El Centro Comercial Las Américas es un lugar fantasmagórico. El hombre que lo ideó debió imaginarse a los vecinos de Torrent pasando las horas allí dentro, comprándose ropa, comiéndose una hamburguesa, paseando a los niños. Trazó unas líneas y dibujó sobre ellas, para darle más realismo, a numerosas personas siendo felices. No tenía fallo. Años después, el centro comercial es un lugar lleno de locales vacíos, negocios sin mucho impulso y silencio. Las Américas, con ese nombre tan ostentoso, es un lugar triste. Pero al final de un pasillo, a mano izquierda, entre una planta baja que se alquila y un negocio de venta de vinos y licores, hay un curioso local en el que tres cincuentones están sentados, con la cabeza gacha, frente a una mesa iluminada por la luz blanca de trece flexos. En sus manos de cirujano hay unas pequeñas figuras que pintan minuciosidad mientras giran las aspas de cuatro ventiladores.
Aquello es la sede de la Asociación Modelista Torrent, un lugar donde cerca de cuarenta socios pintan figuras de soldaditos y componen escenas bélicas dignas de un cuadro de Velázquez. Todos le ponen mucho empeño y se concentran tras unas lentes de aumento que cuelgan de sus frentes, pero ninguno tiene la pericia de Gustavo González, un valenciano de 56 años que está considerado una estrella del modelismo.
Gustavo procede del Grao de València y es hijo de una ama de casa y uno de esos hombres sin formación que, en los años 60 y 70, podían prosperar y acabar como directores de una oficina bancaria. Cuando el talento y el esfuerzo valían más que los títulos y el currículo. Gustavo estudió en los Escolapios y allí, delante del colegio de Micer Mascó, había una papelería. El dueño se aficionó a las maquetas con tal entusiasmo que acabó importándolas y vendiéndolas. Cuando lograba completar una, la sacaba y la exponía en el escaparate. Muchos niños del colegio, como Gustavo, se quedaban un buen rato mirándola embobados. Cuando llegaron las Navidades, aquel chaval de 13 o 14 años tenía claro qué pedirle a los Reyes Magos: un par de maquetas de Tamiya -una marca clásica-. “Aquello me gustó y desde entonces ya no he parado”.
Hoy es un ingeniero de 56 años que tiene su plaza de funcionario en Obras Públicas, que es como a él le gusta llamarlo pese a que ha cambiado de denominación. Sólo trabaja por las mañanas, así que las tardes, y algo de las noches, las parte en dos: una mitad es para el deporte (natación, ciclismo y carrera a pie) y la otra, la que muchos días se estira hasta la noche, es para las maquetas.
Gustavo González está contando su historia cuando irrumpe en la sede Gonzalo, que es el presidente de la asociación, un veterano que demuestra con vehemencia ser un entusiasta del modelismo. Gonzalo habla sin parar y elogia desmesuradamente a Gustavo, más reservado y menos expansivo, hasta que acaba señalándole como el número uno en Europa. El Iniesta de las maquetas guarda un silencio elegante que ni afirma ni desmiente y, en cuanto la cháchara del presidente muestra una grieta, retoma su relato para explicar las particularidades de su afición.
El modelista se esmera tanto, es tan perfeccionista, que no pinta más de una docena de figuritas al mes. “A una calidad normal, podría hacer cinco o seis a la semana. Iría más rápido. Pero ahora mismo procuro pintarlas a calidad de concurso”. Los concursos son sus Mundiales, donde se reúnen los mejores, salvo los estadounidenses, que ya se sabe que son un poco especiales y consideran que el mundo es Estados Unidos. La asociación ha vuelto de alguno de ellos con trofeos que reparte, mezclados con escenas y soldaditos, por las vitrinas que hay alrededor de la mesa.
La primera gran maqueta de Gustavo fue un avión que ya no sabe por dónde para. Su obra es tan fina, tan detallada, que algunos coleccionistas se la pagaría a buen precio, pero Gustavo tiene un buen sueldo y tiene muy claro que no hace lo que hace por dinero. Sólo dos veces ha vendido algo. Ahora prefiere regalárselo a los amigos, colocarlo por casa o dejarlo en la sede, convertida ya en una especie de museo con lo mejor de lo mejor de sus socios.
Ahora están preparando una par de escenas bélicas, lo que se conoce en la jerga como dioramas. En una esquina tienen unos edificios de una ciudad cualquiera cerca de Berlín donde decenas de rusos -y, por tanto, decenas de figuritas, unas 150- celebran una sonada victoria ante las tropas de Hitler. En la esquina contraria, en una vitrina que se ve desde el exterior, hay una reproducción de la catedral de Chartres, un templo católico que se salvó de su destrucción durante la II Guerra Mundial gracias a Welborn Griffith, un coronel estadounidense que evitó su destrucción al demostrarle a sus superiores que no estaba llena de alemanes. Griffith entró y, para demostrar que la catedral estaba vacía, comenzó a tañer las campanas hasta que logró revocar la orden.
