Pocos dudan de que el Partido Popular parte como indiscutible favorito para ganar las próximas elecciones generales, previstas para dentro de un mes. Pero una cosa es ganar y otra que pueda gobernar. Ahora mismo, las encuestas coinciden a grandes rasgos en tres parámetros: a) el PP vencerá en las elecciones, con una clara mayoría sobre el PSOE; b) el PP no logrará una mayoría suficiente para gobernar en solitario o con apoyos puntuales de pequeños partidos regionalistas; y c) el pacto del PP con Vox parece, así, inevitable.
La cuestión que se dirime aquí, de hecho, es si al PP le saldrán las cuentas con Vox. Por ahora, prácticamente todas las encuestas indican que así será. Pero es una mayoría muy ajustada, entre cinco y diez escaños por encima de los 176 que marcan la mayoría absoluta. Esto significa que, si bien la victoria del PP parece casi asegurada, que pueda gobernar es otra historia. Podemos encontrarnos en una situación similar a la de 2015 y 2016, elecciones en las que venció el PP, pero donde no era posible forjar una mayoría conservadora y que, de hecho, se acabó invistiendo a Mariano Rajoy merced a la abstención del PSOE.
Con ese mismo Congreso de los Diputados, de hecho, Pedro Sánchez logró vencer en una moción de censura menos de dos años después de la última investidura de Rajoy. Y esa es la principal esperanza del PSOE: que el PP y Vox no logren sumar y que Sánchez logre revalidar su investidura sumando prácticamente a todo el resto del arco parlamentario. Una expectativa hoy por hoy inverosímil, no sólo porque no es eso lo que dicen las encuestas, sino porque, a diferencia de la moción de censura de 2018, parece improbable que ERC y JuntsxCat voten a favor de Sánchez (incluso que ERC se abstenga, como hizo en la investidura de 2020).
No es tan inverosímil, en cambio, que la situación derivada de las urnas resulte ingobernable, sin que pueda forjarse ninguna mayoría. En ese caso, estaríamos ante el sueño rajoyista-sanchista, que también lo es de los más acreditados contertulios del antisanchismo, siempre dispuestos a advertirnos de los peligros de la okupación, los menas y Sánchez-Bildu: un escenario en el que Sánchez se perpetuaría cómodamente en la Moncloa, una interinidad que duraría meses a la espera de repetir las elecciones.
Para evitarlo, el PP necesita elaborar también una estrategia netamente rajoyista: que no pase nada de aquí a julio. O que pase lo menos posible. Y si pasa, que sean cosas vinculadas con Pedro Sánchez, preferiblemente con Bildu y el resto del imaginario conservador-reaccionario de lucha contra el nefando sanchismo.
Desgraciadamente para el PP, un cisne negro ha venido a irrumpir en ese idílico escenario: la Comunitat Valenciana. Si en 2015 la Comunitat Valenciana (merced en parte a los hechos y en parte al interés de los medios de Madrid) se había convertido en símbolo de la corrupción y los excesos del PP, ahora el territorio valenciano vuelve por sus fueros, pero en este caso como la comunidad autónoma en la que se pacta con Vox por la vía rápida y sin complejos. Un pacto exprés extraordinariamente generoso con Vox (que obtendrá tres consellerias, una vicepresidencia y la presidencia de las Cortes Valencianas) y su escaso 12% de los votos.
Este pacto, que no ha sido apenas explicado por sus protagonistas, motiva su celeridad en dos factores: el explícito, que había que librarse del candidato de Vox, Carlos Flores Juberías, incluyéndolo en las listas al Congreso (en lo que constituye un fraude en toda regla para sus votantes, que le votaron en teoría para liderar a Vox en la política autonómica). El implícito... pues como es implícito no lo sabemos, pero personalmente me da la sensación de que Carlos Mazón quería solucionar esto antes de que la presión de los medios de comunicación y las necesidades de la política nacional dieran al traste con su presidencia de la Generalitat. Un riesgo que cuando se edificó el pacto no se atisbaba, pero que, viendo lo nerviosos que se han puesto en el PP con las consecuencias de dicho pacto, claramente existía.
La Comunitat Valenciana fue la principal pieza del poder político que se jugaba en las elecciones del 28M. No dio la sensación, ni en campaña ni después de la campaña, de que en el PP valenciano tuvieran previsto ocupar el poder. A diferencia de lo sucedido en el ayuntamiento de València, donde María José Catalá sí que claramente veía venir su victoria y forjó un grupo municipal para gestionar el gobierno de la ciudad, la sensación que da la llegada de Mazón es que, hasta cierto punto, se ha encontrado la Generalitat. Los ridículos y chapuceros términos del pacto con Vox, la velocidad del mismo, la discutible -por generosa con Vox- resolución de los términos del acuerdo en materia de poder, así lo atestiguan.
Todo ello le crea un problema al PP en España. No porque sus votantes valencianos vean mal el pacto con Vox (no tienen alternativa, y eso estaba claro desde el minuto uno), sino porque asienta en la mente de los votantes de izquierdas la idea de que el PP está que se muere de ganas de pactar con Vox para alcanzar el poder. Una idea que es preciso descartar, si el PP no quiere que la adormecida izquierda pueda despertar en el momento más inoportuno para sus intereses.
Una interpretación que no está claro si pretende reducir la presión sobre el PP y sus pactos con Vox o dejar claro lo que todo el mundo intuye: que, si PP y Vox suman tras el 23J, habrá pacto de investidura y de Gobierno. Y, según la doctrina Feijóo, Vox se llevaría la presidencia del Congreso de los Diputados, una vicepresidencia y dos o tres ministerios, porque sus resultados previsibles en las Elecciones Generales están mucho más cerca del 12% valenciano (o por encima) que del 8% extremeño. Igual es que Feijóo se pone la venda antes que la herida, o -más probable- que no saben por dónde tirar, una vez Mazón pilló, muy claramente, a la cúpula del PP nacional con el pie cambiado.