Espero que el lector me disculpe, pero, en esta ocasión, no puedo menos que escribir estas líneas de una manera muy personal, desde la desolación, profundamente conmovida. Quisiera no haber tenido que escribir esto nunca, pero el motivo que hoy me mueve a hacerlo lo justifica plenamente y hasta lo hace urgente. Es para mí, casi, una cuestión existencial, que afecta a mi identidad y a mi dignidad, pero también a mis convecciones más profundas, a mi creencia en los derechos fundamentales, en la democracia, en el respeto a las minorías y al estado de derecho, como forma equilibrada de gobierno.
Pues bien, todo esto está hoy dramáticamente en cuestión en el Estado de Israel, debido a la actuación de un gobierno radical, de la derecha más extrema y sectaria. Un Gobierno, además, buena parte de cuyos miembros –incluido el primer ministro– han sido ya condenados o están en este momento judicialmente encausados por corrupción, o por vínculos con el movimiento terrorista y racista Kahane, hoy ilegalizado. Jamás pensé que el Estado al que serví y que pretendía ser el ejemplo más puro de los valores del humanismo en esa zona tan atormentada del mundo, se iba a hundir de una manera tan dramática, y no a manos de sus enemigos acérrimos, que le niegan el derecho a su existencia, sino a manos de su propio Gobierno. Pues el Gobierno es hoy el peor enemigo del Estado de Israel, de sus ciudadanos y de sus valores fundamentales.
El Gobierno de Binyamin Natanyahu ha dividido a la sociedad israelí y le quiere imponer los valores sectarios y excluyentes de una minoría radical. De una minoría para la que sus miopes convicciones políticas y religiosas son incontestables y están por encima de cualquier otra consideración de tipo humanista o democrático. Una minoría que siempre ha exigido tolerancia y reconocimiento cuando están fuera del Gobierno, pero que ahora, desde ese mismo Gobierno, niegan esa libertad y tolerancia a los demás, y están dispuestos a restringir cualquier tipo de derecho fundamental que limite sus convicciones y a cercenar los instrumentos básicos de la democracia establecidos para protegerla.
Y es que, efectivamente, el Gobierno de Israel está hoy tratando de llevar adelante una reforma legal que no sólo pretende privar al Tribunal Supremo de su capacidad de revisar y anular las leyes del parlamento –la Knesset– que considere contrarias a los supremos valores constitucionales (un papel similar al que tiene el Tribunal Constitucional en España), sino que pretende también nombrar a los jueces sin restricción alguna e, incluso, impedir que el alto tribunal pueda declarar incapacitadas para ejercer un cargo ministerial a personas condenadas penalmente.
Como ciudadana judía, nacida y educada en Israel, hija y nieta de sobrevivientes del holocausto, cultivada en un entorno que hizo de los valores de la libertad, la tolerancia y la democracia, la bandera por la que luchar para que los horrores que exterminaron a casi la totalidad de mi familia nunca jamás volvieran a producirse, veo hoy con horror, con verdadero pavor, que es el propio Gobierno de Israel quien restringe esa libertad, esa tolerancia, esa democracia, arrojando al suelo y pisoteando la bandera que representa esos valores. Me afecta mucho, en lo más íntimo. Y más aún porque, como una judía más de la diáspora, veo con impotencia como mis familiares y amigos de Israel, mis antiguos conciudadanos, están hoy en la calle, luchando de nuevo por la libertad y la democracia en el Estado de Israel, para restablecer los valores por los que lucharon mis padres y los suyos, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.
Por eso hoy, desde aquí, quisiera hacer una llamada a los ciudadanos españoles, a los medios académicos y a las autoridades públicas, españolas y europeas, a expresar su solidaridad con los ciudadanos de Israel y su repulsa más firme contra las políticas de este Gobierno extremista que pretende convertir a Israel en un régimen autoritario más, como muchos de los de su entorno, y también fuera de él. Y llamo principalmente a aquellos que, como yo, desde la enseñanza universitaria, nos dedicamos al estudio y promoción de los derechos humanos, a la lucha contra el antisemitismo, la xenofobia, la islamofobia, la gitanofobia, y a la promoción de la memoria de la Shoa –el Holocausto–, precisamente como un instrumento para la lucha contra la intolerancia y el autoritarismo. No podemos, pues, mantenernos como meros espectadores ante lo que está sucediendo en Israel. No podemos volver a caer en el error de la indiferencia que tan trágicas consecuencias tuvo en el pasado.
