Frío. Frío en los dedos, que golpean el teclado. Frío en los ojos, que contemplan sin rubor los últimos avatares allende los mares, el triunfo del último adalid de la nueva era, Bolsonaro. Frío en el corazón…, en el corazón de Europa, que no se ha inmutado por la penuria causada durante la Gran Crisis, al albur de los grandes rescates financieros. Una Europa que ahora se lamenta, sin reconocer ni admitir que ha creado el monstruo o, al menos, que ha estado alimentándolo.
Me había propuesto no hablar del reciente triunfo de la ultraderecha en las elecciones de Brasil, porque ya lo han hecho todos. Pero no puedo obviarlo, cuando responde a la nueva oleada de pensamiento que azota Europa, al nuevo orden mundial, que diría mi amigo el coronel Pedro Baños Bajo. Los votos del ultraderechista, machista y homófobo Jair Bolsonaro no salen todos de la oligarquía financiera, ni de la industria maderera que pretende acabar con el pulmón de la Amazonia. Tampoco salen de los grandes medios de comunicación o del ruido de sables. No. La mayoría de la sociedad no está en los grandes bancos y corporaciones.
La MAYORÍA, con mayúsculas, sale de una clase media desencantada y empobrecida, de una clase trabajadora expulsada del Estado del Bienestar, de una juventud a la que han convencido de que no tiene futuro y la abocan al exilio forzoso. La mayor parte de los votos sale de las fabelas. Sencillamente, porque en un país como Brasil, con tanta desigualdad social, los pobres son mayoría, son los parias de la Tierra, como canta La Internacional… Y la mayoría es la que da la mayoría.
Y entonces va y la Unión Europea se asusta. Sin haber salido del shock de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, demudada con la victoria de Salvini en Italia y enconada con los países del Este empujando por la derecha, Bruselas se ha llevado las manos a la cabeza. Lo está viendo venir y no está haciendo nada. Tampoco ha dicho nada. No sabe, no contesta. Ha eludido comentar la victoria de Bolsonaro en Brasil. “No entramos en sentimientos”, ha dicho.
Dos décadas de neoliberalismo, de políticas liberalizadoras que poco han repercutido en el bienestar del ciudadano europeo, sino en el de las grandes multinacionales y de los inversores extranjeros. Dos décadas de medidas conservadoras y casi una década de políticas austericidas, único “remedio” a la Gran Crisis.
Precarizar el empleo, acabar con los derechos laborales, bajar los salarios, cortar la inversión pública, rescatar a los bancos, descapitalizar al trabajador y deslocalizar por el mundo el mayor capital que tiene un país: los jóvenes universitarios, su I+D+i. Nada ha hecho la Unión Europea más allá de salvar el euro, que no es poco. Pero, ¿a costa de qué?
A costa de la época más penosa de desahucios en España, mientras los ciudadanos rescataban a los bancos que los expulsaban de sus casas. A costa del recorte en servicios sociales, educación y sanidad, medidas nacionales a las que Bruselas no puso objeción. A costa de la pauperización de la clase media y trabajadora griega, desahuciada del sistema, sin trabajo y sin futuro. A costa de convertir el sur de Europea en un polvorín, sin solución alguna para la inmigración sangrante que llega por tierra y por mar…
Con estos mimbres y las mentiras del Brexit que devienen de un Reino Unido descalificando a la Unión Europea desde que entró en 1974, a Bruselas le queda poco más que temblar. Pero, ¿qué esperan de los agricultores franceses, de los ganaderos alemanes o de los obreros italianos? ¿Qué esperan de los parados españoles y portugueses -aquí apenas nos quedan trabajadores-? ¿Qué esperan de los países del Este, cuyos gobiernos han seguido la estela de corrupción postsoviética, mientras Bruselas miraba hacia otro lado? La próximas elecciones al Parlamento Europeo en el mes de mayo serán un pulso para el resto de Gobiernos en el continente. Será el pulso de las mayorías expulsadas del sistema. Y la mayoría es la que da la mayoría…