Fue rescatado de una patera por la Guardia Civil de Algeciras. Venía de conocer la cárcel de Marruecos y la deportación al desierto de Argelia. Un periplo de tres años a vida o muerte desde Nigeria que terminó con una huida de la justicia de final ‘milagroso’
«Yo soy del suroeste de Nigeria, de un estado que se llama Anambra y que aloja a la mayor parte de mi tribu, llamada Igbo». Quien habla haciendo un mapa de situación bajo una solana inmisericorde que acartona el gesto es Kenneth Iloabuchi, de 36 años. Nada extraño si no fuese por el detalle de que no estamos en África, sino a la entrada de la Iglesia de la Santísima Trinidad, en las afueras de San Pedro del Pinatar, una pequeña localidad costera de la región de Murcia en la que, desde 2013, ejerce como segundo párroco del pueblo. Y es que su historia, posiblemente la más inaudita de cuantas historias de migración, supervivencia y superación se hayan cerrado con un feliz punto y aparte, comienza mucho antes de arribar a las playas de Algeciras a bordo de una patera —de un convoy de dos—, que se salvó del naufragio, después de un periplo de casi tres años de huidas con el horror a cuestas como toda mochila.
Es más, la historia de Kenneth, huérfano de padre y menor de siete hermanos, ni siquiera empieza imaginando cómo sería vivir en Europa: «Si soy honesto, nunca tuve la idea de salir de Nigeria. Fue al acabar el instituto. Un amigo me animó a que nos planteásemos estudiar Derecho en Inglaterra». Con el permiso familiar, ambos compañeros se dirigieron a Lagos, antigua capital, a buscar información. «Y allí nos dijeron que sí era posible ir a Londres a través de España. Nada más llegar, decían, podríamos coger un tren hasta París y desde allí, otro a Inglaterra.
También nos dijeron que España era un país que necesitaba inmigrantes para trabajar en el campo». Corría el año 1997 y el siglo XX tocaba a su fin al mismo tiempo que, para Kenneth, empezaba una ignominiosa travesía trufada de muertos y estafas por el lado más oscuro de la especie humana, hasta alcanzar, en su espeluznante recorrido, el siglo XXI.
«En Nigeria, las embajadas no dan la posibilidad a los inmigrantes de viajar legalmente. Es muy difícil conseguir un visado en África. Uno puede reunir todos los requisitos y tener todos los papeles en orden y nunca lo obtendrá. Así que la gente termina desesperada y emprendiendo su viaje por cualquier medio. Y eso es lo que acabó haciendo mucha gente de mi época», cuenta Kenneth. La embajada española en Lagos fue la primera en negarles el visado y en una agencia de viajes les dijeron que habían perdido el tiempo. Nunca se lo concederían. Marruecos sí lo haría. Y una vez allí, sería «muy fácil colarse en España», les aseguraron.
«Y así fue. Aunque nos engañaron, porque nos dijeron que no habría ningún problema para entrar luego a España aprovechando el rezo musulmán de todos los viernes, como sucedió. Llegamos a Casablanca en avión, de ahí en taxi a Tánger y pocos días después, pasamos la frontera. Pero nada más poner un pie en Ceuta nos detuvo la Guardia Civil y nos entregó de vuelta a Marruecos. Y allí empezó el problema. Fuimos encarcelados más de tres semanas y después deportados ilegalmente a Argelia».
«Te dicen que van a deportarte a tu país, pero te dejan en el desierto, entre Marruecos y Argelia. Es un viaje de vida y muerte que Marruecos ejecuta de manera ilegal. Te despiertan por la mañana, te meten en un furgón en el que no puedes ver nada y te llevan. No sabes ni dónde estás. Por la noche abren el portón y al grito de «¡Yallah, yallah!» («¡Vamos, vamos!»), te abandonan en medio del Sahara y se van. Hablamos de la frontera del desierto, una zona muy peligrosa por donde se infiltra el terrorismo fundamentalista y en la que la guardia de ambos países tiene orden de disparar a matar». Tal cual ocurrió.
