Resulta casi imposible olvidarse del pasado de la Comunidad Valenciana. La misma perspectiva ideológica nos impulsa a ello porque la forma y el fondo de cómo abordar los asuntos nos obliga a considerar qué somos, a dónde vamos, y eso implica, necesariamente, remontarnos a la historia. No parecen existir programas sociales que no partan del pasado. Bien para criticarlo o ensalzarlo. Al parecer ninguna sociedad puede empezar de cero, aunque sea imposible establecer una verdad histórica asumida por todos. Ninguna tampoco la tiene al cien por cien y los debates son permanentes, incluso en temas que ya no afectan al presente. A medida que la investigación avanza se modifican las perspectivas parciales o totales con los nuevos elementos aportados. Se puede desconfiar de los relatos e interpretaciones, pero no prescindir de ellos para justificar lo que queremos, aunque elijamos aquellos episodios afines que nos refuerzan y dejemos de lado otros que no se acoplan a nuestro interés. Es curioso cómo, a lo largo del siglo XX, se han ido destacando, según países, unos episodios y olvidando otros. Precisamente en España lo hemos vivido con intensidad según cada coyuntura. Las calles han cambiado de nombre en el franquismo y en el postfranquismo. Unos para desechar todos aquellos que recordaran figuras identificadas con los derrotados en la Guerra Civil, y después para rechazar personalidades de un régimen que duró 39 años, si contamos desde octubre de 1936, y 36 si lo hacemos desde el 1 de abril de 1939.
No es algo exclusivo de la Historia de España. En EEUU todavía perviven conflictos en la antigua Confederación donde estalló la guerra civil en 1861 con un saldo de 600.000 muertos. En algunos de los 11 estados del Sur que crearon la Confederación y se enfrentaron a los de la Unión, presidida por Abraham Lincoln, más de 150 años después de terminada la guerra, hubo manifestaciones de protesta, como en Carolina del Norte y en Virginia, por las estatuas y los símbolos de los líderes confederados que aún permanecen en las calles y edificios públicos. Todavía hay, y en lugares destacados, estatuas del general más representativo del ejército sureño, Robert. E. Lee, o del presidente confederado Jefferson Davis, junto con otras personalidades que defendieron la esclavitud y la supremacía blanca. Alrededor de 700 estatuas de dirigentes confederados están en pie, incluso en el Capitolio de Washington. En la ciudad de Charlottesville, sede de la Universidad de Virginia, un miembro del supremacismo blanco arrolló y mató a una mujer de 32 años al embestir su coche contra los manifestantes antirracistas que apoyaban la decisión del alcalde de desmantelar las estatuas de los confederados. La lucha venía de lejos, cuando un defensor ultra de la Confederación mató, en junio de 1915, a nueve feligreses de color en una iglesia de Carolina del Norte.
En la Inglaterra del siglo XVII, Oliver Cromwell, un mediano propietario agrícola y puritano defensor de la Iglesia presbiteriana, derrotó en una guerra civil a la monarquía de Carlos I, condenándolo al cadalso, y en 1653 se proclamó Lord Protector de una República (Commonwealth of England) hasta su muerte en 1658. Después de un corto mandato de su hijo, Richard Cromwell, volvió al trono Carlos II. En 1661 sacaron de su tumba de Westminster a Oliver, separaron la cabeza del cuerpo y la colgaron a la vista de todos para “desencantar” su figura. Pero en Gran Bretaña su estela duró hasta el siglo XIX, con las fracturas sociales, religiosas y políticas causadas por la guerra civil, y su repercusión en Irlanda y Escocia. En Francia, hasta un siglo después de la Revolución, no hubo conmemoraciones destacadas; por encima de los logros revolucionarios muchos franceses la sintieron como una guerra civil que afectó a sus vidas.
