VALÈNCIA. Las emociones son nuestras dueñas, normalmente sin que lo sepamos conscientemente. Hacemos lo posible por gestionar las que ascienden a nuestra consciencia, sobre todo cuando nos complican la vida, pero la mayor parte (en número y en importancia) operan bajo radar y dan forma a nuestras inclinaciones y nuestras aversiones. Y claro, también al invertir.
Muchos pensarán que eso de las emociones es cosa de otros. Podemos comprobarlo con una serie corta de preguntas:
Estás preguntas son reveladoras en distintos sentidos. La persona media suele creerse superior a la media en distintas cualidades, como su habilidad como conductor o su inteligencia (especialmente si es hombre, dicen los estudios). A esto se denomina sesgo de superioridad, y en el mundo de las inversiones sólo aporta riesgo innecesario.
Por otro lado, una inversión nos hace ganar o perder dinero desde el mismo momento en el que empieza a cambiar de precio, la vendamos o no. Si son acciones líquidas lo vemos en el acto, mientras que cuando el activo es más ilíquido (inmobiliario, private equity) tenemos una mayor sensación de seguridad (igualmente infundada). En cualquier caso nos justificamos de mil maneras para no aceptar lo evidente, porque nuestra enorme aversión al dolor es nuestro principal motivador. Si lo dudan observen la pregunta 3: Ante el mismo impacto económico, los estudios demuestran que la motivación es entre dos y tres veces superior cuando se trata de evitar una pérdida (caso B).
Es común que el porcentaje de emprendedores en una sociedad sea menor al de trabajadores por cuenta ajena. Podemos debatir todo lo que queramos sobre incentivos fiscales, incubación de empresas, etc. Si buscamos la causa en las emociones la encontraremos a la primera: Es la vergüenza del fracaso lo que están evitando casi todos, de ahí que las sociedades que más lo estigmaticen sean las que menos prosperen.
Existen decenas de procesos emocionales que distorsionan y dificultan nuestra capacidad de tomar buenas decisiones, racionalizando las malas e incluso engañándonos a nosotros mismos sin ninguna vergüenza: Esa inversión que hicimos para 'entrar y salir' a corto plazo que empieza a ir mal y nos acabamos convenciendo de que 'en realidad' la compramos a largo plazo. Somos así.
¿Qué podemos hacer para evitar esta condición tan humana? La respuesta es sencilla, y es que el problema ya se ha resuelto en muchas profesiones donde la implicación emocional sin control sólo supondría riesgos graves, como en la cirugía o la judicatura. La clave está en reconocer primero que somos débiles y que la fuerza de voluntad está sobrevalorada, y después ceder el control a otro cuya competencia sea igual o superior a la nuestra pero que no tenga ninguna implicación emocional.
Y por eso el título de este artículo: Todos nos hemos encontrado en algún momento con el viaje de Ulises, el ingenioso. A su regreso a Ítaca, relatado en la Odisea, pasa por las islas donde habitan las sirenas. Todos saben que su canto es maravilloso pero irresistible y mortal: las tripulaciones de los barcos enloquecen y saltan al mar acabando ahogados o estrellando sus barcos contra las rocas. Pero Ulises es curioso y quiere oírlo, y sabe que no será su fuerza de voluntad sino su ingenio el que se lo permitirá. Por eso tapona con cera los oídos de sus marineros y se hace atar al mástil, para protegerse de sí mismo.
¿Cómo invertiría Ulises hoy en día, sabiendo que nuestras propias emociones son el canto de sirena? Muy sencillo: En lugar de confiar en su fuerza de voluntad buscaría una tripulación de oídos taponados, a quien dejaría el timón de su barco para seguir yendo por el rumbo correcto sin acercarse a las rocas y sin ninguna implicación emocional.
Al igual que un cirujano operando al hijo de otra persona, pero no al suyo, al invertir es necesario atarse al mástil para protegernos de nuestras propias emociones, y dejar que un buen equipo nos lleve donde le pedimos.
Alejandro Martínez es socio director de inversiones y cofundador de EFE & ENE Multifamily Office
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