VALÈNCIA. Mediodía en el Cementerio General de València, cerrado al público por orden municipal. Hace sol. Una familia espera en la puerta. Son cuatro personas, Encarna Calomarde y sus tres hijos Raúl, Beatriz e Inmaculada. Acaban de perder a Enrique Gil Polo, su marido y padre, respectivamente. Ha muerto de cáncer, no por coronavirus, y no lo van a incinerar, van a darle sepultura. Informan al responsable del cementerio de que son cuatro personas porque el finado tenía tres hijos. No hay hermanos, ni yernos, ni nueras ni sobrinos, solo la viuda y sus tres hijos. La respuesta los deja helados.
"No pueden entrar todos. Solo tres personas". El responsable del acceso al camposanto cumple con su cometido a rajatabla. Una orden del Ministerio de Sanidad dice que al muerto pueden acompañarlo en su último adiós un máximo de tres personas y, en su caso, un cura o "persona asimilada de la confesión respectiva". Si el hijo fuese cura habría podido entrar, esa es la norma. Cabría un cambalache hijo por cura, dadas las circunstancias, pero al de la puerta, después de tantos años en el oficio, se le ha acabado la empatía.
Primero vienen las lágrimas, después la rabia y, por último, la frustración. Aunque un atisbo de inconformismo sobrevuela a esta familia. Raúl, abogado, conoce la norma y plantea que, a falta de sacerdote y siendo España un estado aconfesional, él mismo actuará como "persona asimilada" para la práctica del rito de despedida. Nueva negativa.
En la puerta lateral del cementerio por donde les han indicado que tienen que entrar hacen su último intento. A la funcionaria que les abre la puerta, pues el camposanto está cerrado a cal y canto, Raúl le hace una propuesta: que entren su madre y sus hermanas y, una vez empiece el funeral, una de ellas sale del cementerio para que él pueda estar presente en un momento único en la vida, como es enterrar al padre.
"No. Son solo tres personas", es la respuesta. Una de sus hermanas dice que eso es una falta de humanidad y trata de razonar con ella, ya que "en ningún momento habrá cuatro personas dentro". La empleada municipal, con la misma empatía que su compañero, responde que está harta de que la insulten. "Nadie la está insultando", le dice Beatriz. La discusión sube de tono y la funcionaria reitera que está harta de que le digan que no tiene humanidad. Así que, haciendo gala de su gran humanidad, les cierra la puerta del cementerio en las narices y los deja en la calle 20 minutos esperando. Pasado ese tiempo, suficiente para asimilar la cruel realidad, reabre la puerta, deja pasar el coche y a las tres mujeres y vuelve a cerrar. Raúl se queda fuera.
"No se puede describir con palabras lo que he sentido. Lo que ha sucedido hoy aquí es la consecuencia de una gestión pésima de un gobierno que no ha sabido gestionar la parte más dura, la muerte", se lamenta Raúl. "Si pensaran un poco, solo con poner que pueden entrar 'familiares de primer grado' no pasarían estas situaciones. No tiene sentido", añade Beatriz después del entierro. Su madre, ya más serena pero muy enfadada, es más lapidaria: "A ellos les tenía que pasar".
Los cuatro se marchan dándole vueltas a la experiencia doblemente amarga que les ha tocado vivir y comentan que es absurdo que en cualquier supermercado puedan entrar 50 personas a la vez mientras que en un entierro, al aire libre, los trabajadores del cementerio son capaces de dejar en la calle a alguien que va a enterrar a su padre, que ni siquiera ha muerto por coronavirus.
Por la tarde, Rául Gil escribe una carta al alcalde de València, Joan Ribó, para denunciar el "incumplimiento" de la normativa por parte del personal del cementerio, al no haberle permitido entrar como "personal asimilado" a un sacerdote, así como el trato de la trabajadora, que califica de "pésimo, desproporcionado, vejatorio e inhumano". Además, le pide al alcalde que inste al Gobierno a cambiar la normativa para que no vuelva a ocurrir (leer la carta aquí).
El siguiente entierro parece una copia del anterior. En la puerta del cementerio, una mujer y sus tres hijas. La situación es un déjà vu. "Solo pueden entrar tres", vuelve a ser la respuesta. Y la misma reacción: enfado, rabia, impotencia y, finalmente, resignación. Un déjà vu sobre todo para el personal del cementerio porque quienes ahora entierran a los padres nacieron mayoritariamente en los años sesenta y setenta y no es fácil encontrar familias de menos de tres hijos.
"No os preocupéis, entrad vosotras", dice la madre. Las hijas, atónitas, cruzan miradas y tratan de consolar a su madre dispuesta a despedirse de su marido en la puerta sin asistir al sepelio. "No, mamá. Eso no. ¿Cómo te vas a quedar tú fuera?", le responde una de ellas. Otra, que ha permanecido abrazada a una pequeña bolsa desde que han llegado, toma la palabra: "Yo me quedo en el coche. Yo estaba con él cuando se fue. Yo he sido la que se ha podido despedir, ahora os toca a vosotras". Su serenidad en una situación tan dantesca desborda la emoción en su madre: "Esto es muy cruel", exclama entre lágrimas.
