LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Juventud, triste tesoro

Veo a muchos de esos jóvenes sin saber qué hacer con sus vidas, trabajando en empleos mal pagados, en el mejor de los casos. No pueden emanciparse. Les hacen promesas que rara vez se cumplen. Son una juventud a la que se adula al tiempo que se le cierran las puertas, una juventud sin futuro

12/12/2016 - 

De regreso a casa los veo guardando cola en la entrada de las discotecas de la calle San Vicente, al comienzo de una noche que será larga. Me los encuentro también en las inmediaciones de la Estación del Norte, tirados en el suelo, bebiendo, riendo, charlando, algunos de ellos haciendo cabriolas con sus monopatines. A otras horas del día llenan los vagones del metro, ojerosos, medio dormidos, sosteniendo sus mochilas a duras penas, camino de alguna universidad. Todos son jóvenes o están en vías de serlo (la siniestra adolescencia). Todos están al comienzo de sus vidas, lienzos en blanco que el destino o la voluntad se encargarán de emborronar.

"La juventud fue un abrir y cerrar de ojos para mí. Llegar a adulto fue firmar un contrato de adhesión con un mundo que te impone sus condiciones"

Confieso que los observo con curiosidad y distancia. Por nuestra manera de ser y actuar, tan diferente la una de la otra, pienso que procedemos de planetas diferentes. Creo que pocas veces se ha dado una mayor brecha entre generaciones. Me ocurre, por ejemplo, cuando voy al trabajo en transporte público, y todos miran absortos sus pantallas, yonquis de tecnologías prematuramente envejecidas. Me cuesta entender esa actitud, ese estar pero no estar en el mundo. Supongo que lo mismo dijeron del joven que yo fui, allá por el siglo XX, los adultos que me conocieron.

Yo también fui joven aunque no lo parezca. La juventud fue un abrir y cerrar de ojos para mí. ¿Cuándo dejé de ser un mozo? ¿Cuál fue el último verano de mi juventud? Fue hace mucho, lo sé, antes de que me salieran las primeras canas. A los treinta años perdí a un amigo; a esa edad comencé a envejecer y a dejar de ser joven. Fui doblando y guardando poco a poco mis ilusiones en mi mesita de noche, hasta que estuve preparado para firmar un pacto con la realidad, siempre desventajoso para quien lo suscribe. Porque supongo que eso es llegar a adulto: firmar un contrato de adhesión con un mundo que te impone sus condiciones.

Una juventud robusta y engañada

Con la mirada de quien poco teme y nada espera, observo a muchos de esos jóvenes sin saber qué hacer con sus vidas, trabajando en empleos mal pagados, en el mejor de los casos. Otros no han tenido una nómina en sus manos. No pueden emanciparse; pasan los años y siguen viviendo en casa de los padres. Les hacen promesas, promesas que rara vez se cumplen. Los elogian para ganarse sus votos o para que gasten el poco dinero que tienen en comprar cachivaches y ropa fabricada en Bangladesh. Son esa juventud robusta y engañada de la que escribió Quevedo: una juventud a la que se adula al tiempo que se le cierran las puertas, una juventud que creció envuelta en comodidades (papá y mamá decían siempre sí a los caprichos del niño) pero que hoy carece de futuro.

Ninguna generación lo tuvo fácil. Me acuerdo de mis abuelos y de mis padres, que tuvieron que sobrevivir, siendo jóvenes, a una guerra y a una posguerra. Hoy es diferente. La guerra adquiere formas más sutiles para vencer la resistencia de la gente. No se lanzan bombas ni hay pelotones de fusilamiento en las tapias de los cementerios, pero cada día siguen cayendo víctimas como entonces, hombres y mujeres de menos de treinta años que han aceptado una derrota prematura, dolorosa y acaso definitiva. Esa derrota consiste en ponerle un candado a los sueños. Nosotros, que vamos camino de cumplir medio siglo, no somos quienes para juzgarlos.

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