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Visiones y visitas / OPINIÓN

La galbana parlamentaria

9/03/2020 - 

Ya se puede llenar un álbum —como aquéllos en que las coquetas del siglo xix coleccionaban los cumplidos de los tontos— con las noticias de la galbana parlamentaria de la izquierda radical. Menudean las informaciones acerca de las pocas iniciativas que registran los políticos del ala siniestra del congreso, de Les Corts o de los ayuntamientos; e incluso hay o hubo, al parecer, algún diputado socialista que corrobora o corroboró estas noticias y denuncia o denunció sin ambages que sus rivales —actualmente cómplices— de la extrema izquierda, después de improvisar el bochinche por la mañana —cuando lo improvisaban; que ahora, conquistada la poltrona, son, por fuera, el epítome de la calma y la moderación—, dedicaban la tarde al asueto mientras los demás partidos preparaban enmiendas, propuestas y papeles varios. 

Nunca sabremos, del inextricable dédalo del poder, más de lo que nos digan los medios; y de momento, allá y aquí, van exudando referencias a la holgazanería comunista. Referencias de dudosa veracidad, por supuesto; emanadas, probablemente, de la envidia pura; de la envidia cochina que corroe a la derecha; de la ominosa estulticia que le impide penetrar los altos designios del republicanismo emergente. 

Porque no hay duda ninguna de que la ultraizquierda —que hoy abarca toda la podemirria, toda la separatancia y buena parte de la socialistadura— no cesa de abarquillarse la sesera comunal, de retorcerse las circunvoluciones marxistoides y exprimirse los bolchevitelios para que la masa, el populacho, la gente, la plebe alcance cotas de progreso nunca soñadas. Lo creamos o no, es el podemismo-leninismo, el falansterismo, el compromisismo ilustrado el que apuesta, más que cualquier otra corriente ideológica, por la enorme capacidad que tenemos como ciudadanía. Si es cierto que no trabajan, será para que trabajemos nosotros.

 Y si es cierto que no presentan iniciativas, será para no agobiarnos con tanta legislación. Los abogados y los jueces, por ejemplo, han acabado hasta la coronilla de la derecha, que cambiaba continuamente las leyes y los reglamentos, e introducía mil y una salvedades para que no quedara sin tipificar ni el más mínimo supuesto. Así no había quien se aclarase. La coalición roja, en cambio, sí que sabe gobernar; sí que comprende nuestras necesidades, y nos lo pone fácil. Sabe, como sabemos todos, que más vale malo conocido, y que no es de recibo cambiar las cosas cuando ya hemos cogido el tranquillo y pisamos firme. Dejarlo todo como está es la verdadera seguridad jurídica, la mejor garantía de previsibilidad, y no aquellas entelequias de Rajoy. 

Por eso el archipiélago gulag no hace nada. Por eso retiene su inconmensurable trapío. Por eso se priva de analizar las proposiciones, los informes y los documentos de sus adversarios; por eso no segrega borradores: para no complicarnos la existencia. Ellos, en realidad, sufren con esto; se ven atados de pies y manos, con todo lo que podrían hacer; pero su facundia normativa se supedita siempre al sosiego popular. Y cuando les domina su inmensa laboriosidad, cuando sienten que su autocontrol flaquea y están a punto de sucumbir al ímpetu stajanovista, nos echan una mirada lánguida, piadosa y protectora; se acuerdan de que no estamos preparados para la revolución existencial que podrían proporcionarnos; de que unas reformas tan eficaces y tan inmediatas como las que podrían llevar a cabo nos provocarían un vértigo, una fiebre, un estupor difícilmente asimilables. De manera que sofrenan su energía legislativa, domeñan sus impaciencias administrativas y se imponen un ritmo que no humille nuestro entendimiento. Lo primero es lo primero, y antes de abrumarnos con decretos detalladísimos y de obligarnos a embaular normativas exhaustivamente pormenorizadas nos vuelven del revés el calcetín que ocultábamos bajo el camastro, nos extirpan el resabio capitalista y nos dejan en pelota valenciana, para que recuperemos el coraje patriótico y a la vez lubriquemos como jamás imaginamos que pudiéramos lubricar los engranajes del poder. 

Café para todos, y sobre todo para los parias, para los marginados, para los pobres perroflautas, que ya tenían la flauta desportillada y el perro en sarna viva. Hoy, gracias a esa camaradería universal que nos han impuesto porque somos unos torpes de solemnidad, unos palurdos redomados y unos burgueses de mierda, el perroflautismo se ha regenerado y anda buscando exteriores, entre los muladares donde antaño acampaba, para convertir aquella sordidez en cine subvencionado. Qué alegría, la subvención. Qué maravilla, el dinero del contribuyente. Un auténtico sueño que debemos agradecer a nuestros líderes trotskistas. 

¿Quién piensa en legislar, cuando se puede subvencionar? ¿Quién piensa en las leyes, generalmente restrictivas y prescindibles, cuando tenemos delante la multitud sufriente de los artistas malos, injustamente preteridos y bárbaramente lacerados por el desprecio snob de la burgofachenda? ¿Qué será una temporadita de hambre y piojos comparada con la supremacía femenina, el abaldonamiento masculino y la supresión del patriarcado? La derecha carcunda no entiende la frescura del nuevo soviet; el sacrificio colosal que se impone a sí mismo para no abrumarnos con su exhaustivo conocimiento del espíritu de las leyes, para no desplegar su apabullante potencia transformadora, para evitarnos una innecesaria consternación. 

Aplaudamos, por tanto, su escasa labor parlamentaria —la delicadeza que tienen con la sociedad— y démonos albricias porque han puesto el foco, de momento, en aligerarnos la faltriquera, en liberarnos de la miserable avaricia, en arrancarnos el fétido plumaje del egoísmo escaldándolo en exacción hirviente. Nos hacen mejores. Nos descubren la excelsa fraternidad proletaria. Nos enseñan que lo de Maduro, lo de Castro y lo de Jong no es la horrenda tiranía que nos hacen ver a patrañazo limpio los corifeos de la plutocracia, sino bendita, conmovedora y ejemplar abnegación. Mira que somos zafios.

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