VALÈNCIA. La Real Academia Sueca de las Ciencias anunciaba hace unos días la concesión del Premio Nobel de Química de 2020 a Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Douda por haber "descubierto una de las herramientas más precisas de la ingeniería genética: las tijeras genéticas CRISPR/Cas9 mediante las cuales los investigadores pueden cambiar el ADN de animales, plantas y microorganismos con una precisión extremadamente alta. Una tecnología que ha tenido un impacto revolucionario en las ciencias de la vida, está contribuyendo a nuevas terapias contra el cáncer y puede hacer realidad el sueño de curar las enfermedades hereditarias".
Se esfumaba así la posibilidad de que un científico español que ha desarrollado prácticamente toda su actividad investigadora en España recibiera el Nobel, algo que solo ha ocurrido una vez, hace ya más de un siglo. A Francisco Mojica, profesor de la Universidad de Alicante, debemos la investigación crucial que sentó las bases para que acabaran descubriéndose las referidas tijeras. Por ella ha obtenido ya numerosos y muy relevantes reconocimientos nacionales e internacionales y fue seriamente considerado en varias ocasiones como uno de los favoritos para ganar dicho premio. Seguramente habrá que esperar muchos años hasta que "uno de los nuestros" vuelva a sonar en esta selectísima quiniela.
En el extraordinario currículum académico de Francisco Mojica hay un dato que nos llama mucho la atención: salvo error nuestro, no pertenece al cuerpo de catedráticos, sino al de profesores titulares de Universidad. Es decir, no ha alcanzado la que se supone es la máxima categoría de la función pública docente universitaria, la que requiere superar más numerosas y duras pruebas acreditativas de la capacidad y los méritos académicos, la que conlleva una retribución económica más elevada y, presumiblemente, un mayor prestigio científico y social. O sea que a uno de sus más distinguidos investigadores, la Universidad española lo mantiene en un modesto segundo escalón de su profesorado. Es como si uno de los nominados año tras año para ganar el balón de oro jugara en la segunda división de un país que pertenece a la segunda división del fútbol mundial. Lo normal es que ese futbolista jugara en un equipo y una liga mucho más potentes, que le dieran más dinero, visibilidad y glorias deportivas.
No tenemos ni idea de cuál es la razón por la cual el profesor Mojica sigue ocupando esta discreta posición (esperamos que el lector comprenda que a esta tribuna no hemos venido a hacer periodismo de investigación). La única hipótesis explicativa que se nos ocurre es que en esta extraña situación se reflejan (de un modo extremo) algunas patologías de la Universidad española.
La selección del profesorado universitario siempre ha sido problemática en nuestro país. Durante cinco siglos se han ensayado todo tipo de métodos, y no ha habido uno solo que haya arrojado resultados que podamos considerar satisfactorios desde el punto de vista de los fines a públicos a los que debería servir aquella institución. Ninguno ha conseguido dejar en niveles aceptables la endogamia, las arbitrariedades, las corruptelas y otras prácticas desviadas.
La pieza central del actual sistema consiste en que los candidatos han de superar sucesivas evaluaciones de sus méritos hechas por una agencia estatal (la famosa ANECA) o autonómica con arreglo a unos determinados baremos. Las evaluaciones positivas o «acreditaciones» son las que permiten ir escalando por las distintas categorías del profesorado (típicamente: profesor ayudante doctor, profesor contratado doctor, profesor titular y catedrático), en una carrera que normalmente se prolonga durante dos o tres décadas, en el mejor de los casos. Uno de los aspectos más relevantes y perniciosos del sistema es la primacía de la cantidad sobre la calidad. Como las agencias competentes no disponen de los medios necesarios para evaluar con rigor todos los méritos de todos los candidatos, y su cantidad es mucho más fácil de observar que su calidad, aquella acaba pesando en las evaluaciones más que esta. Lo cual induce a los interesados a obrar en consecuencia, orientando en gran medida sus esfuerzos a inflar sus currículums con un montón de méritos que dan muchos puntos con arreglo a los baremos, pero cuyo valor científico real es más bien escaso.
Otro gran problema del sistema es la pesada carga burocrática que arroja sobre los aspirantes, que emplean una gran parte de su tiempo haciendo todo tipo de papeles: cumplimentando la abundante documentación requerida para financiar, organizar y desarrollar incontables actividades; recabando certificados de su participación en ellas; elaborando certificados para sus compañeros; redactando currículums en varios formatos; preparando memorias y solicitudes; haciendo alegaciones; escribiendo correos, etc. Todo lo cual se añade al ya voluminoso fango burocrático en el que en general está inmersa la vida universitaria actual.
Parece, pues, que hemos montado un sistema en el que hay que elegir: o nos dedicamos a investigar de verdad (o a realizar otras tareas académicas socialmente valiosas), en cuyo caso las posibilidades de promocionar a una categoría superior del profesorado se reducen, o nos dedicamos a desempeñar labores de muy escasa utilidad social pero que cuentan a efectos de avanzar en la carrera universitaria.
Pues bien, podemos entender perfectamente que, a muchos profesores brillantes, una vez alcanzada una categoría intermedia que les asegura unas mínimas retribuciones y condiciones de trabajo, no les merezca la pena invertir más tiempo y esfuerzo en tratar de seguir avanzando hacia posiciones más elevadas. Es posible que el incremento retributivo derivado de un ulterior avance no compense el coste moral que les supondría dejar de destinar su tiempo de trabajo a satisfacer realmente –de manera extraordinariamente sobresaliente, en algunos casos– los fines institucionales de la Universidad. Ni tampoco el sacrificio personal que implica vérselas con la asfixiante burocracia universitaria.
Además, es probable que la renuncia a seguir escalando no tenga un coste reputacional, sino justamente lo contrario. En la medida en que los insiders sabemos que es difícil alcanzar los puestos superiores de la pirámide profesoral sin incurrir en prácticas cuestionables, llegar a estos indica que la probabilidad de haber llevado a cabo tales prácticas resulta elevada. Y, viceversa, mantenerse en una categoría inferior permite señalizar la integridad académica.
Lamentablemente, no da la impresión de que en nuestro sistema universitario haya un número muy elevado de profesores que tengan este tipo de preferencias tan encomiables.