«Éramos más de 60 personas. Asustados. Decidimos que debíamos caminar y sobre la una y media de la madrugada comenzamos a escuchar disparos y a correr cada uno en una dirección. Después de aquella noche quedamos veinte y pico personas. Nunca supimos qué pasó con los otros. Al amanecer encontramos a un pastor y por signos, porque tampoco entendíamos nada del idioma, nos indicó que siguiéramos caminando hasta encontrar a otros compatriotas e inmigrantes de África. Después de andar unas tres, cuatro horas, vimos un asentamiento ‘sin techo’, escondido entre la maleza». Un lugar que no permite trasladarse a vivir a la ciudad, explica Kenneth, «porque si te pillan te llevan a un sitio peor, que es la frontera con Libia».
Pasó ocho meses escondido, saliendo sólo de noche a la carretera para pedir ayuda a la gente que pasaba en coche y que, de vez en cuando, «pero sólo los que conocen la situación», matiza, le tiraban comida por las ventanillas. Sin detener la marcha. «Vivimos como animales», recuerda. «Y luego están las mafias», prosigue, «que de vez en cuando se acercan para ver si hay alguien que ha recibido dinero de su familia. Por 500 dólares te llevan de nuevo al desierto y te dicen cómo llegar de vuelta a Marruecos. Pero tú no tienes mapa ni ellos te van a llevar. Simplemente te señalan el camino».
«Pasé más de tres semanas andando por el desierto. Sin comida ni agua. De vez en cuando encontrábamos a alguna persona que nos daba algo. También, los cadáveres de anteriores inmigrantes que se habían quedado en el camino. No hace falta excavar para encontrarlos. Están allí, tirados tal cual cayeron», ilustra Kenneth con una mueca que por un instante le ensombrece la mirada. Una vez en Marruecos, y a sabiendas de que en los cementerios no puede entrar ni ejército ni policía, «por respeto a los muertos», trazaron una ruta de camposanto en camposanto —descansando durante el día, andando de noche—, hasta cruzar el país de Este a Oeste y llegar a Rabat. Y de allí otra vez a Tánger.
«Es imposible de otra manera», puntualiza. En total, un mes. «Después de eso tuve que esperar cerca de dos años para que mi familia volviese a reunir el dinero. En realidad, me lo envió un año después. Pero me volvieron a engañar y las mafias se fueron con mi dinero y con el de todos los demás». Pasó entonces dos años viviendo en la calle y gracias a la misericordia de la gente. «Tampoco podíamos dejarnos ver durante el día, así que sólo salíamos de noche. Esa fue mi experiencia en Marruecos. No me gustaría volver a pasar por todo aquello en la vida». Y sin embargo, después todo, aún quedaba lo peor: cruzar el Estrecho.
«Llega un momento en el que te quedas sin opciones. Si no te mueves corres el riesgo de repetir otro viaje al desierto de Argelia. Y eso era lo que yo no quería repetir en mi vida. No es fácil ver a un compañero caer desplomado al suelo, a la semana de andar, y morir al instante. Ese trauma no se supera». La única salida, pues, sería por mar y a bordo de una patera. «Yo digo siempre que si ves a un inmigrante saltando la valla o en una patera... ¿Acaso alguien piensa que somos tontos o no sabemos que podemos morir o ser disparados por la policía? La persona que ha visto mucho sufrimiento y muerte en la vida ya no tiene miedo. Sabe que si te quedas parado mueres, así que intenta salvar su vida. Por eso a los que intentan cruzar el Estrecho les da prácticamente igual. No es que no sepan el peligro que conlleva este viaje. Si tú te quedas allí sabes que te está esperando la muerte. Si te mueves, puedes salvar la vida. Por eso tomamos la decisión de cruzar el Estrecho».
Llegada la noche de la partida, les dijeron que en apenas cuatro horas llegarían a España. Pero no que la confluencia del Atlántico y el Mediterráneo hacen la navegación peligrosa. «Una vez metido en la patera no ves más que agua. Yo nunca en mi vida he nadado. Toda mi experiencia fue ir un día a la playa y ver el mar, las olas. Y tomar la decisión de cruzar sí o sí. No quería volver a pasar por todo lo que había pasado. Partimos de Marruecos en dos pateras. Una con 132 personas y la mía, con 98».
