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TÚ DALE A UN MONO UN TECLADO  / OPINIÓN

La fuerza centrífuga y las pastillas contra la ansiedad

11/11/2021 - 

En Vancouver conocí a un joven amerindio del pueblo kwakiutl. Tenía unos diecisiete años, rasgos indígenas y el pelo oscuro muy largo. Me dijo que lo llamara Jefe y perdió el equilibrio. Iba totalmente borracho. Apenas se le entendía pero por sus gestos abarcando todo a su alrededor me pareció entender que decía que el barrio le pertenecía. A su tribu. Entonces me lo imaginé sesenta años antes, cuando esa parte de la ciudad todavía no había sido construida. Cuando todo era bosque y en lugar de rascacielos había totems; en lugar de coches, caballos; en lugar de cañerías, riachuelos; y en lugar de televisión por cable, hogueras donde los kwakiutl contaban sus historias.

Vancouver es una ciudad joven de Canadá. Probablemente Jefe no había vivido el cambio pero sí su abuelo, que en cuestión de unos años presenció cómo todos los campos y bosques que conocía se convertían en asfalto, hormigón, metal y vidrio.

Y ruido y humo y velocidad.

Creo que el peor cambio tuvo que ser el temporal: todo se aceleró.

A veces me pregunto qué sintieron los campesinos ingleses que vieron pasar por sus tierras el primer tren. Cómo fue la adaptación de un mundo tranquilo (silencioso y lento) a un mundo definido por la velocidad. Cada vez más velocidad gracias a motores más potentes.

Escuchando la voz gangosa de Jefe y observando sus ojos perdidos me respondí que toda adaptación a un mundo nuevo es dura. 

A veces imposible.

Desde la creación de la máquina de vapor, la velocidad ha ido impregnando cada ámbito de nuestras vidas. No solo la física, sino también la que incumbe a la organización de nuestro tiempo. Phileas Fogg tardó 80 días en dar la vuelta al mundo en el siglo XIX cuando ya existían los barcos a motor y los trenes. Un siglo antes habría tardado muchísimos años en hacer ese mismo recorrido: a caballo y dependiendo del viento para navegar. 

Hoy en día no creo que cueste ni un día dar la vuelta completa a la Tierra.

Todo se ha acelerado. Y sigue haciéndolo, cogiendo velocidad a merced de una fuerza centrífuga que nos aleja del presente. Un presente cada vez más escuálido. Apenas existente entre plazos, citas, dead lines, redes sociales y eventos varios. Porque los cambios que se derivan de esta aceleración afectan a la totalidad de nuestras vidas.

El signo de nuestro tiempo es no tener tiempo. 

¡No me da la vida! ¡Estoy liadísimo! ¡A ver si encuentro un hueco! 

Vivimos a la carrera. Y aunque añoramos una vida más pausada donde éramos capaces de disfrutar del presente, e incluso de apreciar los efectos terapéuticos y creativos del aburrimiento, no somos capaces de escapar al movimiento contínuo. Nos hemos acostumbrado a él. A huir hacia adelante para no pensar en que siempre estamos huyendo hacia adelante. Parar supone quedarte a solas contigo mismo, y tal vez hay demasiadas conversaciones pendientes así que mejor seguir moviéndonos, sin descanso. Como trenes de juguete dando vueltas a la triste rutina de una vía circular: casa-trabajo-gimnasio-polvetedelsábado. Como coches teledirigido golpeándonos con muebles y electrodomésticos.

Como sea pero ¡adelante!

Y como no tenemos tiempo para nada (porque si tenemos un rato lo ocupamos en ver una serie o un reality o navegar por las redes sociales para no pensar) escuchamos Youtube y podcasts con x2 para acabar antes. Incluso los audios de whatsapp de nuestros amigos y familia en x2 en un acto que simbólicamente es deshumanizador: ni siquiera voy a dedicarte dos minutos. Prefiero que me hable una voz de pitufo irreconocible para ganar... ¡1 minuto!

Un minuto que dedicar a seguir corriendo de aquí para allá. No sea que me detenga y piense demasiado en esta vida dedicada a correr de aquí para allá y así no pensar en esta vida dedicada a correr de aquí para allá para no pensar en... (en fin, ruedas de hamster)

El otro descubrí que la música nightcore se ha puesto de moda entre los más jóvenes. Este estilo se basa en editar canciones originales acelerando el tono y el tempo. O sea, canciones de siempre aceleradas. También me he dado cuenta de que cada vez los platos de los restaurantes llegan antes a la mesa. La espera en la que te acababas la cerveza y charlabas se ha reducido hasta lo insultante. Lo siento pero soy mediterráneo y eso significa que la comida tiene para mí (para nosotros) un significado social. Tener tres platos en el centro de la mesa a los cinco minutos de haberlos pedido es casi una ofensa. Porque comer es uno de los pocos reductos que nos quedan a los españoles frente al mundo acelerado. Un refugio regado con vino y conversación ante el estrés vital. A veces, el único lugar en el que podemos seguir compatiendo tiempo de calidad con la familia y los amigos. ¿Por qué esa tendencia a la rapidez en el servicio? Supongo que la necesidad capitalista de que las mesas se vacíen lo antes posible ha encontrado en la quinta gama (alimentos precocinados pero bien conservados con técnicas punteras) su mejor aliado.

Y como nos descuidemos, comeremos en 30 minutos como los ingleses. Lo cual supongo que es perfecto para seguir moviéndonos sin parar. Adonde sea. 

Al terapeuta por ejemplo, para contarle que nos sentimos solos y desconectados y estresados y ansiosos y deprimidos por el ritmo de vida que llevamos...

A veces pienso en Jefe, en cómo el alcohol (como a tantos indígenas) le permitía escapar de un mundo acelerado que no entendía. De un mundo que nos lanza con fuerza centrífuga afuera de nosotros mismos: de casa, de la familia, de los amigos, de la reflexión y el bendito aburrimiento...

Y no me extraña que usemos el alcohol, las drogas legales e ilegales, las compras y los likes de las redes sociales para subir el ánimo que nuestra forma de vivir nos quita.

Una conversación o un abrazo o un paseo serían más efectivos. Pero, ¿quién tiene tiempo de hacer esas cosas con asiduidad? ¡Si no nos da la vida!

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