En ese momento llega el funerario y les indica que le sigan. Tres de ellas lo hacen, la cuarta se da la vuelta, baja la cabeza y se aleja en dirección contraria al coche donde llevan a su padre.
Los coches fúnebres siguen su procesión. En la puerta del cementerio se encuentran Santiago y su mujer. Van a enterrar a Santiago Llavata, el padre de él. El panteón familiar espera a este hombre de letras, director y fundador del Colegio Mayor del Carmen de Zaragoza, maestro de latín y griego, experto en filosofía y letras, teólogo. Ha fallecido tras cuatro meses luchando contra el cáncer.
Santiago hijo está enfadado. Su padre, como ellos, era una persona muy creyente y con el ataúd sólo están él y su mujer. "Es hiriente, absurdo. Incluso siendo tres personas, que no lo somos, ¿qué dificultad hay en que haya un sacerdote que le dé el último adiós?", dice mientras espera su turno en la calle para entrar al cementerio. "No es normal que el presidente del Gobierno pueda entrar en una fábrica llena de gente y no pase nada, y nosotros no podamos despedir como toca a mi padre", cuenta mientras recuerda que ni sus tres hijos, ni los alumnos de su padre, ni los amigos han podido despedirse. Pero lo peor para esta familia es no poder cumplir con el deseo de que un párroco esté presente... O eso le han dicho.
Según confirma la Concejalía de Cementerios a Valencia Plaza, sí que existe un servicio de acompañamiento para las distintas religiones. Pero el caso es que a esta familia nadie le ha dicho nada. Ni en la funeraria, ni mucho menos en el cementerio.
La desinformación o la comodidad de quienes se ocupan de las honras fúnebres en estas semanas en las que la actividad casi se ha duplicado provoca situaciones muy injustas, desgarradoras para las familias que pasan por un mal momento. Este periódico ha recogido testimonios de tres familias de personas mayores fallecidas por causas naturales, no por coronavirus, a las que las funerarias les dijeron que no podían acudir a las exequias, que se llevaban el cuerpo a incinerar y ya les avisarían para pasar a recoger las cenizas.
Y no es así. La normativa aprobada por el Ministerio de Sanidad permite la presencia de hasta tres personas más un cura o persona asimilada de otra religión. En el caso de las incineraciones no pueden entrar en el crematorio, pero sí acompañar el féretro hasta la puerta. El protocolo es el mismo sea cual sea la causa de la muerte.
En uno de los casos descritos, la familia protestó porque había visto por televisión que sí podían estar presentes hasta tres personas y se les permitió asistir. En los otros dos casos las familias se quedaron en casa.
De hecho, la normativa del Ministerio de Sanidad dispone que una vez producida la muerte, "antes de proceder al traslado del cadáver" al depósito, "debe permitirse el acceso de los familiares y amigos, restringiéndolo a los más próximos y cercanos, para la despedida sin establecer contacto físico con el cadáver". Un acceso para el que deben contar con "una bata desechable, unos guantes y una mascarilla quirúrgica". Sin embargo, las redes sociales están llenas de lamentos de personas que han perdido a su padre o madre, a veces a los dos, y no han podido ver el cuerpo ni asistir a la cremación.
La reportera y la fotógrafa han llegado este lunes de buena mañana. Antes de los dramáticos sepelios relatados se han acercado al crematorio, situado en un lateral del Cementerio General. Sentado en un banco espera un joven junto a dos familiares; han ido a despedir al abuelo, que ha fallecido de muerte natural. La escena desataría las lágrimas del más fuerte. El coche fúnebre llega, la familia se pone al lado, con un metro y medio de separación entre ellos, cuando abren la puerta del crematorio. Un funcionario entra el féretro mientras la familia espera en la puerta. Por ser un recinto cerrado, está prohibido entrar en la sala donde en 'tiempos de paz' se celebraba una pequeña ceremonia previa a la cremación. La familia espera fuera y en cuanto el ataúd entra en el horno cierran la puerta.
Cinco minutos escasos para decir adiós a un ser querido. Cinco minutos para despedir toda una vida de amor. Prohibidos los besos y los abrazos, las lágrimas son el único consuelo.
Los coches fúnebres van y vienen en amarga procesión. Nada más acabar la primera incineración llega el segundo ataúd. No hay familia, no hay amigos, no hay nadie a su alrededor. Es un fallecido por Covid-19 y su familia no ha podido asistir por estar en cuarentena. Nadie, salvo el hombre de la funeraria, los funcionarios y dos periodistas para despedir a esa persona. La pandemia ha terminado, en muchos casos, hasta con las despedidas. No sabemos su nombre. Descanse en paz.