El pasado jueves falleció Juan Santamaría (Castellar, 1949) en el más injusto anonimato. Transcurridos varios días, solo Joan Oleaque ha dado cuenta de su marcha. El mismo periodista que le situó al frente de la revolución bailada valenciana (En éxtasis) recordaba que "cambió la historia de las discotecas valencianas y españolas al abrir la puerta a los sonidos bailables contemporáneos más de vanguardia. Lo hizo antes que nadie al inspirar la música de baile conocida como bacalao. Es decir, el compendio entre rock, pop, sonidos siniestros y música electrónica primigenia que arrasó Valencia de manera masiva en los 80, haciéndolo luego con España. Con ello, transformó el concepto de discoteca alejando las pistas de baile de la obligatoriedad de lo chabacano, que era lo usual. Nada que ver, por tanto, con lo que se conocería más tarde como mákina, que era una derivación reduccionista y estridente de lo que esto significó".
El silencio mediático e institucional evidencia una de las realidades más tristes de nuestra sociedad pasada y actual: avanzado el siglo XXI, España sigue siendo incapaz de comprender cómo la música, el baile y la evasión a través de sus fórmulas constituyen un hecho cultural de primer orden. Reprimidos en pensamientos pacatos, mientras que Jeff Mills posee la distinción Oficial de las Artes y de las Letras Francesas o Laurent Garnier es Caballero de la Legión de Honor de esa misma república, Santamaría ha fallecido sin el menor reconocimiento. Ni siquiera el de un obituario en la prensa local, plagada de obituarios de extranjeros intrascendentes. Los tres citados eran dj's. Los tres estuvieron de manera inverosímil en cada paso de puerta del clubbing en distintos lugares. Influyeron, instruyeron y crearon un modo de vida ambicioso desde el hedonismo. Sus nombres hoy resplandecen de manera desigual debido al lugar (y quizá el tiempo) en que nacieron, pero sus méritos son comparables.
En Berlín los clubes de techno emplean a 9.000 personas, atraen a 3 millones de visitantes y estos gastan 1.480 millones de euros cada año. Están públicamente reconocidos como "expresión cultural" y tienen un espacio propio en la web del Ayuntamiento. El Gobierno local invirtió un millón de euros recientemente en las mejoras de insonorización de unos espacios –oscuros, intensos, liberadores– que, lejos de estar perseguidos, conforman uno de los principales atractivos humanos de la capital germana. Aquí, sin que nadie lo buscase, algunas discotecas durante los 70 y 80 generaron un tejido creativo en el que se fundaron las ideas de algunos de los diseñadores, modistos, actores y músicas más internacionales, pero también de maquilladoras de Almodóvar, coreógrafos, escenógrafas y hasta de una ministra de Cultura. Sin embargo, nunca nadie ha sabido hilvanar el relato desde las instituciones para premiar la profunda huella de aquel tiempo. Un activo humano que se diluye mientras condecoramos a deportistas multimillonarios.
La vida de una cantidad de población impensable cambió gracias a las discotecas de este movimiento al que nos referimos, ¿pero hubiera sucedido sin Santamaría? Más allá de la siniestralidad, que ni perteneció en exclusiva a València ni se puede desligar de que el uso del casco o el cinturón no eran obligatorios, lo cierto es que esas personas se toparon con la modernidad a través de la música, el baile y las artes performativas. Una modernidad a la que no estaban llamados, pobladores del área metropolitana y rural de València, de vidas rutilantes y fines de semana desbordados gracias a las nuevas libertades adquiridas. Con Spotify en la mano es difícil comprender hoy cómo alguien, un joven como Santamaría, pinchaba discos inaccesibles para casi nadie en España durante seis días a la semana en Oggi. Lo que le había visto hacer a ingleses, pied noirs y americanos en Granada, Ibiza, Benidorm y Sitges, aquellas fiestas sin música lenta, a cualquier hora, donde la gente podía dormir o comer, se empezó a trasladar a València... casi por accidente.
No fue el primer dj, pero fue el pionero. Cuando se sacó el carné de 'montador de discos' en Alicante, en torno a 1972, había unas 60 personas en la prueba (una sala de cine vacía con dos platos Lenco, una mes de tres canales y 20 vinilos). El régimen franquista pretendía expedir carnés a aquellos tipos de pelo largo. Regularlos de alguna forma, ya que el desarrollismo turístico exigía que se contentara musicalmente a los guiris de la Costa Blanca. Para entonces, Santamaría llevaba años devorando revistas como Melody Maker, NME o Sounds, lograba cintas piratas con las sesiones de radio de su admirado John Peel y, en definitiva, volaba a un nivel muy superior al de sus compañeros de oficio. No todos habían sido camareros y dj's –trabajos hasta entonces indistinguibles– en las ciudades citadas, pero también en Ámsterdam o Glasgow. Ambicioso vitalista, supo que su valía pasaba por viajar a Londres constantemente para importar él mismo los discos que El Corte Inglés o los almacenes Viuda de Miguel Roca nunca traerían.
