Puede que usted no lo sepa, pero el 26 de mayo no escoge representantes para dos instituciones (el Parlamento Europeo y el ayuntamiento en el que resida), sino tres: las elecciones municipales sirven también para dirimir la composición de la Diputación provincial, en el caso que nos ocupa la Diputación de Valencia, la única que la izquierda logró arrebatarle al PP en 2015.
El presupuesto de la Diputación de Valencia para este año 2019 es de 486 millones de euros. Por comparar, el presupuesto del Ayuntamiento de València para este mismo año es casi el doble: 848,6 millones de euros. El de la Generalitat valenciana, más de treinta veces más: 16706 millones de euros.
En principio, los números de la Diputación no parecen muy impresionantes. Sin embargo, si se les echa un somero vistazo a las cuentas de Generalitat y Ayuntamiento, enseguida veremos que el margen de maniobra de sendas instituciones es muy escaso: la mayoría del dinero se va en gastos corrientes; como mucho, en amortizar deuda. La Generalitat, ni eso: las competencias que tiene transferidas son de tal calibre que resulta imposible proveer a los ciudadanos con servicios dignos sin endeudarse más y más.
Les sonará el eterno problema de la anterior legislatura: la financiación autonómica, que llevó a la conselleria de Hacienda a inventarse un truco de magia: incorporar a los presupuestos más de mil millones de dinero "mágico" (inexistente), como reivindicación de lo que sería necesario recibir del Estado central, como mínimo, para afrontar las necesidades de la institución (dinero que, como es "mágico", no se sustancia nunca, claro; al menos, por ahora).
En resumen: si hablamos de Presupuestos, el tamaño no importa. Menos es más. Y por "menos" no me refiero a menos dinero, sino a menos competencias. Las diputaciones gestionan menos dinero, pero también tienen muchas menos obligaciones; y son obligaciones, además, a menudo difusas. Así que, aunque sus presupuestos sean más pequeños, su margen de maniobra es mucho mayor.
Por otra parte... ¿a quién le interesa una Diputación provincial y lo que en ella acontece? Pues más bien a poca gente: políticos (sobre todo, los directamente involucrados: concejales y alcaldes) y periodistas. Los ciudadanos saben que hay una institución llamada "Diputación de Valencia" que ha estado ahí siempre y que, como los catalanes, "hace cosas", aunque no está muy claro cuáles. Nadie presta demasiada atención.
Sumen margen de maniobra y falta de atención pública y tendrán un cóctel explosivo: dinero descontrolado. Dinero descontrolado en instituciones en las que, por su propia naturaleza, no es sencillo que haya grandes vuelcos políticos (piensen que en 2015 casi todo cambió de color político en la Comunidad Valenciana y, así y todo, el PP mantuvo dos de las tres diputaciones provinciales). Con gente que, si tiene ocasión, se eterniza al frente de la institución, como Carlos Fabra. Sumen todos esos ingredientes y tendrán el escenario perfecto para encarnar la clásica figura española del cacique; en este caso, cacique provincial, como el Conde de Romanones, construyendo polideportivos y puentes en el último pueblo de la provincia; casi siempre necesarios, claro. Pero, por otra parte, construidos por el cacique. "Gracias, don Agripino", musitarán, indudablemente, los agradecidos lugareños ante la campechanía del líder, opulento y cercano, como Rus con su Ferrari.
Las diputaciones provinciales son una reliquia del pasado; de la configuración decimonónica de España, estructurada en provincias. El sentido de las diputaciones es proporcionar servicios a la población de la provincia, en colaboración con los ayuntamientos locales. Sobre todo, cuando se trate de ayuntamientos pequeños (menos de 5000 habitantes), que han de derivar parte de sus atribuciones (recogida de residuos y suministro de aguas, en particular) a la diputación provincial.
La aparición del Estado autonómico creó una nueva administración, inserta entre el Gobierno central y los ayuntamientos, generando duplicidades con las diputaciones provinciales. De hecho, las comunidades autónomas uniprovinciales, como Madrid, Cantabria o Murcia, no tienen diputación provincial, pues sus competencias quedan diluidas en el Gobierno autonómico.
Desde hace años, una corriente de fondo critica las diputaciones por su falta de razón de ser: ¿qué sentido tiene mantener una administración cuyas competencias perfectamente pueden transferirse a la comunidad autónoma? El gobierno del Botànic, de hecho, ha amagado en varias ocasiones su intención de suprimirlas, o como mínimo vaciarlas de competencias. Se enfrentan a la oposición frontal de las dos diputaciones (Alicante y Castellón) regentadas por el PP.