Te asomas a textos que todavía forman parte del mainstream de las ciencias sociales e intentas buscar respuestas a las cuestiones que rebosan los medios de comunicación, las redes sociales y las académicas. Encuentras textos y más textos y, entre éstos, algunas explicaciones que, aunque ingeniosas, rezuman inseguridad probatoria. Con todo, lo más preocupante se halla en aquellas aportaciones intelectuales que pretenden rebajar la importancia de diversos fenómenos, -incluidas las crisis financieras e inmobiliarias, las pandemias, el nuevo molde de la globalización y las desigualdades económicas-, en un intento de sostener ideas antiguas, fosilizando sus implicaciones políticas.
El pensamiento acumulado en el pasado dispone de pesadas anclas, ya sean ideológicas o forjadas por grupos de intereses, sin despreciar las inercias pegajosas que atrapan las mentes proclives al inmovilismo. Pero la realidad, o lo que se percibe como tal, es insistente y plantea un objetivo ineludible: la necesidad de pensar diferente para entender lo distinto. Mediante dos llaves: empujar la mentalidad experta a reducir la oscuridad de las distintas ramas científicas e impulsar la mentalidad común hacia la actualización del conocimiento.
Los expertos, -científicos, investigadores, creadores-, desempeñan roles básicos: descifrar lo que se esconde y aflorar los nuevos saberes del siglo XXI. Los expertos son los aduaneros de nuestro tiempo, con la capacidad de entender la naturaleza de lo tangible e intangible y cuáles son las consecuencias previsibles de su uso. Un conocimiento que, de ser necesario, levante la bandera de alarma que somete a cuarentena la nueva pieza de conocimiento para evitar la creación de monopolios, el dominio blando de las mentalidades y decisiones humanas o las innovaciones que se autoalimentan a sí mismas sin que se sepa cuál puede ser su deriva final.
Y, a las funciones públicas de los expertos, se añade la simultánea transformación de la educación en una siembra activa de conocimientos, reconocimientos, autonomía y valores. Necesaria, porque la difusión de los discursos del miedo responde a un cálculo intencionado: no estamos educados para soportar las incertidumbres, lo que facilita la penetración de esa agitación insidiosa con la que algunos transforman las inseguridades en levadura de miedo, odio y renuncia a pensar por uno mismo. Si los expertos constituyen una primera frontera de protección ante las tinieblas de lo desconocido y las amenazas de lo que se va conociendo, la educación flexible, proactiva y bañada de ética es la que posibilita que el individuo y sus conexiones sociales sean capaces de alzar barreras cognitivas autónomas frente a los nuevos sembradores del primitivismo y la barbarie.
La construcción de las fronteras anteriores conduce a preguntarse por la función del Estado y de sus recursos. La discusión habitual ha girado, una y otra vez, sobre una concepción normativa: el Estado debe ser mayor o menor, en base a lo que se desea o teme del mismo. Una confrontación binaria en la que el neoliberalismo parece haber perdido crédito ante la sucesión de crisis vividas en las últimas décadas. Unas experiencias reveladoras de que sin organizaciones respetadas, distribuidas territorialmente y ensambladas mediante la jerarquía o la coordinación, los efectos de las crisis habrían sido considerablemente más desastrosos y su alcance habría puesto en grave riesgo la paz social. Y, frente a la anterior observación, la percepción de que un ensamblaje similar desborda las aspiraciones privadas, dadas sus características estructurales: dispersión, atomización de las decisiones, desequilibrios en el grado de confianza existente entre los agentes económicos y ausencia de centros decisorios con una autoridad estable y reconocida, imprescindible para fijar decisiones de obligada adhesión.
Que se haya afianzado la necesidad del Estado no implica que sirva cualquier modelo y, mucho menos, que su contenido y reglas de funcionamiento se moldeen a partir de las victorias que logran los grupos de presión y los privilegiados mecidos por la placidez del estatus quo. Frente a estas resistencias, de casposa y apolillada tradición, se alzan las necesidades profundas del presente. Ante éstas, el Estado español, más que grande o pequeño, es un Estado débil y, en algunos espacios, ya agotado. Lo es, porque sigue rehuyendo la ineficacia de su fiscalidad, continúa empleando métodos primitivos en la selección de su personal y presta una morosa atención a las nuevas profesiones. Padece de una inflación abrumadoramente jurídica y juridicista que, amparándose en el Leviatán del Estado de Derecho, convierte en prosa del BOE toda iniciativa, homogeneizando realidades sociales, económicas y territoriales que son dispares y precisan de experimentación o atención diferenciada. Un Estado que no se reconoce en el tejido empresarial más innovador y parece pendiente de los poderes tradicionales. Un Estado con administraciones que cuentan sus victorias por el número de expedientes tramitados y el presupuesto gastado, pero que muestran un pudor de novicia a la hora de evaluar los logros últimos de su desempeño.
En conclusión, en este país el Estado se encuentra poco acostumbrado a la urgencia, a la modificación de sus pautas e implantación de nuevos métodos e ideas directivas, a la distinción entre modernización e informática, a diferenciar entre confianza personal y confianza profesional, a la construcción de eticidad en torno a la colaboración público-privada y a la reivindicación del nuevo saber y del cambio como inputs habituales del sector público. Un conjunto de vicios y lastres que abonan su debilidad: mucha ley, pero poca capacidad de transformación, de consecución real de los objetivos que, con solemne prosa, se elevan al altar de los boletines oficiales.
No, no estamos ante una ocasional (y habitual) acumulación de disfunciones erosivas pero de un efecto global digerible. Nos encontramos ante una renovación de época, ante una mascletá disruptiva, ante las primeras columnas de un cambio civilizatorio, si entendemos por tal el que nos empuja hacia nuevas formas de pensar, de interactuar y construir los lazos de la convivencia, ya sean personales o públicos, internos o internacionales. Y son demasiados los odres viejos que sólo aportan caldos avinagrados, cuando lo que se precisa son nuevos recipientes que acumulen y distribuyan saber ágil, educación para la resiliencia, nuevos marcos de relación pública y público-privada y guías, aunque sean tentativas y modificables, para una tranquilizadora conducción de los cambios.