La polémica forma parte de la vida. Nos rodea a cada paso que damos. Diría más, es nuestra fiel compañera de viaje. Nadie escapa a su intransigente mirada. Del palacio al mercado, y del mercado a la Universidad, todo está envuelto en polémica. Pero hay un espacio donde se agudiza con mayor crudeza: la arena pública. A nadie se le escapa que la polémica va cosida a la piel de un político que sabe –o debería saber– que, cuando te abraza, no hay opción para el lamento solitario, máxime si el partido ni te arropa ni te defiende como debiera. Cuando esto ocurre –qué ocurre con más frecuencia de lo que creemos–, la vieja máxima audax sed cogita (sé valiente y piensa) se desvanece entre las manos. El político lo sabe y lo sufre. Y aunque calla, se dice así mismo: fui leal. Fui valiente. Pensé. Expresé lo que mi Partido tiene recogido por escrito y de palabra. Surgió la polémica. Una polémica que no me afrenta solo a mí, sino a mi Partido. ¿Quién me apoyó? El resto, como leemos en Hamlet, es silencio. Pero también es herida, la que nace cuando "quienes comprenden no son los ejecutores, y quienes actúan, no comprenden" (S. Zweig, Castellio contra Calvino).
Los hechos se suceden en el tiempo. También la traición. Con ella surge el desaliento. Con ella se perpetúa la frustración del político, del Partido, y, sobre todo, de esos miles de votantes que creyeron en unos ideales que, una vez más, se vuelven quimera cuando el poder te aguarda revestido de resplandeciente moqueta, con un sólido sillón, con una prestigiosa cartera ministerial o con una suculenta Consellería, con la que seguramente se podrá alcanzar un prestigio que, en no pocas ocasiones, no se hubiera obtenido por otras vías. Nada que tú, querido lector, no hayas visto con hiriente reiteración.
El último caso, o mejor, el antepenúltimo, envuelven a las declaraciones de determinados dirigentes políticos. Supongamos que hablo de Valencia o de Extremadura. Ciñámonos a los hechos. Las palabras pronunciadas por algunos dirigentes de Vox no dejan lugar a la duda. No son suyas, son las del Partido. "La violencia de género no existe, la violencia machista no existe". Son expresiones que hemos escuchado con reiterada frecuencia. No son la manifestación de un político con nombre y apellidos, son las siglas de identidad de un Partido que ha venido a defender el concepto de “violencia intrafamiliar”, porque, para Vox, "las personas no tienen género, tienen sexo", de ahí que "las víctimas son víctimas y los delincuentes son delincuentes, sean hombres, mujeres, dependientes, ancianos o niños". Para cierta prensa, ¡Anatema sit! Para su Partido, ¡oh sorpresa!, también. Pero, como le ocurre a nuestro presidente, la hemeroteca nos delata y nos retrata siempre. Una voz autorizada, en lo intelectual y en lo político, dentro de Vox es la del catedrático José Francisco Contreras, quien no duda en escribir que quienes están defendiendo la "violencia de género están comprando al mismo tiempo todo un paquete ideológico woke de supuesta opresión de la mujer. Es un paquete tóxico: 1) Porque es falso: la mujer no está discriminada en España; 2) Porque enfrenta a hombres y mujeres, dificultando la formación de familias y, por tanto, la natalidad. Y esto es especialmente grave en un país que padece un terrible problema de invierno demográfico y envejecimiento de la población". ¿Comprenden mi perplejidad al ver los cambios de postura de los dirigentes de la mencionada formación?