«A las cinco horas, ya en el Atlántico, el motor de la otra patera se paró. Y de repente vino una ola y se hundieron. No duró más de cinco minutos. Fue el momento más duro de mi vida. No podíamos estar cerca porque había mucho oleaje. Ni siquiera podías salvar una vida. Durante unos segundos vimos a la gente chapotear. Y de pronto, como una película, todo se apagó. Fue muy impactante». La mirada de Kenneth, como su voz, vuelve a ensombrecerse. «Pasadas tres o cuatro horas, al amanecer, fuimos rescatados por la Guardia Civil en el Estrecho de Tarifa y nos llevaron a Algeciras. Y allí también fuimos encarcelados», rememora con una sonrisa amarga «por ser inmigrantes ilegales». «El juez nos dio 48 horas para abandonar España. Yo huí. Así fue mi viaje».
Explica Kenneth que junto a otros inmigrantes encontraron un abogado que les consiguió tres meses más de permanencia en España mientras estudiaban su caso, para una legalización que le costó cinco años trabajando como ilegal. «Recogiendo limones, alcachofas, como mozo de almacén, en la construcción...».
«Comencé a ir a la iglesia al año de estar aquí. El sacerdote estaba predicando y me llamó. Me preguntó si hablaba español, pero no era así, y me dio a entender que la iglesia es universal. Me sentí aceptado». Con todo, relata, pasó mucho tiempo hasta que un día fue a hablar con aquel sacerdote y le contó que estando en la patera había hecho una promesa: si Dios le rescataba vivo entregaría su vida a su servicio. «No sabía de qué forma, pero lo haría. Ya no me importaba ir a Londres a estudiar Derecho».
Después de casi dos años, empezaba a plantearse recuperar y completar aquel juramento. «Así que se lo comenté y no volvimos a hablar del tema hasta un domingo de un año después, en el que volviendo a casa me llamó y me propuso ir al seminario ese miércoles siguiente». Allí el rector le invitó a hacer el curso de pre seminario y empezó a ir cada 15 días con otros compañeros, «pero pasado un año vi que no era mi sitio. En la entrevista al final del curso les dije que no quería ingresar. Y me propusieron que acudiera de nuevo durante el siguiente año, a ver si recibía la llamada», recuerda entre risas. «Decidí probar otro año más. Y al finalizar, más convencido, puse a Dios a prueba», entrecomilla con los dedos.
«Tenía una novia y le dije que iba a entrar en el seminario. Se quedó un rato en silencio y al cabo me dijo que si eso me iba a hacer feliz, podía contar con su apoyo. Dios estaba haciendo su trabajo», vuelve a reír. «En realidad, iba a probar, porque aún no estaba seguro del todo. Si aquel no era mi sitio, lo dejaría y la vida seguiría». Al principio, confiesa, le costó: «Mucho. No es fácil abandonar todo para seguir a Cristo». Pero al final pasó en el seminario los siguientes siete años «preparándome para ser un sacerdote. Y al final, con la gracia de Dios, fui ordenado el 29 de septiembre de 2013 hasta llegar hasta este pueblo, en San Pedro de Pinatar, donde el recibimiento de la gente fue genial», enfatiza. «Fue muy especial. Es gente muy abierta». [Durante los días que Plaza acompañó a Kenneth, el otro párroco local, Roberto, bromeará con admiración: «Pese a ser un inmigrante ilegal que asaltó nuestras fronteras, es un tío increíble].
«Es verdad que he vivido cosas muy difíciles. Pero por otra parte Dios me ha regalado otro momento de gracia, de paz, de alegría. Ahora soy sacerdote y la gente me respeta. Pero por dentro me he quedado con algo que me hace ayudar a otras personas que sufren; con compasión, sabiendo que su situación no seguirá así para siempre. A veces no queda más remedio que romper fronteras, saltarse los límites. Como yo hice».
Este artículo se publicó originalmente en el número 22 de la revista Plaza (agosto/2016)