Nuestro cuerpo es nuestra patria: piel y huesos, órganos y sentimientos. Crecimiento, aprendizaje, decadencia y, en última instancia, la muerte. Nuestra mirada al mundo está obviamente influenciada por aquello que vemos más veces reflejado, la figura evolutiva de nosotros mismos.
No es de extrañar pues que crucemos conceptos entre la medicina, la biología, la economía y la política. Tenemos la tendencia a comparar ciudades y países con cuerpos humanos. Aquí el cerebro universitario, aquí las vías de tren como arterias, allá el hígado y el riñón como infraestructuras.
Cuerpos humanos, como países y ciudades, buscan un crecimiento sano, planeado o espontáneo. Países y ciudades, como cuerpos humanos, también enferman o se inventan enfermedades que hay que curar. Hasta Jane Jacobs, la gran pensadora urbana, cayó en la trampa de la metáfora humanizante en su imprescindible libro “Muerte y Vida de las Grandes Ciudades”. De hecho, la portada de su reedición en español no deja lugar a engaños: la ciudad como órgano.
Entonces, no es de extrañar tampoco que entendamos las políticas como medicinas o remedios, captad la diferencia; píldoras contrastadas para atajar un problema o pócimas basadas en la fe. No es lo mismo lo uno que lo otro.
La homeopatía, una suerte de chamanismo médico, consiste en utilizar substancias que generalmente generan enfermedades en gente sana y diluirlas repetidamente para crear remedios para curar a gente enferma. La solución está tan diluida que virtualmente no queda rastro del ingrediente activo. No entraré a detallar la consistente evidencia científica que demuestra la ineficacia de la homeopatía, que en el caso de funcionar, lo hace simplemente por el efecto placebo: por la fe.
Hablamos mucho de curar nuestra economía, de cambiar de modelo productivo. Cambiar el modelo productivo sería el equivalente a ponernos a dieta, empezar a hacer deporte y apuntarnos a un máster: gestión, infraestructuras y conocimiento. Pero tengo la sensación de que en lugar de recurrir a la medicina para ayudarnos en ese proceso estamos recurriendo a la homeopatía.
Las políticas (económicas) a escala urbana, y creo que el análisis se podría trasladar al nivel autonómico o estatal, parecen remedios homeopáticos que necesitan de la fe para tener efecto. Con una especie de economía política del huerto urbano, confundimos la anécdota con la estructura y aplicamos soluciones que, de tan diluidas, no tienen efecto.
La homeopatía urbanística supone intentar resolver el modelo de movilidad poniendo unos maceteros para hacer alguna calle más agradable, intentar solucionar el problema de la huerta con un mercado de proximidad, apostar de palabra por la vivienda pública sin construir una sola o atacar los problemas de los barrios con fiestas participativas en plazas antes infrautilizadas.
La homeopatía económica supone fomentar el emprendimiento con charlas alrededor de cervezas, proyectarnos al exterior llevando de viaje a un par de cocineros, o seducirnos por eslóganes vacíos por aquello del bien común.
Creo que hay muchas soluciones micro, como las mencionadas, que son importantes y trascendentes y que pueden ayudarnos a estar un poco más sanos actuando en heridas puntuales. Pero para cambiar de modelo necesitamos intervenciones estructurales. Pasemos de la homeopatía a la medicina.