En el aeropuerto repartía los vinilos entre el pasaje. La aduana solo permitía pasar cinco de aquellos plásticos y la gente, siempre me contó, era como él: muy amable. Se gastaba el sueldo en hacer de mula por aquella mercancía a la que ningún reportaje televisivo de los 90 le aplicó el relato del traficante. Poco después pincharía aquella colección incontenible durante seis días a la semana en Oggi ("el séptimo también me pasaba, pero solo hasta la cena"). Quizá fue la anglofilia la que le llevó a enamorarse de Linda, quien se trasladaría junto a él a España y que también 'dispuso' a una hermana (cuñada de Juan, claro) que se convirtió en el enlace más habitual durante un buen tiempo con las últimas novedades: Santamaría pedía y la cuñada hacía de vendedora por catálogo. Ese rol se profesionalizaría años más tarde con trabajadores propios de sus tiendas de discos viviendo en Londres. Como les cuento.
Por aquel trajín de compras acabaría siendo conocido en varios almacenes de discos en la capital de la Gran Bretaña. Cuando hoy vea a algún moderno pasearse por València con una tote bag de Rough Trade, recuerde que en ese establecimiento conocían a Juan Santamaría por su nombre. En Rough Trade, entre otras localizaciones, teníamos previsto rodar el cortometraje documental sobre su vida como dj. Una película ideada mano a mano, cuyo único impedimento hasta hace un par de meses se situaban en los límites de su extrema y admirable humildad. La humildad de un hombre que estuvo en todos y cada uno de los momentos trascendentales del camino hacia la modernidad en València a través de la música... a saber:
¿Y qué más? En el libro ¡Bacalao!, de Luis Costa, tuvimos la primera ocasión en décadas de escuchar a través de la palabra escrita cómo un hecho tras otro parecía suceder exactamente a su alrededor. En un almuerzo con Juan la retahíla de momentos clave aumentaba hasta la inverosimilitud. Él mismo se encargaría enseguida de quitarle el valor que tuvo, porque nada de lo que hizo fue en busca de ningún reconocimiento. Al fin y al cabo, todo lo que él esperaba de la música era disfrutarla y transmitir a través de ella un desbordamiento personal. Lograr que las personas 'se fueran' mentalmente hasta lugares ajenos a su realidad, mucho antes de que la primera rula campara por la Ruta. Evasión, hedonismo y espacio compartido.
En su día a día, durante los últimos años, sus objetivos parecían también otros, como la apasionada crianza de su nieto. Pero también la música a través de internet. Hace apenas unas semanas le escuchaba una sonriente arenga contra de las playlist de Spotify. En su diaria búsqueda de nuevo material musical –no olviden que tenía 70 años–, me decía: "después de haber superado a la radiofórmula, ahora resulta que la dictadura es mucho mejor: playlist de Spotify. Patrocinadas o teledirigidas. O influenciadas por lo que ya escuchas. ¿Pero puede haber algo peor? El underground está en Soundcloud. Se escucha igual o mejor y das con canciones por las que te preguntas, ¿pero qué hace esta esta tipa subiendo aquí sus canciones sin que nadie la conozca?". Sus palabras no serían exactamente estas, pero hoy las recuerdo así. Fue de lo penúltimo que conversamos. Luego sobre algunos problemas que arrastraba desde enero y algo sobre una operación a la que enseguida quitó importancia.
Juan Santamaría fue dj, promotor musical, manager, socio y propietario de tiendas de discos, pero no solo eso. Durante años pensó que nunca regresaría a València. El mundo era fascinante y sucedía, casi en su totalidad, ahí fuera. Pensó que viviría en Londres, seguramente, donde cada noche sonaba la mejor música en directo y estaban sin duda las mejores tiendas de discos. Pero para cuando estuvo convencido, le pagaban demasiado haciendo los veranos como dj en Cap3000 (Benidorm; véase la foto superior). Estaban demasiado bien pagados. Por aquí sabían que nadie dispondría de igual forma aquello que era lo último fuera. Juan era el enlace soñado y de Benidorm a València solo había un paso. Llegó cuando empezaron a interesarse de verdad en la idea de club y a entender que el dj era el eje de lo que sucedía en la sala. Hoy son las estrellas del rock y así lo concebía Juan hace más de 40 años, pero hasta su llegada aquí casi todos eran camareros con cierta personalidad a la hora de hablar por el micro. Santamaría iba mucho más allá. Dio cuanto tenía e influenció a los dj's que llegarían justo detrás de él. Es imposible encontrar entre todos ellos, entre los de los 80 y los 90, a ninguno que no recuerda a Juan como una buena persona. Un hombre bueno y humilde, agraciado por un don: la búsqueda irrenunciable y constante de la modernidad. Pese a la vida y sus complicaciones. Pese a los malos compañeros de viaje. Fue moderno por él primero, pero también por todos sus compañeros. Fue moderno porque le dio la gana, pero fue moderno por todos nosotros. Más de lo que lo seremos.
La modernidad en València fue irrenunciable gracias a Juan Santamaría. Hasta la fecha y pese a muchos, València a veces es moderna y sin que haga falta que nadie se lo reconozca, es gracias a Juan Santamaría.