Tras perder el órdago de los Presupuestos, el pulso que Bonig mantiene con Génova por el congreso provincial de Valencia es decisivo para su liderazgo
VALÈNCIA. En 1995 se celebraron en España unas elecciones autonómicas y municipales que mostraron el naufragio en el lodazal de la corrupción del proyecto socialista de Felipe González y la pujanza del PP de Aznar, que se iba a confirmar un año después en unas Elecciones Generales anticipadas. La debacle del PSOE en las autonómicas se concretó en la pérdida de tres de las cuatro mayorías absolutas que había logrado cuatro años antes: Extremadura, Murcia y Comunitat Valenciana.
Solo José Bono resistió con mayoría absoluta en Castilla-La Mancha, con más del 46% de los votos y 24 escaños –perdió tres–, cifras que contrastan con las de su vecino Joan Lerma, quien pasó de la mayoría absoluta a perder 13 escaños y verse arrollado por el PP de Zaplana, que le sacó diez de ventaja.
En el éxito de Bono, más allá de su personalidad, su labia y sus promesas, tuvo mucho que ver su compromiso con Castilla-La Mancha, que le llevó a enfrentarse en al menos tres ocasiones con el Gobierno de González. Ganó las tres. La primera, muy al principio, fue la puesta en marcha de la Universidad de Castilla-La Mancha; las otras dos, cercanas a 1995, afectaban a la Comunitat Valenciana: el trasvase Tajo-Segura y la culminación de la autovía Valencia-Madrid.
Lo del agua lo ganó tres años después, cuando el Tribunal Supremo declaró ilegal el trasvase aprobado por el Gobierno socialista en plena sequía. Lo de la carretera fue aún más sonado. La autovía Madrid-Valencia, que al Gobierno del PSOE se le olvidó incluir en el primer Plan General de Carreteras (1984-1991) junto al resto de radiales, debía culminarse en 1995 con un último tramo que el ministro Josep Borrell se empeñó en construir entre las Hoces y los Cuchillos del Cabriel, un paraje natural que Bono se apresuró a declarar protegido. El enfrentamiento entre Bono por un lado y Borell y Lerma por otro duró meses y culminó con la decisión del Consejo de Ministros de aprobar el trazado por las Hoces dos semanas antes de las Elecciones. González echaba así un capote a Lerma, cuyo hundimiento en las encuestas era irreparable. Paradójicamente, quien lo aprovechó fue Bono, que acabó la campaña maldiciendo al Ejecutivo socialista porque por encima de su partido estaba su comunidad.
Lerma perdió las elecciones, Bono revalidó su mayoría absoluta, el Gobierno de González cayó un año después y el líder castellano-manchego se salió con la suya al pactar con el nuevo Ejecutivo de Aznar un trazado diferente, por el pantano de Contreras, para ese último tramo de 30 kilómetros. Un tramo inaugurado en 1998 tan a lo grande, que pareció que la autovía la había desbloqueado Zaplana y la había construido enterita el Gobierno de Aznar.
Cuando tuvo que elegir entre la obediencia debida al PSOE y los intereses de los castellano-manchegos, Bono eligió lo segundo y ganó. Es el más claro ejemplo, pero no el único. A Rodríguez Ibarra también lo encumbraron en Extremadura sus críticas a Felipe, especialmente las relativas a los pactos económicos con Cataluña, y en Galicia Feijóo ha sido el único barón popular capaz de ganarle un pulso a Rajoy, el de las cajas de ahorro que el Consell de Camps entregó sin batalla. Todos ellos contaron con el respaldo de sus organizaciones territoriales. Todos ellos recibieron su premio en las urnas autonómicas.
El caso más actual es el de Cristina Cifuentes, que un día la arma denunciando la corrupción de su partido y otro baja los impuestos sin preguntar a Montoro. Por lo que se ve, Rajoy ya tiene bastante con la madrileña y no quiere otra lideresa fuerte.
En la Comunitat Valenciana hemos asistido en las últimas semanas a un tímido intento de Isabel Bonig por defender los intereses valencianos frente a la obediencia debida a la dirección de su partido. La rebeldía de Bonig a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado duró lo que Génova tardó en llamarle a consultas y hacerle entrar en sinrazón, menos aún que el desengaño de Fabra cuando quiso enmendar los Presupuestos de 2012, que ya es decir.
La sumisión a la voluntad de Génova prevalece sobre cualquier interés, incluso si está fuera de toda lógica y la encarnan personajes como Martínez Maíllo o Rafael Hernando. Solo en este contexto de demostrar a Bonig y a los valencianos quién manda aquí –en el PP regional– cabe entender la irrupción de Maíllo como un elefante en la cacharrería del PP valenciano para, en palabras del número tres, salvaguardar la "dignidad de los afiliados".
La semana en que el expresidente madrileño Ignacio González era detenido y encarcelado por un nuevo caso de corrupción, que El Mundo desvelaba un informe policial sobre los trapicheos de Rodrigo Rato cuando era vicepresidente y ministro de Economía, que Esperanza Aguirre comparecía ante el juez como testigo por el caso Gürtel y que Mariano Rajoy era citado a declarar también como testigo de la corrupción del Partido Popular, lo que afecta a la dignidad de los afiliados del PP, según Maíllo, es que Mari Carmen Contelles presente, con el apoyo implícito de Bonig, una candidatura a la presidencia provincial del partido, cuando lo previsto era –es– un congreso a la búlgara como los de toda la vida para elegir al candidato oficialista Vicente Betoret.
Porque, pensará Maíllo, una cosa es redactar unos estatutos en los que se da voz a la militancia y otra muy distinta permitir un congreso en el que se vote de verdad porque haya más de una lista, que a este paso acabaremos pareciéndonos a los tories que tanto le gustan a la Bonig.
La apuesta de Génova por un candidato que puede ser imputado en cualquier momento es tan arriesgada –¿de perdidos al río?–, que la explicación hay que buscarla en la figura de Isabel Bonig.
Desde que obtuvo el visto bueno de Rajoy con el apoyo de Rita Barberá, Bonig no ha recibido ni un gesto de cariño por parte de Génova. Ni cuando renegó de su mentora por el caso Taula, ni cuando trató de expulsar a los imputados del PP de València –la inexistente oposición a Ribó–, ni cuando el presidente formó Gobierno sin ningún valenciano en los primeros escalones, ni en la defensa del Derecho Civil valenciano, ni en la elaboración de los PGE, ni siquiera en su oposición a Ximo Puig, donde como mucho tiene el respaldo de Moragues y algún reproche ministerial al Consell siempre por vía administrativa, que el corte de voz está muy caro. Ni agua, como si fuera el enemigo.
A Bonig le falta para poder ser un verso suelto en el partido una organización fuerte, un equipo de fieles que la respalde aunque se equivoque. Precisamente lo que busca Rajoy a nivel estatal. De momento, la lideresa no lo tiene, ya que cuando el órdago de los PGE, la respuesta más agria fue la de las huestes valencianas, empezando por los betoretistas. Bonig tuvo que recular, obediencia debida frente a defensa de los intereses valencianos, ante el regocijo del resto de partidos.
De ahí que el pulso actual sea importante. Si Génova le coloca a Bonig un contrapoder en la provincial de Valencia, se acabaron los órdagos, se acabó hacer el ridículo, volveremos a la cabotà a lo Alberto Fabra. Lo dijo Rajoy este sábado, "la unidad es lo más importante" para el partido. Lo demás, por mucha importancia que le demos, es secundario.