VALÈNCIA. Una de tantas instituciones que se fingen preocupadas porque la gente lee poco ha publicado una de tantas encuestas que intentan explicar el fenómeno. Una encuesta sorprendente, genial, novedosa, que investiga el abandono de la lectura utilizando por vez primera el procedimiento de preguntar a los ciudadanos por qué no leen. Y los ciudadanos, abordados tan de improviso, responden lo mismo que usted y cualquiera de los que asistimos a la función desde la cazuela responderíamos: que no leen porque no tienen tiempo. Ha sido la excusa mayoritaria, el embuste más utilizado, el pretexto que han hallado más a mano quienes, encañonados por un micrófono e interrogados acerca de algo que no les interesa lo más mínimo, han intuido en la naturaleza de la pregunta cierto riesgo de hacer el ridículo. El sopetón, la encerrona y la mala conciencia les han jugado una mala pasada; les han devuelto a la infancia; les han obligado a segregar aquella mentira sencilla, noble, temerosa e inocente de los niños. Que no leen porque no tienen tiempo, dicen, mientras tardean de cuatro a ocho.
Que la falta de tiempo les impide leer, aseguran, mientras pechan el sudor que acordaron con su vanidad y los ahogos que apalabraron con su crisis cuarentona. Que no pueden sentarse a leer, susurran, mientras pierden el fin de semana en lo mismo que lo perdieron siete días antes. Que no tienen tiempo, chillan, con los ojos desorbitados y probándose ropa que no necesitan. Que les falta tiempo, vociferan huidizos, y rúan desesperados en busca de no se sabe qué. No les queda tiempo, en efecto; ni un segundo para leer: lo han gastado todo viendo películas —el último informe de rutinas televisivas arroja una media de tres horas diarias por cabeza—, comiendo pipas, tostándose al sol, trasegando cerveza y cumpliendo el deber ineludible, la enorme tarea, el trabajo extenuante de gestionar whatsapps. El público ha confundido, una vez más, a los encuestadores; ha soltado la patraña de la falta de tiempo y le han creído, aunque no en el sentido correcto: la verdadera situación es que tiene mucho tiempo libre pero prefiere invertirlo en otras cosas; que la lectura ya no es una prioridad, y a la hora del asueto lo último que viene al pensamiento es apoltronarse a leer.
El error de las encuestas de marras es que parten de la presunción, totalmente obsoleta, de que la lectura es una costumbre generalizada cuando hace años que dejó de serlo. Quiere decirse que actualmente no es oportuno preguntar por los usos lectores de la sociedad, sino localizar por un lado los reductos concretos del vecindario en que pervive la sosegada, hermosa y edificante práctica de pasar páginas y descifrar signos, y por otro las áreas en que dicha práctica se ha extinguido. La lectura, como predijo el semiolvidado Joan Fuster, ha empezado a convertirse a marchas forzadas en un “afer d'iniciats”; está volviendo a ser aquel ámbito exclusivo del medievo al que sólo podían acceder unos pocos privilegiados. Basta con echar un vistazo a los rótulos de Televisión Española, según los cuales Rafa Nadal “arroyó” [sic] a sus rivales en el último torneo. Y pueden ustedes cerciorarse, vigilando esos rótulos con regularidad, de que no se trata de ningún gazapo inusitado.
No hay falta de tiempo, sino de ganas; de modo que hacer un sondeo a la vieja usanza sobre los hábitos de lectura es hoy algo extemporáneo; es, en demasiados casos, como pedir a un adolescente que te grabe una casette de Bad Bunny. La lectura se hunde tan aprisa que la demoscopia, como los programas de control parental, está desbordada por los acontecimientos. Ya no se trata de averiguar si se lee o no se lee: la cuestión es, más bien, si se sabe leer o incluso si se comprende, a estas alturas, en qué consiste la lectura.