El panorama es verdaderamente descorazonador. El Gobierno radical, extremista, de Benyamin Netanyahu, al restringir la capacidad de control de los tribunales de justicia, reduce la protección de los derechos fundamentales, abre la puerta a los abusos de poder, a la corrupción, y elimina también la última protección que le queda a los ciudadanos de los territorios ocupados, frente a los asentamientos ilegales e, incluso, la violencia de los colonos más radicales. Frente a todo eso se manifiestan hoy miles de ciudadanos en todo Israel, afrontando la más dura represión gubernamental. Ciudadanos de toda edad y condición, son detenidos de manera indiscriminada, generales condecorados del ejército –el Zahal–, que han dado los mejores años de su vida a la defensa del Estado de Israel, profesores, enfermeras, ciudadanos laicos y religiosos, judíos, cristianos y musulmanes, artistas, jueces, abogados, científicos, y hasta ancianos sobrevivientes del Holocausto, están hoy en la calle, unidos por una causa común: la defensa de la libertad, la tolerancia y la democracia plena en el Estado de Israel. Después de todo, para la defensa de esos mismos valores, y sobre la tragedia del Holocausto, fue creado el Estado de Israel.
He de confesar que llevo ya varias semanas atormentada por las dudas sobre qué hacer frente a las medidas adoptadas por el Gobierno de Netanyahu, y sobre cuáles pudieran ser las consecuencias de las protestas contra ese Gobierno para el Estado de Israel. Pero mis dudas se han disipado pronto, en cuando he visto la verdadera dimensión de los planes de este Gobierno radical y los peligros que ellos mismos suponían para el Estado de Israel. Para mí, que toda mi vida gira en torno a la reivindicación de los valores democráticos y el fomento de la tolerancia, la inclusión y la interculturalidad, es imposible quedarme callada un minuto más. El silencio traicionaría mis convicciones académicas y profesionales y, sobre todo, traicionaría a los valores que me han inculcado mis padres, mis profesores del de colegio Habonim, en Kiryan Bialik, mis formadores en el Ken Majanot Haolim, mis superiores durante mi servicio militar en Ofakim Bet Kama, mis compañeros, educadores sociales de Kiryat Moria, y mis profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y mi religión.
Tengo ganas de gritar "srefa achim srefa!" ("¡fuego, hermanos, fuego!"). Los ciudadanos israelíes conocemos muy bien el significado de estas palabras. Las escribió Mordechai Gebirtig con motivo del pogromo que ocurrió en la pequeña aldea de Przytyk, en Polonia, en 1936, antes de que llegasen los nazis. Y hoy son ya parte de una oración fúnebre tradicional. Dudo mucho que el poeta, que fue asesinado en el Gueto de Cracovia, en 1942, hubiera imaginado, ni en sus peores pesadillas, que su poema, que denuncia la inacción de los ciudadanos polacos ante las atrocidades del antisemitismo, pudiese llegar a ser recitado en Israel, para despertar la conciencia de los ciudadanos israelíes frente a los peligros de un Gobierno extremista y autoritario.
Pienso en mi madre, que sobrevivió al Holocausto cuando apenas tenía 10 años, y que, a pesar de lo desgarrador de su historia, nunca perdió la fe y la confianza en la bondad del ser humano y que logró vivir y disfrutar en Israel lo que su Europa natal le negó. Pienso en mi padre, nacido ya en la Palestina ocupada del mandato británico, que formó parte del movimiento juvenil Tnua Gordonia de Kiriat Haim, que luchó en el Palmaj cuando era aún un adolescente, y que solía decir que el riesgo de tratar al otro con otra vara de medir es que mañana seas tú el otro y te traten a ti con esa misma vara de medir; y es que cuando se normaliza la violencia ya no hay marcha atrás y todos pueden ser víctimas de la misma. También pienso en mi tío abuelo, compañero de vuelo y de misión de Hannah Szenes, cuando saltaron tras las líneas nazis, y luego fundador del Nativ. Pienso en mis compañeros del servicio militar, en el Ramatcal retirado Yair Kojavi, cuya madre fue mi profesora de educación física y que vivía al lado de mi casa. Pienso en mis sobrinas que han hecho su servicio militar en las zonas más peligrosas, cuando apenas tenían 18 años. Todos ellos –a pesar de los muchos y graves errores cometidos por Israel a lo largo de su historia–, lucharon por la creación y pervivencia de un Estado nuevo, ilusionante, basado en la libertad, en la tolerancia, en la democracia, en los derechos humanos, y con un fuerte contenido social.
Pero, fundamentalmente, pienso hoy en sus hijas e hijos, a los que el Gobierno radical de Binyamin Natanyahu quiere condenar a vivir bajo un nuevo régimen, donde sus derechos fundamentales ya no estarán protegidos por los tribunales de justicia, donde la democracia y el respeto al estado de derecho ya no serán la fuente de la legitimación del Estado de Israel. Y no quiero sentirme culpable. Quiero gritar "srefa achim srefa!" para que mañana no tenga que arrepentirme de mi inacción y de haber mirado hacia otro lado.
Tamar Shuali Trachtenberg es doctora en Teoría de la Educación y profesora en la Universidad Católica de Valencia. Es Directora del Instituto Europeo de Educación para la Cultura Democrática, y Co-directora de la Cátedra Simone Veil para la Prevención del Antisemitismo, el Racismo y la Promoción de la Interculturalidad, de la Universidad Complutense