El nuevo socialismo ha malogrado, sin darse cuenta, el propósito de la exhumación de Franco: ha paseado la momia del generalísimo sin dejar que la vean los progresoides militantes y los guerracivilistas rampantes. Ha cometido el fallo garrafal de la discreción, dejando a sus bases hambrientas de bigotito y condecoraciones, de visera militar y gafas de sol, de caqui apolillado y rostro de cartón. Ha dejado a mucha gente con las ganas de ver al espantajo en lo alto de una pértiga; de satisfacer ese impulso, tan español, de arrastrar la estantigua por el arroyo, en medio de una grita formidable, hasta que se desintegre. Sacadnos a Franco y que arda, seco y marchito como está; que arda físicamente o en sentido figurado, con las llamas de la profanación, de la carroña manifiesta y la historia desenterrada. Ofreced al marxismo grosero del siglo XXI un morbo digno de aquella república cerril que Ortega definió al exclamar: “¡no es eso, no es eso!”.
El socialismo siniestro, la izquierda vieja y macabra, negra y hedionda, nieta de las checas y los Paracuellos, que recuerda represalias y escarba fosas, que sigue operante y vindicativa, detenida en el tiempo y en el rencor, abrigaba la esperanza de ver al coco, al espectro, al hollejo crujiente del caudillo de los pantanos y la jubilación, del auxilio social y el desarrollismo, al causante de sus amarguras y sus inquinas, heredadas y largamente rumiadas. Quería ver al muerto, y a ser posible arrancarle de cuajo el mostacho; soñaba con reventar el hojaldre y desperdigar la osamenta; imaginaba que se abriría la caja y asomaría la taxidermia. Pero las autoridades no han dejado que ocurra, de modo que la imaginación suplirá, como siempre lo hace, la realidad escamoteada. Porque la turbamulta bolchevique no ha consumado su venganza como esperaba —«a su entera satisfacción», si me permiten ustedes la jerga, ya que levantó acta del esperpento la notaria mayor—; porque a los herederos del antiguo resentimiento, que burbujean tras la modernidad apócrifa de Sánchez y han sustituido casi por completo a la patulea, indiscutiblemente mejor amueblada, del felipismo, les han mostrado el caramelo para luego escondérselo; porque la turba trotskista no se conformaba con un simple traslado: cobijaba la ilusión —secreta pero a voces— de que saltase la tapa; de que un tropiezo accidental removiera la mojama y le desgajara cualquier piltrafa; de que un desliz tonto, un desparrame fortuito, una sacudida feliz detonase la polvareda.
Se ha defraudado el voyeurismo fúnebre, la curiosidad enfermiza y revanchista del rojerío, del comunismo rancio con buena memoria para los castigos franquistas pero mala para los motivos, que siempre los hubo, aunque, por supuesto, no justificasen la pena de muerte. Se ha impedido, por parte de quienes organizaban el evento, que las hordas pusieran los ojos y las garras en el aborrecido estafermo. Se ha excitado la furia colectiva y luego, inexplicablemente, se le ha sisado el objeto. Los prebostes en funciones, queriendo hacer un arrumaco a su electorado, le prometieron desalojar a Franco del Valle de los Caídos, y con ello provocaron la histeria troglodita, la enajenación leninista y el delirio maqui. Llegado el momento, sin embargo, la operación se llevó a cabo con una reserva desesperante, y por eso al socialismo de ahora, que abandera lo de antes, le ha salido la exhumación por la culata; porque a lo de antes le ha sentado fatal que lo de ahora le frustre la perspectiva. El moderno socialismo reaccionario está obligado a pergeñar con la máxima rapidez alguna jugada que aplaque las iras de su tropa fantasmagórica; otro desentierro quizá, pero con toda la fanfarria y el exhibicionismo que ha faltado en el de Franco. Joseantonio, por ejemplo, daría mucho juego. La momia falangista, esta vez bien profanada, completamente accesible a los zarpazos fotográficos y a las iras del populacho, subsanaría la histórica pifia del jueves 24. Con la carcasa de Joseantonio al aire y un descuido calculado la orgía libertaria, el desenfreno comunista y la parranda sepulcral serían automáticos, y el PSOE calmaría en Cuelgamuros el berrinche de su gallinero, la irritación de la chusma recalcitrante que no quiere a los vencedores de la guerra civil inhumados ni exhumados, sino esfumados.