Tampoco la Constitución es el problema, ni mucho menos. Pero en estos meses donde muchos no paran de reivindicar la inminente necesidad de reformar la Constitución española para solventar los problemas, hay que colocar a nuestro texto supremo en el lugar que corresponde.
Cualquier nación democrática y civilizada organiza su vida y su convivencia en torno a un texto legal denominado constitución, es decir, “Ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política.” Así lo define el diccionario y es de fácil comprensión su significado y su valor, especialmente porque define y garantiza “derechos y libertades de los ciudadanos”, la clave de una democracia occidental con ciertos aspectos liberales.
Este año ha supuesto un hito en nuestra historia reciente, sólo comparable al año 1981, cuando se produjo el golpe de estado a manos de un grupo de militares. Pero la diferencia es notable, el intento golpista de principios de la democracia, pese a producirse a poco más de dos años desde la aprobación de la Constitución y en una época donde muchos altos mandos podían considerarse (al menos sociológicamente) más próximos al franquismo, fue minoritario, rápidamente desmontado con el Rey a la cabeza y no tuvo el apoyo ni de los poderes fácticos del estado ni de los medios de comunicación. España ansiaba y necesitaba la democracia que había llegado de manera ejemplar, a base de acuerdos.
“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.”
Art. 1 Constitución Española 1978
Por el contrario y cuando no sólo el sistema democrático se ha consolidado sino que la Constitución ha sido el fundamento legal para formar parte de la Unión Europea y ser una nación con elevados estándares de seguridad física y jurídica, garantías legales, derechos y libertades. Nos encontramos con la mayor afrenta a nuestra norma suprema y sobre todo a nuestra convivencia: el independentismo catalán auspiciado por muchos de sus políticos y una parte de su ciudadanía, altamente radicalizada y activista en los últimos meses es un gravísimo desafío a la unidad pero especialmente a la convivencia y por ende lo es para la Unión Europea, donde otros nacionalismos están expectantes ante cómo reaccionen las autoridades comunitarias.
En este escenario y ahondando en la herida con la aprobación del cupo vasco, no dejamos de escuchar voces que claman por una reforma constitucional. Cada partido piensa en reformar una parte del articulado y en un sentido distinto, no existe un consenso porque desgraciadamente no existe una visión nacional compartida donde los símbolos, la igualdad entre españoles y el anhelo de crecer como país sean los ejes fundamentales para su reforma. En conclusión, es absurdo plantear una discusión para en el mejor acaso acabar igual (con puntos de vista distintos) y en el peor, sacar a la luz problemáticas partidistas o que no suponen una preocupación social real. Entre tanto, la mayoría de políticos ignoran que los profundos cambios –siempre repiten aquello de que en 1978 no había internet– no tienen que regularse ni legislarse en la Constitución, sino en las legislación estatal, como así se viene haciendo.
Un argumento de éxito y que ha calado es el de que la sociedad cambia muy rápido y la Constitución tiene que adaptarse, permítanme que considere tal afirmación peregrina y algo torpe, cuando no estúpida. Nuestra estructura legal y normativa –que bien requiere armonización y adelgazamiento– se adapta constantemente a la realidad política y social, parte de la misma (cada vez más) viene desde Europa a través de las populares directivas que casi nos imponen usos y costumbres, por lo tanto no es tan válido dicho argumente. Además, la permanencia en el tiempo de un texto constituyente democrático garantiza estabilidad institucional, política y social.