14-11-18. Si bien la justicia resuelve con mayor o menor acierto de manera cotidiana miles de asuntos, los medios de comunicación nos resaltan algunos por diversos motivos. El más reciente ha sido la singular pirueta del Tribunal Supremo sobre quien ha de abonar el impuesto ligado a las hipotecas, dejando finalmente al descubierto una excesiva preocupación por la cotización en bolsa de la Banca.
Pero su particular relación de fraternidad con el poder bancario viene de lejos: negaron la retroactividad de los efectos tras la anulación de las cláusulas suelo de las hipotecas, ni veían abusivas las clausulas aplicadas en los desahucios. Afortunadamente, el Tribunal de Justicia Europeo enmendó ambas decisiones, reiterando que ni la normativa ni la justicia española amparaban a los ciudadanos españoles frente a la insaciable banca.
La justicia, a su pesar, está en el ojo del huracán y no se libra -a semejanza de los otros dos poderes, el legislativo y el ejecutivo-, de ser juzgada por una ciudadanía que ha soportado el peso de la crisis estoicamente y que mira con recelo decisiones que, a su legítimo entender, no son justas.
No se libró de las protestas la Sentencia de la Audiencia Provincial sobre los miembros de la “manada”, condenados por abuso sexual pero no por agresión sexual, en base a una forzada distinción entre “intimidación” y “atmósfera coactiva”. La sentencia describe unos hechos probados que merecen la máxima condena e intimidarían a cualquier mujer, y, por tanto, no casan con su decisión jurídica. No abordo el repugnante voto particular de un magistrado que hoy sigue poniendo sentencias.
No ayuda a la confianza en la justicia la curiosa decisión sobre el asunto de Pablo Casado, líder del PP, y de su máster con trabajo final mantenido en secreto y su licenciatura exprés, en la que el Tribunal Supremo ve “trato de favor” y carencia de méritos para obtener los títulos, pero sorprendentemente no ve lo que la instructora del caso sí que ve, a saber, indicios de criminalidad.
La decisión del Supremo de mantener en prisión preventiva a la espera de juicio hace más de un año a los líderes catalanes del "procés", a pesar de su evidente falta de intención de fuga –tuvieron ocasión de hacerlo y no lo hicieron-, tampoco ha ayudado a la necesaria percepción de imparcialidad en un proceso judicial tan controvertido. Mientras tanto los miembros de "la manada", con sentencia condenatoria, están en sus casas.
Se trata también del Tribunal que expulsó de la carrera judicial al entonces juez Baltasar Garzón, por su labor instructora en el caso Gürtel, además de condenarle a abonar las costas a Francisco Correa y Pablo Crespo. Sorprendente decisión, dado que siendo ordinario que un tribunal superior cuestione las decisiones adoptadas por un órgano inferior, no lo es que ello conlleve la expulsión. Pero de poco les valió, pues finalmente el otrora comisario Villarejo no pudo destruir el pen drive que contenía los datos de los sobornos a cargos del PP, y el propio PP ha sido condenado por corrupto por la Audiencia Nacional, quedando probada su caja B desde su fundación en 1989.
Las tres decisiones judiciales del Supremo citadas llevan la firma del magistrado conservador Manuel Marchena, que también firmó la absolución de Camps por el caso de los trajes. No es casual que le llamen “el hombre de Génova”. Este magistrado será nombrado presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo según el reparto de cromos del bipartidismo. Y ello gracias a un acuerdo PP-PSOE que obvia que son los vocales los que han de elegir la presidencia.
A veces, por qué no decirlo, celebramos decisiones judiciales que nos devuelven la fe en la justicia, como la Sentencia sobre el yerno del rey emérito, cuñado del actual, hoy en prisión. Eso sí, decisiones enturbiadas por el trato ofrecido a la infanta Cristina de Borbón que mostró serios problemas de memoria, o porque el gobierno habilitara un pabellón entero para el preso más “real”.
