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el cudolet / OPINIÓN

Isabel la Católica: obra y tradición

5/12/2020 - 

Joan Ribó, Alcalde de la ciudad, anunciaba hace unos días la inminente intervención sobre el adoquín del asfalto del carrer de Isabel la Católica. Dicho proyecto de arquitectura civil del paisaje se suma a la cruzada medioambiental promovida por el Consistorio. A la vista está, ensanchar el Ensanche para una vez estrechado reducir una marcha de la circulación del tráfico a motor, prevaleciendo la peatonalización como seña de identidad. En principio la futura reurbanización no será recibida con un aluvión de cacerolas.  La reforma es imprescindible. La reforma es justa. Y la reforma dinamizará el comercio activando la vida interior de los ciudadanos.  

La Católica es una arteria embarcada en la galera colonizadora del alto Ensanche, sostenida por la diagonal de Cirilo Amorós, que mantiene viva en el desplegable la llama de la memoria de la hazaña española en las Américas. Mantengo un vínculo estrecho con esta calle. Allí aprendí a calzarme las alpargatas y a vestir la desnudez de mi niñez. Enjugazado quemé las sobresalientes borlas de los fajines de unos infantiles jerarquizados por unos distinguidos colores, según la organización piramidal de una comisión que sigue plantando catafalco en el triángulo amoroso de Cirilo Amorós con Hernán Cortés. También de vez en cuando comencé a hacer un uso inapropiado del material pirotécnico y a escuchar las voces de Enola Gay del grupo musical OMD.  

En plena madurez, leyendo y paginando sobre mi patria chica, descubrí que el arquitecto mayor de la ciudad, Javier Goerlich, había recibido el encargo de mi bisabuelo, José Nebot Andrés, para levantar un edificio en el que vivirían por lo menos mi abuelo Pepe y mi tía Oreto, antes de viajar al nuevo oesteEl resto de hermanos, Carmen, Rafael, Antonio y Asunción, desconozco si lo hicieron. En Isabel la Católica también estreché un lazo de amistad con muchos de los infantiles que cursaban los estudios en el colegio del dominico San Vicente Ferrer. 

FOTO: VP

La ciudad perfecta está construida de pequeñas imperfecciones, de errores consentidos y de parches adheridos. Uno de ellos suele ser el de la toponimia, fallo que suele tener fácil corrección. A los valencianos nos gusta en exceso el arroz, el ruido y la piqueta. No soy revisionista, ni tengo nada en contra con Doña Isabel, pero sí frente a la desmemoria, la inacción y la adaptación de modas absurdas en mi ciudad. Siendo magnas y soberanas las últimas adecuaciones a las que tienen sometidas a las calles de València,  estas no solo se deberían acometer desde el paisaje o la movilidad, sino también desde el callejero. 

Si de momento los responsables de la política municipal no se han atrevido a generar un debate serio sobre el posible cambio de nombre de nuestra Gran Place, empecemos, por ejemplo, a revisar en el callejero la nomenclatura de esta majestuosa y divina calle no teniendo pavor a los posibles changes. Muchos de los vecinos de esta señorial vía donde cohabitan los restos del edificio de los Condes de Buñol, la parroquia San Juan  y San Vicente, o el precioso edificio de ladrillo de caravista que hace chaflán a Cirilo levantado por la familia Tarazona, estarán de acuerdo conmigo en que los Padres Dominicos han contribuido más al desarrollo y dinamismo del entorno que la propia reina de Castilla. Por ello, sin molestar, ni levantar ampollas, cada vez que camino por el asfalto del alto Ensanche aparece anotada en mi  personal guía urbana el paseo de los Dominicos. 

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