Por eso habría que considerar la tesis de David Rieff en Contra la memoria (Barcelona, 2012) donde alude a la hipertimesia como una enfermedad neuronal en la que el individuo no puede olvidar y está recordando aspectos de su pasado de forma continuada. Así, si estamos constantemente aludiendo a la historia como una manera de refrendar nuestra defensa moral del presente, nos encontraremos metidos en un bucle difícil de superar porque en ese caso solo aludiremos a aquellos hechos que sostienen nuestros argumentos. Sin embargo, es curioso que los estudiantes de primaria o secundaria que sacan buenas notas en junio en la asignatura de Historia cuando pasan unos meses, y no digamos años, se olvidan de entre un 60% y 70% de lo que han estudiado. Con el tiempo sólo queda una visión nebulosa, unas anécdotas, unos posibles recuerdos o lecturas de las clases recibidas. Pero si en una sociedad se revive la historia, o una parte de la misma constituye un referente permanente y se convierte en un elemento para justificar o rechazar los símbolos considerados identificativos para defender nuestras opciones, será entonces difícil llegar a acuerdos de convivencia. Si se alcanza un statu quo es porque sabemos que enfrente hay también una fuerza que defiende cosas contrarias, que no podemos derrotar si no es por la fuerza, y ese no es un buen camino en una sociedad avanzada, en la que perder el nivel alcanzado es retroceder. Lo hemos visto en varias ocasiones en nuestro tiempo con resultado de muerte y sufrimiento para muchos. Recordemos la Guerra de los Balcanes de 1990, en la que croatas, serbios, bosnios kosovares, montenegrinos o macedonios se enfrentaron a muerte y Yugoeslavia saltó por los aires. O el holocausto de Uganda, con sus luchas fratricidas entre hutus y tutsis, y las rivalidades de las diferentes facciones de Siria que tantos daños causaron a sus habitantes. Podríamos seguir con otros casos remontándonos, simplemente, a los dos siglos precedentes. En todos los casos se argumentaba con la historia de por medio. Se me dirá que, afortunadamente, sería difícil que se reprodujesen en nuestro entorno desarrollado. Y es probablemente cierto, pero también hemos vivido situaciones parecidas. La guerra civil y la posguerra todavía pueblan los imaginarios de padres, hijos y nietos porque, 80 o 100 años, es poco tiempo para olvidar. En estos casos los tiempos son geológicos y duran y duran.
Cabe argumentar que el uso de la historia es inevitable, y lo único posible es asumirla en sus diferentes versiones, conviviendo con todas ellas, sin que eso suponga “llegar a las manos”. Es lo que ha ocurrido en la Comunidad Valenciana, donde, a pesar de todo, en la mayor parte el siglo XX y en lo que va del XXI, se ha podido vivir con cierta tranquilidad. Se ha priorizado, de alguna manera, la convivencia sobre el convencer a los demás por la razón o la fuerza. Eso no significa que no existan conflictos como en cualquier sociedad, pero hasta ahora, no se han desbordado hacia una violencia implacable. Incluso si analizamos la Guerra Civil española ésta no se hubiera producido en la Comunidad Valenciana por la conflictividad de aquella sociedad en los años treinta. Fue, de alguna manera, un conflicto importado y lógicamente afectó, como en toda España, a sus habitantes, pero esa capacidad de admitir opciones políticas, culturales, filosóficas dispares, aunque sea en círculos cerrados, sin vasos comunicantes, tiene su mérito si nos atenemos a la convivencia. A pesar de que en ocasiones nos quejemos de falta de integración social, de individualismo incompatible con demandas asumidas mayoritariamente. La Historia está bien en las facultades de Historia, donde la investigación puede ser constante, al igual que ocurre con la Química, la Medicina o la Física, pero si se utiliza en las disputas sociales estaremos siempre reivindicando aquellas perspectivas de lo que pudo ser y no fue. O de lo que sí fue y queremos que se adapte a nuestro relato. Los consensos sobre los hechos son habituales, pero no así los argumentos interpretativos. Las interpretaciones historiográficas se convierten en parte de la lucha ideológica. Ante una tesis aparece otra rebatiéndola o matizándola, y así trascurre la investigación de los profesores de Historia, unas veces con artículos en revistas especializadas y otras en libros de difusión restringida. Bueno, dirán, como en las demás ramas científicas. ¿Quién conoce hoy lo que publican, en sus investigaciones punteras, químicos, físicos, médicos, matemáticos o ingenieros, salvo los propios interesados? Claro que en estos casos sus aportaciones pueden tener una traducción práctica que mejora nuestras vidas.
El proyecto de los historiadores, en cambio, es incidir en las construcciones intelectuales para apuntalar una determinada concepción de por qué la realidad ha devenido de tal forma. Aunque también la lectura de la historia sea un elemento de satisfacción humanístico-cultural si no afecta al presente, si es solo cultura de ocio. No se trata de hacer una tabla rasa con el pasado, ni dejar de honrar a los muertos, a los que destacamos por sus acciones, o a los que contribuyeron con su pensamiento al conocimiento de nuestro mundo. Pero la mesura es una buena medida para abordar el pasado. En todos los hechos hay que mirar su cara y envés y puede ser sano un cierto distanciamiento para analizarlos y ponderarlos, intentar no sacralizarlos. Mostrar un cierto escepticismo, sin caer en el nihilismo, es bueno para evitar los apasionamientos y no “llegar a las manos”, En la Comunidad Valenciana se ha sabido, por lo general, distinguir y aceptar la pluralidad de opciones ideológicas, políticas o económicas, pero sabiendo que es necesario decidir diariamente, y para ello los ciudadanía se han puesto en manos de aquellos partidos que cuentan con una organización suficiente para tomar decisiones, aunque no gusten.