Ahora que parece que el urbanismo municipal comienza a dar nuevos latidos públicos después de tantos años en manos de constructores y contratistas que han sido quienes han diseñado nuestra actual trama urbana y estética, vendría bien que todos efectuáramos una auténtica reflexión sobre la ciudad que queremos y merecemos.
A la espera de que medio Parque Central sea una realidad visitable, la plaza de Brujas un espacio transitable, se haga luz sobre la peatonalización de la plaza de la Reina, concluya la urbanización pendiente del cauce junto a Nazaret y la vía verde hasta l’Albufera o, realmente, el paseo de La Alameda sea de nuevo un paseo y no aparcamiento, de lo que debemos ser conscientes es que tenemos la ciudad que hemos consentido. Se salvan actuaciones heroicas de la sociedad civil impidiendo un hotel de muchas alturas dando sombra al Jardín Botánico, un cauce del río convertido en freeway estilo Los Ángeles o un barrio entero casi arrasado en pro de un falso progreso especulativo.
Y vendría además muy bien que nos dejáramos caer varias veces por la sala municipal de exposiciones donde se exhibe una magnífica exposición dedicada al que fuera arquitecto municipal de Valencia Javier Goerlich cuya intensa y brillante carrera se desarrolló entre 1914 y la década de los sesenta y que nos permite descubrir la ciudad que podríamos haber tenido o tendríamos en caso de que hubiéramos seguido todas sus indicaciones. También la que pudo dejarnos hecha realidad. Goerlich fue un renovador ante una ciudad inacabada que a veces da la sensación no terminamos de concluir. A saber qué pensaría hoy si se diera una vuelta por nuestras calles.
La verdad es que yo estaría desencantado tras haber sido testigo de cómo hemos terminado construyendo desde la destrucción de la memoria una ciudad que ha vendido todo su centro a franquicias de quita y pon, en la que hemos roto barrios enteros, hemos denostado la antigua arquitectura por un desmedido y erróneo concepto de modernidad o creado supuesta nueva ciudad a partir de hitos o iconos del espectáculo.
Les recomiendo una visita a la exposición ya no sólo para reconocer muchos de los magníficos edificios que nos dejó sino para entender su propio concepto de metrópoli. Tengo la sensación de que desde su desaparición muy pocos urbanistas han tenido de tal manera y dentro de su cabeza un auténtico modelo urbano claro y definido. De ser así no se hubiera permitido tanta tropelía que nos ha legado una ciudad a esbozos, repleta de retales que al parecer continúa sin saber crecer y a veces muy distinta en sí misma incluso dentro del perímetro de un mismo barrio histórico.
Sería un buen ejercicio de salud democrática volver a preguntar a la ciudadanía, como en algunos casos ya se está haciendo, qué modelo de ciudad queremos dejar a nuestros herederos, pero también que en ese debate entraran sin complejos arquitectos y urbanistas que son los que realmente tienen autoridad más allá de las cuestiones estéticas a las que sólo alcanzamos la mayoría. No se trata de cambiar sentidos de circulación, reordenar el tráfico construir carriles bicis o llenar la ciudad de patinetes, que todo eso está muy bien, sino de tener un plan claro a largo plazo que nos comprometa, sea inviolable -los PGOU son perfectamente modificables- y no esté sujeto al poder de turno. Nos lo merecemos.
Tampoco estaría de más incluir en esa reflexión el desastre y eclecticismo que nos acompaña en forma de mobiliario urbano, capaz de compaginar en apenas unos metros y en el mismísimo centro de la ciudad, por poner un ejemplo, el diseño contemporáneo con farolas decimonónicas, kioscos minimalistas de nuevo cuño, marquesinas de mediados del XX y anuncios publicitarios de marcas y actividades dentro de grandes bolsas de compra simuladas combinado todo ello con mástiles y banderas. Hasta varios lotes de elementos publicitarios pegados entre sí y distorsionantes.
Por cierto, avisan de que en breve veremos colgar de nuestras farolas de forma insistente un nuevo modelo de publicidad a base de banderolas que a buen seguro dejará mucho dinero a las arcas públicas pero ampliará todavía más nuestra incapacidad de asombro.
Va siendo hora de poner un poco de orden en el sinsentido que durante años ilustró esta ciudad, y de que tengamos una clara y bien organizada. Exigirlo es responsabilidad de todos.