La historia forma parte de esta afición. Antes de pintar un soldado, un vehículo militar o un edificio, los modelistas se documentan. Unos más que otros. Gustavo acaba de estudiar cómo era el cabello de unos caballos determinados, pero ha leído de todo para ser lo más fidedigno posible a la realidad.
Para demostrar lo que hace, Gustavo saca de una caja una figura desmembrada, sin montar. “Son ediciones limitadas. De esta sólo hay cuarenta en todo el mundo. A veces el material es de plástico y otras de resina. Las menos, metálico. Primero hay que estudiar cómo vas a pintarlas porque puede ser conveniente pintar una pieza antes de montarla, que el pincel, como no es curvo, no llega a todas partes. Entonces haces un estudio cromático de la figura y un informe de fidelidad histórica. Tienes que hacer un estudio pormenorizado, y para eso tienes que documentarte, que es lo que yo hago por las noches”.
Después de aquellas primeras maquetas del día de Reyes, Gustavo las aparcó hasta el verano, pero llegó julio y su cuerpo de adolescente le pedía emociones más fuertes que montar un avión. Hasta que pasa el tiempo, saca su plaza y descubre esta asociación de Torrent. “Entonces me pegó fuerte. A partir de los 25 años me lo tomé más en serio”, recuerda. Al principio no tenían ni un local donde reunirse, así que quedaban a almorzar y se juntaban en un bar para enseñarse sus trabajos. Luego Gonzalo consiguió que el Ayuntamiento de Torrent les cediera un local al lado del antiguo cuartel de la Guardia Civil, y finalmente, en 2008, recalaron en Las Américas, donde está visto que sobra espacio.
Después vino el concurso que organizan en Torrent desde hace 27 años -salvo los dos años de la pandemia-, que está considerado el más relevante de España y uno de los más importantes de Europa. La primera edición coincidió con la Feria del Juguete, que tenía mucho tirón en València. En el concurso reciben a algunos de los mejores del mundo haciendo maquetas en diferentes categorías.
La sede de las asociación también es un cementerio de maquetas. Las mujeres de todos están hartos de sus trastos. Gustavo dice que guarda en su casa, en Cuatro Carreres, más de quinientas. “En casa tengo la suerte de contar una habitación que logré después de arduas negociaciones. Y ahí tengo muchas guardadas o escondidas por ahí…”, bromea este hombre que cada día dedica dos o tres horas a su afición. Después de comer se va a su habitación, enciende la radio y se pone a lo suyo hasta las siete, que es cuando le gusta salir a correr.
A sus dos hijas, de 25 y 21 años, esto del modelismo no les atrae lo más mínimo. Lo ven como algo anacrónico, de otro tiempo. No terminan de entender, aunque sí lo respetan, la fascinación de su padre por una actividad en la que sabe hasta quiénes son los mejores, como el italiano Mauricio Bruno. Gustavo no se sorprende. Él tiene claro que esta afición morirá con ellos, los últimos entusiastas de un entretenimiento que no encaja en la era de las pantallas. Él no ve la tele ni se pasa el día mirando el móvil, pero él tiene 56 años y es un hombre de otro tiempo.
Este artista de las maquetas asegura que lo primordial no es la habilidad. Y para demostrar que el pulso no es tan importante, saca de una caja varias figuritas enganchadas a una base de corcho que es la que agarran con la mano contraria a la que van a usar para pintar.
“La clave es no tener que hacer equilibrios ni malabares. Sujetas bien la base y esa mano la apoyas en la mesa. Y así no se mueve nada. Entonces sólo tienes que saber usar las herramientas y hacer la disolución de pintura correcta, ni muy líquida ni demasiado espesa. Al final es como todo: probar, practicar, probar otra vez…”.
La ‘paleta’ de Gustavo es el blíster de algún medicamento. Pero de cápsulas, no de pastillas, que dejan arenilla y se mezcla con la pintura. A él se le da bien esto, pero también cuenta con la ayuda de sus compañeros, muchos de ellos expertos en diferentes temáticas, como la historia del imperio de Roma o la época medieval. Entre todos logran hacer alguna virguería, como una asombrosa réplica, casi exacta, pero en tres dimensiones, de una de las Cargas de Cuba que pinta el catalán Augusto Ferrer-Dalmau. Gustavo mantiene amarrado su orgullo. Se nota que ya le han mirado muchas veces como si fuera un friki y, aunque es un número uno en lo suyo, lo explica con cierta distancia, como si eso no fuera su vida, una vida de pequeños soldados.