Gran variété de tapas, servidas lentas, semifrías, mal presentadas, y con poco sabor a Rossini
VALÈNCIA. Aunque fue en sus últimos años en los que Gioachino Rossini se tomó en serio su gran devoción por la gastronomía, qué duda cabe que a sus 33 años, cuando compuso su trigésimo quinta ópera, Il Viaggio a Reims, hizo un guiño evidente a su afición culinaria. Digo esto porque creó esta cantata escénica, de la mano del libretista Luigi Balocchi, como en una ensaladera, donde fue aportando una serie de ingredientes, sin buena trabazón entre sí, y aderezándolos a su gusto, con el fin de atender tan singular encargo, como fue el recibido para formar parte del boato en la coronación del último Borbón francés, Carlos X.
Y si bien el resultado no fue una ópera al uso, -precisamente porque no lo pretendió-, no por ello Il viaggio a Reims constituye una obra poco ‘rossiniana’. Antes bien, dejó el autor su sello más inconfundible en la partitura, donde combinó sabiamente lo más esencial de su música escénica; sus mejores ingredientes: las sencillas células musicales con elaboración refinada, el tratamiento instrumental de los ritmos y las dinámicas, y las melodías cortas y secas sin desarrollo, que dan el brío y el brillo tan característicos a la obra del cisne de Pesaro.
Y también, precisamente por lo anterior, Il viaggio a Reims requiere una interpretación más que nunca ‘alla Rossini’ pues receta es muy de la casa. Así, desde la orquesta se deben atender y destacar los requerimientos expuestos; y sobre las tablas, los intérpretes deben ser capaces de emocionar al público, no solo con sus cualidades vocales, sino además con su acierto y colaboración en la expresión adecuada y atenta del canto ‘rossiniano’, realizando la modulación de los colores, y practicando las más arriesgadas habilidades voltineras, transformando el canto de las más sencillas células reiteradas, en emociones reales.
Pero lo anterior no pudo verse ayer en el Reina Sofía, donde se escuchó un Rossini desdibujado y desvirtuado. El compositor de Pesaro era un sibarita, y lo de ayer fue una entrega mediocre de esa gran variété de piezas que supone Il viaggio a Reims, convertidas en tapas, servidas lentas, frías, y mal presentadas; en definitiva, con poco sabor a Rossini.
En el exquisito restaurante parisino Café Anglais, propuso Gioachino Rossini en una de sus visitas que el jefe de cocina realizara su sabroso steak de ternera ante los comensales, con el fin de poder apreciar cómo funcionaría a la perfección su idea de la fusión de la rodaja del foie y las láminas de trufa. Cuando el cocinero se negó esgrimiendo su timidez, el músico le dijo: ‘Bien, entonces hágalo vuelto del otro lado; vuélvanos la espalda’, o sea ‘Eh bien, tournez le dos’.
Y es que ayer, sin pretenderlo, Les Arts le dio la espalda a Rossini. La orquesta de la casa sonó tímida y opaca conducida por Francesco Lancillotta, quien estableció en general unos tiempos lentos, con una sensación de monotonía durante toda la obra, incluso dibujando momentos soporíferos, cosa llamativa en Rossini. La falta de brío, y la ausencia de expresividad hizo difícil por momentos reconocer la orquesta de la casa, y la propia partitura vivaz del compositor de Pesaro, al desatender y dejar insípidos sus mejores ingredientes antes referidos: los ritmos y las dinámicas de las células musicales ‘alla Rossini’. Al coro de la casa sí se le reconoció.
Fueron muchos los cantantes porque así lo quiso el autor, pero ninguno se mostró alejado de la rutina, desenvolviéndose semifríos, y no más allá de lo correcto. Y no será porque en España no tenemos cantantes excelentes para estas lides. Reconocido y aclamado en los mejores teatros del mundo, pienso ahora en un verdadero especialista en Rossini: Carlos Chausson, bajo bufo de extraordinaria clase. Un lujo, que Les Arts sigue negando a sus aficionados de manera incomprensible.
