle el camino a los hijos. "Yo tuve una libertad total para elegir lo que quise y deseo lo mismo para mis hijos. Mi madre se lamentaba porque parecía que iba a dedicarme a otra empresa, como muchos de mis amigos, y aun así fui libre y decidí lo que quise. Yo lo vi claro e intuí que esto iba a funcionar. Decidí y decidí bien, aunque pasamos momentos delicados, como con todos los negocios del mundo social, que están al albur del oleaje. No me angustia de momento, pero porque tiro el balón largo. Realmente no me lo he planteado porque, si lo pienso, sí que me daría pena; es más, creo que podría tirarme cuatro o cinco años llorando si esto se perdiera, pero no quiero influir en mis hijos ni que sea una imposición. A mí hay cuatro o cinco cosas que me encantan y jamás se las he intentado imponer a mis hijos".
El que sí que parece angustiado es el joven que acaba de entrar con cara de mustio. Es viernes, llueve a cántaros y mañana se casa con una predicción meteorológica nefasta. Como para no estar mustio. José Luis le recuerda que el lunes tiene que devolver lo que se ha llevado y, como para darle ánimos, le suelta: "Vaya día has elegido para casarte...".
Pero también hay días alegres. José Luis aún se acuerda de los tiempos de los Inhumanos. Cuando iban los miembros del grupo a Casa Rosita en busca de disfraces para sus conciertos. Eso fue antes de unificar su aspecto con unas túnicas blancas. "Los 80 fueron muy divertidos y en los Inhumanos eran todos unos elementos. Alfonso Aguado era el menos formal de los hermanos, pero el más creativo. Con cualquier bobada montaba una canción. Conozco mucho a la familia y Alfonso era el más creativo pero también el más trasto. Es imprevisible. Yo le he dejado trajes que sabía que no iban a volver en tres meses, pero luego venía y me pagaba de más. Él es así. Yo me he divertido mucho con ellos y hasta estuve en un par de conciertos con los Inhumanos haciendo el cafre encima del escenario...", rememora antes de darse cuenta de que igual ha quedado poco serio, y entonces añade: "Te hablo de otra época".
Con el nuevo siglo llegó a València la Copa América, y, como recuerda Rodrigo Terrasa en 'La ciudad de la euforia' (Libros del KO), unos cuantos valencianos, los elegidos, se vieron en la necesidad de vestir de etiqueta para asistir a los festejos más lujosos, especialmente uno que montó Prada en el Mercado Central con presencia de Demi Moore, Inés Sastre o Chloë Sevigny. Los periodistas invitados reaccionaron tarde y cuando fueron a Casa Rosita a por su esmoquin, les informaron de que no les quedaba ni uno. Se habían agotado. Así que tuvieron que montar una expedición en coche a Castellón para encontrar los trajes sin los que no podían meter las narices en la fiesta del año. "Lo recuerdo. En aquella época hubo una demanda masiva y alquilamos todo lo que había. Se alquiló todo lo que era negro. Nunca había habido tanta demanda en València, aunque fue algo puntual: un par de noches únicamente. En València en seguida nos metemos en el bullicio y los extranjeros se contagiaron de nuestro carácter. Hubo mucho movimiento en esa época".
José Luis dice que hoy no está muy fluido en el hablar, aunque después contará que está muy contento porque la noche anterior el Valencia CF había goleado al Betis. Él es un gran aficionado. Le gusta el fútbol, pero también la música, el arte, un buen vino y sentarse a comer a una buena mesa.
A su lado, durante años, su mujer ha aguantando un horario esclavo. Muchas horas en la tienda y otras muchas, fuera del horario comercial, llevando la contabilidad o rematando asuntos pendientes. "Mi mujer nunca me ha puesto ninguna pega. Ha sido una gran compañera, siempre me ha apoyado y me ha aguantado muchas cosas. Al final entendió que esto era mi vida. Ella sí que se preocupa más por la continuidad del negocio y alguna vez me ha insinuado que no podemos dejarlo perder, pero es que, como te empecines con los hijos, es mucho peor. Hay que dejarlos hacer y luego todo irá a su sitio.
En la trastienda, en un pequeño taller, dos o tres mujeres cosen sin parar. José Luis recuerda que ha habido épocas en las que han llegado a ser hasta ocho empleados, pero ahora están él y tres más. Ahora le preocupa que los comerciantes viven todos en tensión y que, desde la pandemia, hay una obsesión por la inmediatez. Aunque este es un mes tranquilo. Los momentos álgidos llegarán en Navidad, en Fallas y, a mediados de año, antes y después del verano, las bodas y las ceremonias. La faena no da tregua. "Antes, cuando aún estaba mi madre, no cerrábamos nunca, pero ahora sí; en agosto cerramos dos o tres semanas, dependiendo de la demanda. Y si no se puede, paramos en otras fechas".
Una chica le espera sentada en un sofá que hay a la entrada. Se ha adelantado casi media hora la hora que habían acordado. Él se lo ha dicho, pero ella se ha girado, ha mirado la tormenta a través de la cristalera y le ha explicado que esperará lo que tenga que esperar, pero que ella no se mueve de ahí. Trae en una bolsa unas prendas que, piensa, igual le pueden interesar. José Luis deja de prestarle atención, empieza a mover de manera compulsiva el pie que le cuelga después de cruzar las piernas, se arregla el pelo y pide que le recuerde la última pregunta. Afuera llueve y no paran de pasar coches. El tiempo sigue pero Casa Rosita mantiene sus puertas abiertas para que todos los valencianos, en un lento pero inexorable goteo, vayan pasando por allí.