También nos dio cierto confort ver al exministro de Economía del PP, Rodrigo Rato, entrar en prisión, como símbolo de la condena de los abusos de una banca dirigida por enchufados políticos, que se iba de copas de buena mañana con el dinero ajeno, entre otras lindezas, viviendo de fiesta permanente mientras los ciudadanos de a pie se apretaban el cinturón.
En nuestra Comunitat, que fue asolada por la corrupción durante varios lustros, la justicia también nos ha dado algún respiro frente a la sensación de impunidad con las condenas a exconsellers del PP como Rafael Blasco o Milagrosa Martínez, en prisión, o a Carlos Fabra, ya en libertad, lo que le permite acudir a los mítines de Vox.
El expresidente Zaplana también comparte calabozo, cuando ya pensábamos que se iba de rositas. Algo que no tiene porqué sorprendernos si miramos atrás: el caso Naseiro, proceso anulado en 1992 por un Tribunal Supremo que dejó sin juzgar la financiación ilegal del PP y que tenía como coprotagonistas a personajes valencianos del PP tan poco ilustres como Zaplana, Vicente Sanz (condenado por acoso y abuso sexual en RTVV) o Pedro Agramunt (investigado por sobornos por el Consejo de Europa), cuyas conversaciones ignoradas por la justicia quedaron grabadas para la historia revelando que estaban en política para forrarse. Y ahí siguieron.
Años después, la Sentencia de la Audiencia Nacional sobre la Gürtel valenciana, con 18 condenados, afirma que el PP se ha estado financiando ilegalmente en distintas contiendas electorales. Así que, como sospechábamos padecimos distintos gobiernos del PP nacidos de la corrupción (¿quizás todos?), y ahora ¿quién nos resarce del daño causado?
La justicia es cara y lenta, en ocasiones hasta el punto que cuando aborda un asunto éste ya carece de vigencia, y las consecuencias son irreversibles. Lo más habitual es que la sentencia llegue demasiado tarde, el daño ya esté hecho y sea irreparable. Cierto es que el PP decidió hacerla más cara aún, imponiendo unas tasas abusivas después declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional por desproporcionadas y por desalentar el acceso a la justicia.
Y especialmente tarde ha llegado la justicia para la Asociación de Víctimas del Accidente del Metro del 3 de julio, cuya aspiración era tener un juicio que sentara en el banquillo a los responsables del accidente. Hoy, 12 años después, habrá juicio, en contra del criterio de la jueza instructora, que ni vigiló las pruebas clave como el vagón siniestrado, ni ha atendido las peticiones de práctica de prueba de las víctimas salvo cuando ha habido mandato expreso de la Audiencia Provincial. En este particular caso, sólo la celebración de juicio ya es una victoria.
La inversión en la justicia debería ser una prioridad de cualquier gobierno que apueste por mejorar la calidad democrática. Pero no sólo debería invertir en medios y personal, pues tenemos una de las ratios europea más baja de jueces por población y escasos medios para juzgar la corrupción.
El modelo judicial urge de una revisión que ahonde en su necesaria independencia del poder político, que garantice un sistema de acceso más racional y menos memorístico y clasista, dejando de favorecer a quienes se pueden permitir años de preparación de oposiciones sin trabajar y son capaces de memorizar textos y “cantarlos” sin que a nadie preocupe su nivel de comprensión.
Que la justicia no tiene porqué ser justa es algo que aprendes en primero de carrera en la Facultad de Derecho. Pero debe trabajar sometida a los principios de ética judicial, como son la imparcialidad, independencia, integridad, cortesía, diligencia y transparencia; un compromiso del propio CGPJ, que no está de más recordar.
Nadie discute que los jueces puedan tener sus propias ideas políticas, lo contrario es absurdo. Pero sus afinidades no pueden ser clave para las promociones, por encima de los méritos propios de la carrera profesional, ni obviamente para dictar resoluciones judiciales.
En suma, la independencia judicial, especialmente en la cúpula judicial, es hoy una asignatura pendiente, a pesar de que nos jugamos demasiado.
Isaura Navarro es diputada de Compromís en Les Corts