Destaco a Mariangela Sicilia, una Corinna de correcta y cuidadosa de línea de canto, bello timbre, escaso volumen, y excesiva homogeneidad. Y a Ruth Iniesta, soprano de buenas cualidades como volumen y timbre, quien a buen seguro atenderá en el futuro una mejor afinación para su Madama Cortese, bien llevada en lo escénico. Fabio Capitanucci fue un barón de Trombonok con personalidad y oficio, mostrándose como un barítono de voz fresca y buena proyección.
El barítono georgiano Misha Kiria, resolvió bien el Don Profondo por su presencia escénica, y por su voz homogénea, bella, y bien colocada, sin profundizar en su silabato de su ‘Medaglie incomparabili’. Dominador de la escena se mostró el tenor ruso Ruzil Gatin, haciendo un Belfiore con voz bella y timbrada. Buenas cualidades demostró la soprano suiza Marina Viotti, llena de vitalidad, y con buena proyección en su Melibea.
Falto de línea, de volumen, e incluso de afinación, se mostró el rumano Adrian Sâmpetrean, cantando el Lord Sidney con su voz tragada. César San Martín hizo un Don Álvaro discreto. La rusa Albina Shagimuratova hizo una Contessa di Follevile creíble, y aportó al conjunto momentos de conjunto interesantes, no como el Libenskof del ruso Sergey Romanovsky, quien se mostró como un tenor sin brillo y de voz apagada. En definitiva, que para este viaje no hacían falta tantas alforjas, o mejor, esas alforjas.
De la puesta en escena es responsable Damiano Michieletto, quien sitúa la escena en el interior de un museo. Nada tiene que ver la trama y el texto de la obra de Rossini y Balocchi con el desarrollo escénico visto ayer. Como siempre, están bien los inventos de las regias en caso de no comprometer la esencia de la obra, o de mejorar la comprensión, el disfrute, o la cercanía al espectador. Pero este no es el caso. Al contrario: esta ocurrencia no aporta nada positivo; en todo caso confusión al espectador, y por desgracia, la propuesta del regista italiano termina por contribuir al desvirtuado Rossini traído al Reina Sofía.
Se deberían dejar viajar por ahí lejos los consentidos experimentos, cuando chocan con la música y con el libreto. Cierto es que esta intervención nada tiene que ver con su chabacano L’elisir playero de hace unos años, pero en cualquier caso este es otro fiasco, y supone una desatención gratuita. Las tapas, lentas y frías, al menos podrían haberse servido bien presentadas; pero tampoco.
Programar según qué cosas tiene su riesgo. Esta es una ópera semi seria de momentos bellísimos, y de gran dificultad. Es complicada por su singularidad, su exigencia vocal, y el gran número de cantantes, todo ello en torno a una trama casi inexistente, donde sin embargo se exploran todos los recursos del teatro musical. Il Viaggio a Reims gusta porque su autor trae el belcanto, porque ofrece el plato combinado de la grandilocuencia del texto sobre algo banal, y porque parodia lo que supuestamente debe elogiar, aunque sea una coronación real. Ese es el gran Rossini, y hay que salvaguardar su esencia.
Como dice Pepe Prefaci, en ópera ni todo es bueno ni todo es malo. Algunas veces se acierta más que en otras. Resaltemos como positivo el Maratón Rossini, puesto en marcha por el Palau de les Arts Reina Sofía donde se ha ofrecido durante una semana una variedad musical y gastronómica donde no han faltado ciertas exquisiteces.
“¡Me faltan violines. Esta orquesta no suena!’ Esta escueta nota remitía desde París, el patriarca del estilo italiano, Gioachino Rossini cuando era menester, a su amigo el barítono Giorgio Ronconi afincado en Granada, avisándole para que le enviara jamones ibéricos para sus selectas fiestas privadas. En seguida, un cargamento de 12 jamones emprendían viaje hacia la capital francesa. Aquí, en esta fiesta del viaje, no han faltado jamones. Ha faltado sabor a Rossini.
El programa incluye el exigente ‘Concierto para piano’ de Ravel y su imprescindible ‘La Valse’ junto con el poema sinfónico ‘Le Chasseur maudit’ de Franck