Como ciudadano puedo llegar a entender su posicionamiento sobre el género desde el punto de vista cultural y jurídico. Cultural, porque intentan suprimir la biología por el género, hasta el punto de que ni existen padres ni madres, porque todo es fluido. Pero, como jurista, no dejo de sorprenderme que en este país se haya codificado un nuevo tipo delictivo que únicamente puede cometerlo los hombres: el delito de violencia de género. Cuando uno lo analiza, observa, con estupor, que la calificación penal y la sanción aplicada dependen de si la agresión la comete un hombre o una mujer. Las preguntas no tardan en golpearnos: ¿dónde queda el principio de igualdad del artículo 15 de la CE? En la última estantería de la biblioteca del Congreso. ¿Y las garantías jurisdiccionales? ¿Y la presunción de inocencia? Ni están ni se las espera. No es un tema menor ni coyuntural, ni mucho menos, porque sin presunción de inocencia, bien lo sabemos, no puede existir Estado de Derecho, porque lo que diferencia una Democracia de un régimen totalitario es que en este nadie es ciudadano, porque todos son sujetos de la escrupulosa mirada del Poder, de un Poder que señala y criminaliza. Hannah Arendt nos enseñó el camino. La vida nos lo ha ratificado, porque nos ha hecho ver que basta una denuncia de parte, un mero indicio, para que te incriminen, y al hacerlo el personaje de la Reina, en el delicioso cuento de Alicia en el país de las maravillas, nos recuerda que "la sentencia es primero, el juicio vendrá después".
Vivir con unos principios que trascienden de las modas no es tarea fácil, máxime en los tiempos que corren. Tampoco es tarea sencilla luchar contra la uniformidad. Lo más cómodo es asumir el eslogan o la sin-verdad que imprime la tiranía de lo políticamente correcto, una tiranía que ha impuesto un Nuevo Orden, una nueva forma de pensar y de ser, un tipo de hombre uniforme y gregario. Romano Guardini, adelantándose a los tiempos, supo ver que: "Al final tenemos ante nosotros al hombre de la masa, y además en la peor de sus versiones: la de la masa entregada". Nada que no hubiéramos leído en La rebelión de las masas de Ortega y Gasset.
La muerte de un ser humano, sea mujer u hombre, nos sitúan ante un dilema: ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Qué opción tomar para paliar esta lacra que no cesa? Interrogantes que nos inquieren, incomodan y atenazan. Pero vivir es afrontar una decisión, una responsabilidad, un compromiso. El compromiso no puede ser otro que luchar contra la miseria humana. Contra esa maldita plaga que asesina y violenta, que comprime y humilla, que discrimina y rechaza. Actos execrables que merecen ser enterrados en cal para que no vuelvan a quitar esa vida que nunca han respetado. Actos que solo pueden obtener nuestra repulsa más firme, más severa, más sincera. Pero acertar en el camino nunca es tarea fácil. Ni para el político ni para el ciudadano. Vox asume una postura y la defiende. Sus bases y sus votantes la defienden. Lo que no tenemos certeza es si su Partido la salvaguarda como debiera, porque nada se ha dicho que no se dijera por quienes dirigen el Partido. Pero el juego de la política tiene estas veleidades, tan cambiantes como desconcertantes.
Sobre esta espinosa cuestión, ¿qué nos dice el cuarto Poder? La paradoja también se acomoda en buena parte del periodismo. A nuestra edad, no nos sorprende que la misma prensa que vilipendia, mañana, tarde y noche, a Vox –esa ultraderecha que nunca verán en la izquierda– se puso de perfil cuando a la vicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría, una turbamulta le acechaba con su niña en los brazos, o cuando Rosa Díez fue violentada en la Complutense con el beneplácito de quien le gustaría ver "azotar hasta que sangrase" a una periodista, o, para no alargarnos hasta el infinito, cuando se agredió a Cayetana Álvarez de Toledo en la Universidad Autónoma de Barcelona. Poca o ninguna repulsa. Eran mujeres de la derecha que "venían a molestar". Y la derecha, ya se sabe, ni sufre ni padece. Ellas, por lo que se ve, no pertenecen al género, sino a esa caverna platónica que nunca debe ver la luz del día.
Sé que el tema es muy complejo, tanto que es inabordable en un solo artículo, de ahí que no debo agotar la paciencia del lector. Únicamente quiero acudir a esas lecturas que siempre nos salvan del tedio, las mismas que salen a nuestro encuentro para recodarnos las dos máximas que Albert Camus dejó grabadas para la posteridad en su artículo El testigo de la libertad: "No hay vida si no hay diálogo"; "No hay vida sin persuasión". Nada que un político que defienda con honradez sus legítimos planteamientos no sepa y no viva. Lo trágico es que, en el ruedo político, se ha difuminado por completo la vieja máxima que recuerda que el diálogo, como la verdad, siempre nos salva del ostracismo y de la intolerancia. No seré yo quien lo olvide.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia